Cerramos esta serie con el análisis del profesor de la Universidad Nacional, historiador, doctor en sociología y autor de numerosos libros y artículos académicos sobre la violencia en Colombia, Carlos Miguel Ortiz, que www.utopicos.com.co extrajo de su intervención en el Congreso Nacional de Historia, recientemente realizado en Bogotá (versión editada por Olga Behar).
No voy a hablar del centenar de víctimas de esas 27 horas. Recientemente, he desarrollado mi análisis centrado solamente las víctimas de los desaparecidos, con un profundo respeto hacia esas 13 víctimas y una gran admiración por esa lucha titánica, por ya 30 años, que están librando los familiares, que todavía esperan la entrega y recuperación de los cadáveres, sin que el Estado responda hasta hoy a esa angustia, de no poder hacer el duelo como lo pudieron hacer con el resto de cadáveres de ese centenar de víctimas.
¿Hubo o no hubo un golpe de Estado, como lo ha planteado la periodista y escritora Olga Behar? Yo no voy a entrar en la controversia en este momento, pero pese a lo insólito de esa falta de control del presidente en esa época, quiero recordar que de todos modos desde años atrás venía habiendo un empoderamiento demasiado grande de los militares.
No es que ese día, como cosa rara, los militares tuvieran el control; justamente se relaciona con inscribir esos hechos en un proceso histórico, mirar la correlación de fuerzas que lo antecede. Primero, estábamos en la anterior Constitución, la de 1886, que en su artículo 121 estableció el Estado de Sitio, que dio lugar a que se pusiera en paréntesis todo el resto de la Constitución, todas las garantías, el equilibrio de los tres poderes, todo lo clásico de la tradición francesa en las democracias. Se ponían en paréntesis por arte de magia.
La Comisión de la Verdad que rindió informe en el 2010 sobre estos hechos, al hablar del contexto, explicó cómo antes del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán se había utilizado el estado de sitio. Pero, desde 1948 hasta la Constitución del 91 se volvió rutinario y esquemático el Estado de Sitio. La justicia penal militar se encargaba de juzgar a civiles cuando eran ‘sospechosos’ -que se refería a tener relación con grupos armados- y los delitos que no tenían que ver con combate, como que alguien se disfrazara de civil y desapareciera a otro. Cuando se trataba de militares y policías, podían ser conocidos y juzgados por la justicia penal militar, cuando organismos como la corte insistían en que esos delitos no podían procesarse por los mismos militares, eso era un absurdo absoluto y se dio gracias al Estado de Sitio.
A finales del 77, hubo una presión de los militares muy fuerte: presentaron un proyecto que era el germen del futuro Estatuto de Seguridad, que el Presidente Alfonso López Michelsen no firmó. Entonces, se lo pasaron al presidente siguiente Turbay Ayala, que sí lo firmó. Fue el decreto 193 del 5 de septiembre de 1978, el Estatuto de Seguridad, que reunía todas estas joyas que acabo de mencionar. De esa manera, se hicieron muchísimas detenciones a los que se veían sospechosos de nexos con el M-19, a raíz del robo de 5.700 armas del Cantón Norte (en la noche de año nuevo).
El mismo primero de enero de 1979, empezó una cacería de brujas tremenda a la sombra de este decreto; 3.043 personas fueron detenidas de esta forma a partir de ese día. Incluso, los miembros del gabinete ni siquiera pudieron ir al consejo de ministros porque estaban en vacaciones, y el consejo fue el 10 de enero, o sea que durante esos 10 días detuvieron a muchísimos de ellos y luego hicieron la legalización por parte del consejo de ministros.
Los militares, empoderados en el sector judicial como si fueran jueces, dejaron por el suelo la división de los tres poderes, clásica de la tradición francesa. Desde el 79 todo no solo se daba esto, también una pelea muy dura por parte de la insurgencia. El M-19 entre agosto de 1984 y junio del 1985, cuando se rompió la tregua, estaba en tregua pero hacia ataques y en algunos de esos campamentos, no solo estuvieron conversando de paz. Fueron tremendos los ataques del otro lado en pleno proceso de paz, como contra el campamento de Yarumales, después del atentado en Cali, en una la cafetería, donde perdió una pierna Antonio Navarro Wolff.
Era una tregua armada de lado y lado, y era muy tensionante, porque además, el gobierno se vio un poco arrinconado -desde Turbay- por el apoyo popular hacia la guerrilla, que crecía. Muchas acciones del M-19 hicieron crecer el apoyo popular; la revista Semana hablaba de que el 75% de la gente quería que se hiciera un diálogo que se fuera por las formulaciones de paz y no solo por pacificación a la fuerza ,que era el planteamiento de Turbay, presionado por los militares.
Esta presión es muy importante tenerla en cuenta porque ellos ya tenían mucho control desde el gobierno de Turbay Ayala y continuaron con ese referente en el gobierno de Belisario. Entonces se daba un problema, porque Belisario tenía la intención de cambiar en 180 grados la política de Turbay, de pacificación a la fuerza, pero los militares no entraban en eso y en una entrevista que le hizo la Comisión de la Verdad a Betancur él dijo: Me faltó pedagogía, porque yo quise llegar de una vez a imponerles ese cambio a los militares y ellos me lo rechazaron totalmente y por debajo de cuerda me sabotearon lo que yo estaba haciendo.
Incluso lo hacían públicamente; el general Fernando Landazábal Reyes dio declaraciones (a la periodista Margarita Vidal, que fueron publicadas por la revista Cromos) y el presidente lo destituyó en enero de 1984. Posteriormente, el General Miguel Vega Uribe llegó a ese ministerio.
La frase “salvamos la democracia, maestro” es ya clásica, la dijo a los periodistas el coronel Luis Alfonso Plazas Vega (durante el operativo de retoma del Palacio, el 6 de noviembre). Recibió la sentencia condenatoria de la juez tercera penal de Bogotá, a 30 años de prisión, por desaparición forzada que él, obviamente, no ha querido aceptar. Después fue al Tribunal Superior de Bogotá, que ratificó la sentencia, y la llevó a la Sala de Casación de la Corte Suprema de Justicia, que en este momento todavía no se ha pronunciado.
Después de los hechos del Palacio de Justicia hemos sido testigos de cómo en el proceso de la justicia sobre esos hechos se siguió dando esa presión tan tremenda de los militares, lo que dificultaba que se lograra efectivamente justicia y la dificultad persiste hasta el día de hoy. Los procesos los ha tomado la justicia penal militar paralelamente a la justicia ordinaria, tratando de suplantar sus atribuciones.
Y hasta ahora, la justicia penal militar no ha condenado a uno solo; la ordinaria sí. Entonces se presenta un conflicto de intereses que, además, el Estado no sabe manejar. La presión de los militares ha sido muy fuerte en el proceso de justicia, a lo que yo me refiero es a la dimensión de esa desaparición forzada. Esto es de conocimiento público porque ya están las sentencias, tanto de la juez tercera penal como de la 51, como del Tribunal Superior de Bogotá que ratificó las sentencias anteriores en 2012 y como la Comisión de la Verdad, en su informe del 2010. E inclusive en el Consejo de Estado, con sentencias de 1994 y de 1997, hay una abundante jurisprudencia que aporta al problema tremendo de la desaparición de estas personas, pero que todavía dejan una cantidad de vacíos y desamparadas a las familias de los 13 desaparecidos.
Salvo dos casos, no entregan los cadáveres y eso porque quienes saben en dónde están no quieren hablar, porque continúan pataleando en sus recursos hasta lograr que los declaren inocentes, y si llegan a decir donde están, obviamente se auto declararían culpables.
Esa es la terrible tragedia de los familiares, vamos a ver si con la justicia transicional de la que se habla, que cobijará a los militares que digan la verdad, estos quiebran ese orgullo y ese espíritu de cuerpo -en el que los unos están tapando a los otros- y logran por fin los familiares, o algunos de ellos, que les digan dónde están los cadáveres, que es su principal angustia.
En el inicio del proceso, las desapariciones forzadas que se conocieron fueron de 12 personas, pero después se sumó la desaparición forzada con ejecución extrajudicial del magistrado auxiliar del Consejo de Estado, Carlos Horacio Urán Rojas, de nacionalidad uruguaya, esposo de nuestra colega de historia, Ana María Bidegaín, sobre el cual posiblemente recayeron no se sabe todavía qué tipo de torturas y una ejecución extraña, porque aparece con un tiro de gracia muy cerquita del cuerpo, pero lo hacen aparecer como víctima sumaria entre los incinerados o muertos a bala, con unos cambios en la posición misma del cadáver que incluso Medicina Legal, en su acta, dijo que estaba en una posición que no correspondía a los impactos que él tenia.
Es decir, que hay muchas pruebas de que hubo ejecución extrajudicial, pero ese cadáver lo lograron encontrar rápido porque fue hallado en la morgue y precisamente estaba en la sección de guerrilleros, a pesar de que él era magistrado del Consejo de Estado. Todo eso hace pensar que lo tuvieron como sospechoso para sacarle información, pensando en que, al ser uruguayo, dado que el M1-9 había tenido en sus inicios unos contactos con los tupamaros, antes de surgir como organización a raíz del fraude de las elecciones de Rojas Pinilla y Pastrana, que es cuando se conoce oficialmente el M-19.
Pero a Carlos Horacio Urán, que era de unos grupos de teología de la liberación, lo mismo que Ana María, los militares lo relacionaban –equivocadamente- con esos antecedentes, lo que posiblemente explique por qué estaba en la sesión de los guerrilleros.
Todas las evidencias que conoce después la Fiscalía, que terminan en las sentencias de las jueces tercera y 51, son por desaparición forzada de estas 13 personas y por torturas a tres que sobrevivieron pues, para el momento de los fallos judiciales, de esos desaparecidos solo se recuperaron el cadáver de Urán, ahí mismo en la morgue, y 16 años después, en 2001, el cadáver de Ana Rosa Castiblanco ,que era asistente de cocina de la cafetería, que se encontró en una fosa común del Cementerio del Sur. Entre los que quedan pendientes, está el de la guerrillera Irma Franco.
Es la única persona que desde el principio, por pruebas, incluso en los mismos tribunales militares han tenido que decir que fue desaparecida, pero respecto a los otros, siempre han negado la desaparición forzada. Elloseran 3 visitantes y 7 empleados de la cafetería, personas inocentes, que no eran cuadros del M-19 y sin embargo parecen que fueron torturadas, lo que explica la desaparición forzada por sospecha, porque ese día, de las casi 400 personas que había, 94 murieron.
Entre quienes estaban en el Palacio, murieron 11 magistrados de la Corte Suprema de Justicia y de los 35 guerrilleros (25 hombres y 10 mujeres) solos se sabe con certeza de dos mujeres, Clara Elena Enciso, que apareció viva y la otra, Irma Franco, de quien siempre se ha reconocido que fue desaparecida.
Ese día, los que salían pasaban a la Casa de Florero y de allí a locaciones militares como la Escuela de Caballería; esta estuvo encargada de sacar información, además que unos 15 días antes, el M-19 había hecho un atentado en el que salió herido el comandante del ejército, el general Rafael Samudio Molina. Entonces, estaba todo enfocado contra ellos, a sacar la máxima información posible y a obtenerla mediante tortura, algo que tampoco es insólito, que venía dándose como una práctica sistemática para obtener información, ante la precariedad de la Inteligencia, que era mucho más débil que hoy, que está dotada de avances informáticos. Por eso, esa falencia se reemplazaba muchas veces por la técnica de la tortura
Ese fue el papel de la Escuela de Caballería y del coronel Plazas Vega, como su director, porque hubo testigos que declararon, como un suboficial, Bernardo Garzón y el cabo Edgar Villamizar Espinel, quienes se retractaron 15 años después, pero los jueces, muy sabiamente, dijeron: no, esa es la declaración que tomamos, la que fue hecha en caliente; en la retractada se nota que fue manejada después, posiblemente por estos personajes del ejército.
En ultimas, las condenas fundamentalmente fueron apenas dos de la justicia ordinaria; la justicia penal militar dijo quehabía una sola desaparición y tortura, pero el argumento fue que no había pruebas contra nadie específicamente; por lo tanto, determinaron cesación de procedimiento contra el jefe de la operación de Inteligencia en la Casa del Florero, coronel Edilberto Sánchez Rubiano, que hasta el día de hoy está libre porque la justicia ordinaria tampoco lo ha condenado.
La otra condena de la justicia ordinaria fue contra el comandante de la retoma, el general Jesús Armando Arias Cabrales a 35 años (confirmada ya por la Corte Suprema de Justicia), y al coronel Plazas Vega a 30 años (actualmente en casación en la Corte). El día que condenaron al coronel Plazas, el propio comandante del ejército, Alejandro Navas, se pronunció públicamente en contra de una declaración de un juez que tiene que ser respetada por todos los miembros del Estado, y dijo, a nombre de las Fuerzas Militares “el coronel Plazas es nuestro héroe”, él no es ningún culpable, es nuestro héroe”, es increíble que haya dado esa declaración pública por los medios de comunicación.
Finalmente, y con el objetivo de que el público pueda profundizar sobre los diversos elementos, hay algunos documentos. En principal es el informe de la Comisión de la Verdad que fue integrada por la Corte Suprema de Justicia, avalado por las altas cortes en Colombia. Ese es un informe muy importante, que llega hasta un punto, tiene temas de interpretación o de hechos que aún están pendientes; uno de ellos, el relacionado con la desaparición forzada en Palacio y un pronunciamiento más firme frente al hecho de las desapariciones. Pero es un documento central y es el referente más importante. En él hay algo que no está en discusión, la responsabilidad del M-19, cuál era la intencionalidad de esta organización y cuáles fueron las dinámicas de sus desaciertos. Sobre eso hay especulaciones e interpretaciones, algunos califican que fue una acción mercenaria, financiada por el narcotráfico para la destrucción de unos expedientes.
Desde adentro del M-19, se han encontrado dos aproximaciones, unos dicen que hubo un error técnico y que a si ese búnker del Palacio de Justicia hubieran entrado con todo el armamento, el ejército no hubiera ingresado y se hubiera dado la negociación y evitado el holocausto. Otra interpretación es que hubo una falla de diseño político, un planteamiento político desmesurado, completamente innegociable, que no podría tener ningún otro desenlace que el trágico. El hecho cierto es que este desacierto ocasionado por el M-19 no solo tuvo repercusiones dolorosas en el Palacio sino también efectos muy graves en la historia siguiente en el país.
Por otro lado, se arguye que la retoma fue una operación planeada, consentida, que fue retirada la guardia, la vigilancia policial y todo tipo de custodia del Palacio para permitir la entrada del M-19. Por eso, los tanques llegaron desde el Cantón Norte como en un cuarto de hora, y en esa lógica fue que se desarrolló la gran tragedia, porque hubo una determinación política militar.
Otras razones que se argumentan proponen que era una retaliación por las afrentas del M-19 a las Fuerzas Armadas, por acciones como el robo de las armas en el Cantón Norte, pero el hecho cierto y contundente es que hubo una planeación sistemática de la operación de retoma, el M-19 fue descubierto totalmente y fue ‘ayudado’ a que se tomara el Palacio de Justicia. Eso concluye la Comisión de la Verdad.
Además, la Comisión contrasta el tratamiento de la toma del M-19, la de la Embajada Dominicana y la del Palacio de Justicia. Siendo Turbay el presidente de la fuerza, hubo un cuidado enorme y un control directo del jefe del Estado para la protección de los rehenes, porque eran diplomáticos de distintos países.
En cambio, en la segunda no importaron para nada los rehenes, habiendo entre ellos integrantes de las altas Cortes. La Comisión de la Verdad se atreve a decir que los militares querían cobrarles también a los jueces sus posiciones, porque el propio presidente de la Corte, Alfonso Reyes Echandía, siempre fue muy claro en sus tesis contra esta interpretación del artículo 121, de que los militares podían juzgar a civiles, porque había unas condenas del Consejo de Estado respecto a casos específicos y porque había pronunciamientos de jueces latinoamericanos sobre desapariciones anteriores. Desde el 82 también se había dado la desaparición de 13 personas, en su mayoría jóvenes estudiantes, por un crimen que se atribuyó al Movimiento Autodefensa Obrera; también en el 84 la desaparición forzada de Luis Eduardo Lalinde, del EPL, en Antioquia. Entonces los jueces empezaban a denunciar y la Comisión de la Verdad anota que había un resentimiento de los militares frente al poder judicial.
Sobre la responsabilidad de los más altos representantes del gobierno, en el 86, el procurador Carlos Jiménez Gómez denunció al Presidente Betancur y al ministro de defensa Vega Uribe, ante su juez natural, la Comisión de Acusaciones, que los absolvió, argumentando que el presidente no ordenó las desapariciones ni la retoma siquiera. Por eso, 30 años después, no hay una sola sentencia ejecutoriada.
Los episodios fueron dramáticos y, en buena parte, la manera cómo reaccionó el gobierno civil de Belisario Betancur correspondió a la sensación de inercia y desconcierto, que fue hábilmente aprovechada por quienes terminaron al mando del timonel del Estado.
Empecemos por la censura a los medios de comunicación electrónicos, al ordenar suspender todas las informaciones sobre lo que estaba ocurriendo en el Palacio de Justicia y dar instrucciones para que, en su lugar, se transmitiera un partido de fútbol.
Sobre ese tema, cuya principal responsable es la dirigente conservadora Noemí Sanín–en ese momento ministra de comunicaciones- he reflexionado mucho y he vivido diferentes situaciones emocionales a lo largo de estos 30 años. Mi primera reacción fue de mucha rabia, al ver cómo una ministra del ‘gobierno de la paz’, una mujer a quien conocíamos como decente, demócrata, se atrevía a dar esa orden a los medios de comunicación. Después de mucho dolor, porque eso pudo haber cambiado parte de los acontecimientos -si esas voces se hubieran escuchado de pronto algo hubiera diferente podido suceder-, he pasado a la compasión frente a lo que hizo Noemí Sanín.
Hoy creo que Belisario y muchos de sus ministros no supieron entender qué era lo que estaba pasando ni la dimensión de los hechos. En el fondo, tal vez ellos no se imaginaban que en 27 horas todo iba a terminar; supongo que pensaron -como muchos en el país lo hicimos cuando supimos de la acción, así como lo creyó el M-19-, que iba a ser otra especie de toma de la Embajada Dominicana, que durante sesenta días o más, se negociaría una salida incruenta y que, finalmente, todos estarían a salvo.
Compasión porque creo que esa sombra ha perseguido a Noemí Sanín hasta hoy; siempre ha surgido este tema cuando ha sido candidata, cuando ha aspirado a alguna posición pública. La verdad es que ella, hasta ahora, no se ha arrepentido; esperemos que algún día acuda a la Comisión de la Verdad y diga que se equivocó, que diga: no debí haber censurado a los medios porque defiendo los postulados de la democracia.
Otro conflicto relevante desde entonces, que no ha sido aclarado 30 años después, es el que se origina en la pregunta de ¿Cuál era el poder real que tenía Belisario Betancur en el país? ¿Tenía la capacidad de maniobra para parar el aparato militar dirigido por el general Miguel Vega Uribe (ministro de la defensa), quien –considero- terminó siendo el presidente de Facto de un gobierno militar no declarado? ¿Qué pasó al interior del gobierno el 6 y 7 de noviembre de 1985? Este debate, al que se suman muchos otros colombianos, generó hace unos años la publicación de un libro, ‘Ni Golpe de Estado ni Vacío de Poder’, de Jaime Castro, ministro de gobierno cuando sucedieron los hechos del Palacio. Según Castro, no hubo lo uno ni lo otro y Belisario siempre estuvo al mando.
Existe, pues, la tesis de que en esos terribles días se produjo un vacío de poder, que como el presidente no sabía muy bien qué hacer y todos estaban desconcertados ante la afrenta a la democracia del grupo insurgente -que quería tomarse el manejo del Estado después de juzgar al Presidente de la República-, el gobierno quedó paralizado, de tal manera que los militares optaron por tomar control y llenar temporalmente ese vacío. Y que como lo que sabían hacer era la guerra, entonces la hicieron.
La teoría que siempre he postulado y defendido es la de un golpe de Estado no declarado, que siguió a la que el Director del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, Camilo González Posso, ha llamado “dictadura civil” de los meses –o años- anteriores, desarrollada en un ejercicio mixto de poder desencadenado a raíz de la aplicación de teorías de la Guerra Fría –como la Doctrina de la Seguridad Nacional-, enseñadas a los militares con precisión por los norteamericanos en la Escuela de las Américas, y facilitadas por el permanente Estado de Sitio que rigió en Colombia durante casi todos los períodos de los mandatos precedentes a los hechos del Palacio de Justicia.
Según este análisis, las Fuerzas Armadas, encabezadas por el Ministro de Defensa, General Miguel Vega Uribe, se apoderaron del gobierno hasta que la toma se resolvió de una manera cruenta, y ya después Belisario recobró el mando (con un discurso desafortunado en la noche del ocho de noviembre en el que asumió toda la responsabilidad sobre la retoma).
Hay otras versiones, como la del coronel Alfonso Plazas Vega, hoy condenado a 30 años de prisión, quien en su momento formuló la frase más irónica de todas las dichas en esas horas, “salvando la democracia, maestro”.
Es decir que, desglosando lo expuesto por Plazas, si había que aniquilar a quienes se encontraran en el edificio para que el andamiaje democrático no se cayera, era preferible hacerlo que ‘arriesgar’ la democracia. Curiosa tesis.
¿Pero, realmente, hasta dónde tenía el mando Belisario? Los hechos indican que el papel jugado por él fue altamente deficiente. No de otra manera se explica que, retornada la calma, los militares pudieran apoderarse de la escena de los hechos, mover, lavar, eliminar pruebas, manipular cadáveres, reingresar al interior los cuerpos inertes de quienes habían sido vistos salir con vida (como al magistrado auxiliar de la Corte, Carlos Urán) y torturar a los detenidos al interior de los batallones.
Según reporte del periódico El Tiempo 22 de octubre de 2015, “Aunque el ministro de Justicia de la época, Enrique Parejo, solicitó el 7 de noviembre de ese año a la directora Seccional de Instrucción Criminal que enviara un equipo de jueces para que iniciara la investigación, las autoridades militares no les permitieron entrar al Palacio. Solo pudieron documentar que, contra todos los protocolos de investigación criminal, los soldados estaban barriendo el piso del edificio”.
¿De qué grosor era la venda del Presidente de la República, que no vio ni escuchó nada? Sentí que la tenía bien puesta para tapar sus ojos cuando, un mes después, lo visité en el Palacio de Nariño. Durante las semanas que siguieron a la retoma, al desenlace fatal de los hechos del Palacio de Justicia, hubo un ejercicio de persecución implacable contra periodistas, escritores, defensores de derechos humanos y artistas, muchos de los cuales perdieron sus puestos de trabajo o los acosaron, llevándolos a una especie de desplazamiento interno. Otra docena de colegas –entre quienes me incluyo, luego del allanamiento ordenado por el ministro de la defensa a mi apartamento- fuimos forzados al exilio.
Mi abogado, Gustavo Gallón Giraldo (fundador de la Comisión Colombiana de Juristas) y yo pudimos deducir que la orden para buscar armas pudo tener un objetivo más radical: desaparecerme, capturarme o matarme. Como estaba fuera de la ciudad, no pudieron conseguir su objetivo. Un centenar de periodistas firmaron una carta de rechazo a estos hechos y se reunieron con el presidente Betancur. Al día siguiente, cuando Belisario me recibió, junto con mi madre y mi abogado, yo solicité unas mínimas garantías para los académicos, intelectuales y defensores. Fue cuando Belisario me dijo que había podido interceder por mí “en esta ocasión, pero no habrá una segunda vez. No puedo hacer nada por ninguno de Ustedes. No puedo ofrecerles las garantías que Usted me pide”.
Si esto lo dijo el Presidente de la República, el comandante en jefe de las Fuerzas Militares, cabe la pregunta: ¿era él quien gobernaba? El general Vega, pues, continuaba al mando y solo se reinstauró el poder para los civiles, con la connivencia de las Fuerzas Armadas para que el statu quo no se modificara, el 7 de agosto de 1986, con un gobierno (Virgilio Barco) que es suficientemente conocido por los colombianos y por la comunidad internacional, como el periodo en el que el narcotráfico se fortaleció, el paramilitarismo se profesionalizó y se configuró la masacre contra movimientos, como la Unión Patriótica, y representantes de derechos humanos a lo largo y ancho del país.
Ese golpe de Estado no declarado nos permite cuestionar hoy por qué el presidente Belisario Betancur no tuvo la entereza dedenunciarlo y renunciar. Si así hubiera ocurrido, es probable que los líderes de gobiernos extranjeros, que la propia ONU, no hubieran permitido el desenlace que hoy, 30 años después, seguimos lamentando.
Eso fue lo que desencadenó la moderna y contemporánea violencia que todavía nos tiene en este momento negociando un proceso de desmovilización, que no será el único y tampoco será la solución a los problemas del conflicto colombiano. Pero, indudablemente, los hechos del Palacio de Justicia, la toma de poder militar no declarada y la inercia del presidente y su gobierno, cambiaron todo el fenómeno de la violencia en Colombia. Parodiando a Antanas Mockus, a partir de este episodio, se impuso el “todo vale” y eso es lo que nos tiene hoy en donde estamos.
Se rumora que Belisario Betancur escribió un documento que solo podrá ser revelado después de su muerte. Él mismo ha desmentido esta versión. Muchos colombianos anhelamos que solo sea un elemento distractor y que algún día, esté o no Belisario, los colombianos podamos conocer, de sus propias palabras, lo que realmente vivió en esos dramáticos meses.
Camilo González Posso es el presidente de Indepaz (Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz) y Director del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. Hace unas semanas compartimos una conversación, en uno de los eventos del Congreso Nacional de Historia. Fue la oportunidad para cumplir con el propósito de contextualizar los hechos del Palacio de Justicia. Estas fueron algunas de las reflexiones de González Posso:
Pretendía el M-19 que los acontecimientos evolucionaran de tal forma que ante su toma ocurriera algo parecido a lo de la embajada de Republica Dominicana, que se presentara una crisis, que se hiciera un manejo de los rehenes y propaganda. No sabemos, pero es probable que el diseño no fuera llegar hasta sentar al Presidente de la República en un juicio, sino que fuera una operación militar simbólica y pro publicidad. Sin embargo, los acontecimientos se presentaron de otra manera y a la toma violenta siguió la retoma con todas sus consecuencias.
“Hacer un recuento sobre antecedentes de gran trascendencia no justifican, pero si nos pueden dar algunos elementos para explicarlos. La justificación que dio el M-19 en la proclama (llamada por ellos Demanda Armada), en el alegato que presentó en el momento de la toma del Palacio de Justicia fue la de hacer un juicio por Traición a la Patria al presidente de la República por haber desconocido o traicionado los acuerdos que se habían firmado para buscar la paz de Colombia.
Con ese proceso de buscar una solución política negociada al conflicto armado (durante el gobierno de Belisario) comenzó un ciclo largo que se ha prolongado hasta hoy. Al momento de la posesión del nuevo gobierno de Betancur se venía de un periodo de una crisis institucional muy fuerte, eran las consecuencias o los desarrollos de la crisis del Frente Nacional, llegando al punto del establecimiento en Colombia de lo que podría denominarse un régimen de dictadura civil.
Eso fue parte de la discusión en esa época y la fase que siguió a la terminación formal del acuerdo bipartidista, porque de hecho, siguió un régimen político que no se acomodaba a los nuevos tiempos, una institucionalidad que hizo que incluso los voceros más representativos del poder político en Colombia, como Alfonso López Michelsen, dijeran “institucionalización o catástrofe” y reconocieran una profunda crisis de las instituciones y una suplantación de la promesa de una democracia representativa por los regímenes de Estado de Sitio permanente.
Pero además con una circunstancia muy particular, porque los años 70 estuvieron muy marcados por la revolución sandinista: una guerrilla, después de la revolución cubana, por primera vez en el continente comanda una gran insurrección popular y derrota un ejército y esto se hace en un momento de gran crisis de las políticas de seguridad de los Estados Unidos y después del colapso de la derrota en Vietnam. Eso se expresa en Colombia como un asentamiento de todos los mecanismos autoritarios y de políticas contra insurgentes, un Estado de Sitio permanente, una dictadura civil institucionalizada y una política contrainsurgente que ya venía desde los años 60.
Ese contexto dio lugar al fortalecimiento de los movimientos guerrilleros en Colombia; se podría decir que durante el Frente Nacional las guerrillas prácticamente desaparecieron, no hubo una amenaza guerrillera, hubo más contrainsurgencia que insurgencia en Colombia, el ELN fue desmantelado, el EPL también, las FARC se replegaron a una política de autodefensa y otras consideraciones tácticas del Partido Comunista.
La guerrilla, durante los años 60 y una parte de los 70 fue un fenómeno marginal de amenaza militar, pero muy real desde el punto de vista de las doctrinas contrainsurgentes que dominaban el panorama político. Pero entonces, estos acontecimientos que marcaron la situación suramericana y centroamericana, y de manera particular en Colombia, se reflejan con otras circunstancias, no solamente en un gran acenso de la lucha política sino en una composición y desarrollo de los movimientos guerrilleros.
Novedad en el escenario de la insurgencia fue el M-19, que irrumpió con tanta fuerza y tanta expectativa. Primero, porque surgió como una guerrilla urbana y en segundo lugar, porque por primera vez desde la izquierda, un movimiento guerrillero asume la bandera de la democracia. En el discurso marxista de los años 60 y 70, democracia era la dictadura de una clase y hacer la convocatoria a una insubordinación y rebelión en nombre de la democracia no tenía mucho sentido, pero ese es un elemento muy importante, acompañado de otras cuestiones, le da una proyección urbana supremamente grande, una realidad mucho más política que militar al M-19
De modo que cuando se inicia el gobierno de Betancur, ya se habían hecho muchas acciones muy imaginativas por parte del M-19, de mucho impacto, como el robo de las armas en el Cantón Norte (en la madrugada del primero de enero de 1979), como también la toma de la Embajada de Republica Dominicana, en 1980. Tuvieron un movimiento tan vigoroso que, en pocos años, toda su dirección fue metida a la cárcel; era muy particular, porque su mayor tribuna política no fueron en ese periodo las armas, sino los procesos penales, los tribunales militares.
Entonces, cuando Betancur llega al gobierno, asume una política muy decidida de paz, propone una amnistía distinta a la que había propuesto Turbay a finales de su gobierno. La de Belisario fue redactada por Gilberto Vieira y Gerardo Molina, de manera muy amplia, no incondicional, porque se planteó que no beneficiaría a responsables de ejecuciones fuera de combate ni asesinatos a personas civiles y una serie de restricciones, pero fue supremamente amplia.
Con esta amnistía, salió la cúpula del M-19 de la cárcel. En un principio plantearon una desconfianza frente a la política de Betancur, de modo que cuando Betancur plantea la posibilidad del diálogo, primero concreta ese dialogo con las FARC, y se firman los acuerdos de la Uribe, y luego concreta con el M-19 y el EPL, dando un escenario distinto al de la Uribe que se llamó el “Diálogo Nacional”. La diferencia entre los dos era que el acuerdo de la Uribe era para la paz, con un itinerario que era así: Se hace un cese bilateral al fuego, se va democratizando el país, emerge un movimiento político (que fue la Unión Patriótica) y en la medida en que se va democratizando y ascendiendo la política desde la iniciativa de las FARC, se va disminuyendo la estructura militar que pasa a autodefensas, a milicias, y luego se disuelve, tiene una mutación gradual en un proceso de desmovilización.
En cambio, con el M-19 lo que se hizo fue un acuerdo del gobierno nacional para mirar las condiciones y ofertas que se hacían desde el régimen, las posibilidades de transformación democrática, y sobre esa base si plantearse una posibilidad de tránsito a la desarticulación del movimiento guerrillero. Fueron dos planteamientos diferentes.
Estos diálogos se dieron en el Congreso de la República y en otras partes del congreso del país sobre multiplicidad de temas, hubo un colectivo muy grande de personas y una iniciativa política muy fuerte del M-19, con campamentos de paz en las ciudades y algunos incidentes emblemáticos, como lo fueron los avatares en la convocatoria del Congreso de Los Robles en el Cauca (febrero de 1985) y en esa zona se desarrolló uno de los enfrentamientos más críticos en ese periodo, que fue un poco antes, en Yarumales (en diciembre de 1984), con bombardeos y una batalla campal impresionante, que es digna de todos los análisis militares y el proceso, a su vez, que desató la tregua tuvo todo tipo de inconvenientes
En el Congreso de Los Robles, el M-19 discute el camino a seguir y lo que define es que la posibilidad de que el Diálogo Nacional desemboque en un acuerdo de paz está lejana y decide una estrategia de acciones militares, de ofensiva militar, principalmente sobre las ciudades. Eso evoluciona rápidamente hacia la ruptura, el planteamiento que hace el M-19 señalaba que el gobierno de Betancur había atacado el campamento en Yarumales, había roto la tregua, había sucedido el atentado a Antonio Navarro Wolff (en mayo del 85), el asesinato de varios dirigentes del M-19
Todo ese acumulado lleva a la decisión de anunciar la ruptura del diálogo por parte del M-19 y luego la determinación de hacerle un juicio al régimen. Por eso, toman la decisión de una operación transcendental, que es tomarse el Palacio de Justicia y pedirle a la Corte Suprema de Justicia que cite al presidente, lo juzgue y de esa manera promover una condena al presidente.
Pretendía el M-19 que los acontecimientos evolucionaran de tal forma que ante su toma ocurriera algo parecido a lo de la embajada de Republica Dominicana, que se presentara una crisis, que se hiciera un manejo de los rehenes y propaganda. No sabemos, pero es probable que el diseño no fuera llegar hasta sentar al presidente de la República en un juicio, sino que fuera una operación militar simbólica y pro publicidad. Sin embargo, los acontecimientos se presentaron de otra manera y a la toma violenta siguió la retoma con todas sus consecuencias.
“
Todo ese acumulado lleva a la decisión de anunciar la ruptura del diálogo por parte del M-19 y luego la determinación de hacerle un juicio al régimen.
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Utopicos.com.co presenta hoy extractos del capítulo del libro A bordo de mí misma, publicado por nuestra directora Olga Behar @OlgaBehar1 (Ícono Editorial, noviembre de 2013), que permite entender la atmósfera que se respiró en momentos previos y durante los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985.
Noviembre de 1985 llegó en alta tensión. La guerrilla se había replegado después del fracaso del proceso de paz y los militares estaban engatillados, con las armas listas para actuar. Dos días antes de comienzos de mes hubo un evento que puso mi vida, verdaderamente, en un gran peligro. Como presagio de lo que sucedería cinco semanas después y que me obligaría a salir del país, exiliada.
Me encontraba en Cali, visitando a mi familia. A mi papá se le ocurrió que fuéramos a un desfile de modas que se realizaría en uno de los grandes salones del Hotel Intercontinental. Ese tipo de actividades no eran muy de mi agrado, pero como mi papá se movía en el medio de la confección y la moda, decidí darle gusto y acompañarlo.
-Además, podrás ver a tu amiga Amparo Peláez; ella es la presentadora. No solo estaba Amparo. Había una buena cantidad de periodistas, varios de los cuales transmitían el evento por radio. En algún momento mencionaron que yo me encontraba entre los asistentes y, por esas cosas ridículas de la vida, alguien en una de las montañas del Cauca estaba escuchando esa transmisión. -Comandante: creo que ya encontramos la solución al problemita de los soldados. -Explíqueme, compañero- le pidió Álvaro Fayad. -Dijeron por radio que la periodista Olga Behar está en Cali. No es sino buscarla y que se venga con otros periodistas a bajar a los prisioneros. A la mañana siguiente, un miembro del M-19 solicitó verme en la portería de la edificación donde estaba ubicado el apartamento de mis padres. Decidí pedirle que camináramos por la vera del Río Cali, justo enfrente del edificio. Así no despertaríamos sospechas en ese inmueble habitado por gente de la más rancia sociedad caleña. -Olga, el comandante Fayad necesita que usted y una comisión de periodistas suban a hacer una gestión humanitaria. -Uy, de malas, salgo esta tarde para Bogotá. Mañana tengo trabajo. -De verdad, es importante. Usted sabe que se viene una arremetida fuerte por la ruptura del proceso de paz, se nos están acercando mucho y necesitamos resolver un problemita. -¿Pero, de qué se trata? -No le puedo dar más información. Solo le pido que dentro de dos horas esté en ‘Tardes Caleñas’. El resto de la comisión lo estamos integrando. De verdad, es una misión humanitaria de urgencia. -Y si es un asunto humanitario, ¿por qué no llaman a la Cruz Roja? -Ya se hizo la gestión y no quisieron. La cosa está peligrosa. ¿Y si está peligrosa, por qué cree que yo voy a ir? -Pues porque usted es berraca. -¿Y el camarógrafo? No tengo a nadie en Cali. -Cómo se le ocurre que vamos a dar semejante visaje. Toca sin cámara.
A ‘Tardes Caleñas’, el estadero del sur de la ciudad en donde se comía el mejor pandebono y se tomaba la mejor lulada, llegaron también otros periodistas de la ciudad y de Bogotá. En total, la tal “comisión humanitaria” quedó compuesta por cinco personas, mas los guerrilleros vestidos de civil, entre los que se encontraba “Anita”, una mujer mayor, muy dinámica y habladora. Cinco horas después estábamos frente a frente con Álvaro Fayad.-Hermana, siquiera vinieron. Todos ustedes son muy valientes. Sé que son capaces de dar sus vidas por las personas a quienes les voy a presentar. Mandó a traer a tres jóvenes de buen semblante, pero con cierta actitud nerviosa. No logré detectar su origen, por las prendas civiles que llevaban y el hecho de que ya les había crecido el pelo.
-Compañeros soldados. Tengo el gusto de informarles que hoy mismo ustedes quedan en libertad. Aquí está la comisión humanitaria que los va a bajar. Sorprendidos y muy conmovidos, los soldados nos abrazaron y nos agradecieron efusivamente. Seguidamente, uno de ellos preguntó: -Comandante, el problema es ¿qué tal que nos descubran en el camino y nos maten para echarles la culpa a Ustedes? -Tiene usted toda la razón. Pero no se preocupe, que eso lo cuadramos nosotros. Alístense, no lleven pendejadas, solo lo que quieran conservar. Mientras los muchachos organizaban su precario equipaje y se despedían de sus captores, Fayad dio respuesta a muchos de los interrogantes que comenzaron a cruzar por nuestras mentes: -Compañeros periodistas. Hace dos meses, en un operativo dirigido por el comandante ‘Oscar’, fue derribado un helicóptero. Hubo varios militares que murieron y estos tres fueron tomados como ‘prisioneros de guerra’. Pero como Ustedes lo entenderán, el momento es difícil para nosotros y no podemos estar moviéndonos con ellos. Además, ya se cumplió el objetivo político, no nos vamos a volver secuestradores de estos pelados, ¿de qué nos sirve tenerlos acá en el monte? Bueno; ahora quiero explicarles cómo va a ser la operación de liberación de ellos. Tiene razón el soldado cuando dice que tienen que entregarlos en un sitio seguro. El jeep ya está listo. Pero va a ir una avanzada de dos compañeros en moto para ir mirando el camino; así evitamos que caigan en un retén, porque esto está muy complicado.
Nos despedimos rápidamente porque ya iba cayendo la noche y sabíamos que la jornada sería larga y difícil. Nunca me imaginé que ese abrazo presuroso sería el último que me daría el Turco Fayad, quien moriría cinco meses más tarde en un operativo de la Policía, nunca aclarado jurídica ni políticamente. Comenzó una jornada de ocho horas esquivando retenes del ejército y de la policía, de algunos trayectos de jeep y otros a pie en la oscuridad absoluta en medio de cañaduzales del norte del Cauca y del sur del Valle. A las tres de la mañana entramos a territorio caleño, sin saber muy bien qué hacer con estos pobres muchachos, que todo el tiempo hablaban de su agradecimiento eterno, pero también de un extraordinario temor a sus propios superiores. -¿A dónde los llevamos, muchachos? -A la Cruz Roja- dijo uno de ellos. -A un noticiero- dijo otro. Ninguna de las dos ideas nos sonó. ¿A la Cruz Roja, después de que se había negado a ir a recogerlos? O ¿a un noticiero vacío a esa hora de la madrugada? De repente, a uno de los periodistas de la radio local que iba en el grupo se le ocurrió que nos encamináramos hacia la parroquia de uno de los sacerdotes más populares de la ciudad. -Él sabrá qué hacer. En efecto, cuando el padrecito de El Templete -medio dormido todavía- nos abrió la puerta de la casa cural, supe que habíamos tomado la decisión acertada. -Muchachos, bienvenidos. Ya les preparo algo de comer. Y ustedes, periodistas, váyanse a dormir, que yo me encargo de todo. -¿Qué va a hacer, padre? -Mire, mi niña, si yo llamo ya a la Brigada, se los llevan y quién sabe qué hagan con ellos. Y yo me gano amenazas e intimidaciones para que me quede callado. Lo mejor será que descansemos todos y a las seis y media de la mañana yo llamo a los noticieros. Los soldados nos pidieron estar allí a esa hora. Sobre las siete de la mañana, tuvimos nuestros minutos de fama y luego nuestras horas de zozobra, cuando nos interrogaron con cierta agresividad para tratar de descubrir si había algo irregular en todo lo sucedido. Recibida la información en Bogotá por el ministro Vega Uribe, su aversión hacia mí se intensificó aún más. El ministro de la Defensa Nacional estaba a punto de perder la paciencia.
*** El lunes cuatro de noviembre amaneció lluvioso. “Qué jartera, mi primer día de licencia y me recibió con agua”. Había pedido permiso no remunerado por una semana al Noticiero 24 Horas, para preparar el lanzamiento de mi primer libro, “Las Guerras de la Paz”, que publicaría Editorial Planeta ese viernes. Las tareas diarias en mi actividad como reportera no me permitirían adelantar toda la gestión en medios de comunicación por lo que mi jefe, Mauricio Gómez, estuvo de acuerdo en que me ausentara durante esa semana laboral.
El director del Noticiero 24 Horas era otra de las cinco personas que sabía de mi aventura literaria. Es más, le parecía interesante que yo hubiera decidido reunir reflexiones y testimonios que por asuntos de tiempo o de política editorial, no salían en los medios de comunicación. Siempre consideró Mauricio que yo escribía bien y me alentó a que produjera algo más que algunas páginas de los libretos que a diario elaborábamos para la emisión de las siete de la noche. Con Mauricio Gómez y un equipo muy profesional y balanceado políticamente, teníamos casi a diario batallas campales por las posiciones que asumíamos los unos y los otros frente a las temáticas de la política y la violencia. Casi siempre ganaba la información y con frecuencia yo salía triunfante de la reunión. Aunque después, hacia las once de la mañana, se hacía el silencio en la redacción y todos esperábamos, nerviosos y con el sable desenfundado, la finalización de la charla entre nuestro director y su padre, Álvaro Gómez Hurtado.
Aunque Gómez Hurtado era el embajador de Colombia en Washington, siempre sacaba unos momentos para hablar por teléfono con su hijo. En las charlas no faltaban el análisis y la discusión sobre el contenido del noticiero. A veces, Mauricio colgaba y cuando abría la puerta de su oficina, sabíamos que ardería Troya. O nos tumbaba nuestro tema del día, o había algún tipo de modificación en el concepto editorial. Por supuesto, alegábamos y vociferábamos, pero si papá lo había dicho, era el fin de la conversación. He de reconocer que en muchas ocasiones, Mauricio utilizaba nuestros argumentos y le ganaba la batalla a su propio padre.
Para mí, ese ambiente era un alimento intelectual que degustaba con fascinación. Nunca me incliné por el camino fácil. Y cuando los argumentos tenían un espacio, era definitivamente tentador dar las peleas. Casi siempre contaba con el apoyo de Javier Darío Restrepo, ese gran periodista y mejor ser humano que hizo sólidos mis mandamientos éticos durante los dos años que tuve el privilegio de trabajar a su lado. Y en Amparo Peláez encontré a una hermana que siempre me acompañó en los éxitos y en los sinsabores profesionales y personales. Ambos disimulaban mis ausencias, cuando estaba haciendo alguna entrevista para el libro o buscando el documento esquivo. Y bromeaban cuando simplemente le anunciaba a Mauricio que me ausentaría por uno o dos días –o quién sabe cuántos-, asegurando que por ahí tenía un “tinieblo” en provincia y que me dejara disfrutar de las mieles del amor. Ellos también sabían y compartían mi secreto: el libro era el que me quitaba el sueño.
Con Mireya Fonseca, Editora de Planeta, se convino que el lanzamiento sería el viernes ocho de noviembre de 1985, a las siete de la noche. Uno de los mejores amigos de mi padre, el empresario paisa Jaime Posada, ofreció el salón principal del Hotel Belvedere, de su propiedad, para el evento. Hasta grupo vallenato contratamos para esa noche. Era mi entrada al mundo de las letras y yo sentía que por fin, mi verdadera vocación era un sueño cumplido.
Durante ese lunes lluvioso y todo el día martes visité medios de comunicación. Los periodistas con quienes hablé aceptaron a regañadientes el embargo de la información hasta el viernes. El miércoles seis de noviembre tenía tal vez la cita más importante. Antes de mediodía me recibirían en la revista literaria dominical de El Tiempo. En aquella época, salir en ese diario era como lograr la joya de la corona; y más aún, si las páginas literarias acogían mi escrito.
Como era mi costumbre, tenía la radio encendida. Pasadas las once de la mañana, escuché el extra de Caracol, anunciando que algo pasaba en el área de la Plaza de Bolívar y que se creía que el M-19 se había tomado el Palacio de Justicia. Fue un momento de mucho desconcierto para mí. Me preguntaba por las motivaciones de esta acción y temía consecuencias funestas. Aunque el M-19 había sorteado con éxito otras batallas, como la toma de la Embajada Dominicana, en esta ocasión sentí que habían ido demasiado lejos. Los altos mandos militares estaban con deseos de guerra reprimidos y esto estallaría como un volcán. Claro, nadie medianamente lúcido hubiera imaginado que el contra ataque sería tan feroz, despiadado e irracional. Pero lo fue y durante las siguientes 28 horas viví, con angustia y desespero -al igual que la mayoría de los colombianos- el episodio más triste de nuestro país,. Allí murieron tantos buenos amigos, tantos conocidos y, sobre todo, tantos colombianos inteligentes y capaces, que nuestra patria aniquiló de tajo a una generación que pudo haber contribuido a forjar un país mucho mejor que el que tenemos.
Cuando comenzaron a entregarse las listas de muertos y desaparecidos, sentí que yo también moría un poco. Siempre se nos ha dicho que debemos ser objetivos, que nuestra misión es ver los toros desde la barrera. Pero en esa desgraciada jornada entendí que el periodista suele tener una máscara de ausencia de emociones, de neutralidad, hasta cierto punto de indiferencia. Y que yo, ese papel no lo jugaría nunca más. Desde esos hechos infaustos, abracé el periodismo comprometido, el periodismo de autor.
Saber que el magistrado Manuel Gaona Cruz –que semanas atrás me había hablado con tanto cariño de sus bebés- estaba muerto, produjo en mí un gran dolor. Contertulio (con menos frecuencia de lo que yo hubiera querido) sobre temas de libertad, de paz y de democracia, era para mí un adalid de la justicia. También estaban otros magistrados de la Corte Suprema de Justicia y consejeros de Estado con quienes había tenido contacto con cierta regularidad. Los admiraba y respetaba. Sabía de sus altos valores morales y de su lucha contra la corriente, contra las violaciones de los derechos humanos y los golpes a la democracia que se estaban dando durante esos años.
Pero también estaban los miembros del comando del M-19, varios de los cuales habían contado sus historias para mi primer libro, Las Guerras de la Paz. Allí estaban Lucho Otero, Andrés Almarales, Alfonso Jacquin y se decía que algunos otros como Vera Grabe y Rafael Arteaga –quienes luego se supo, no habían entrado al Palacio-. También estaban muertos o desaparecidos seguramente muchos otros a quienes nunca identificaría, pero que era probable que hubiera conocido durante mis visitas a los campamentos guerrilleros.
Tanta gente joven, brillante, entregada a sus ideales. Muchos inocentes, otros equivocados que no tuvieron la opción de la rendición y de un juicio justo. Creo que, aparte de los procesos políticos y jurídicos, aparte del juicio de la historia, algún día se deberá hacer un análisis de cuánto perdió Colombia con una generación mutilada y los principios democráticos cercenados. Fue el comienzo del “todo vale”, de la sentencia maquiavélica “el fin justifica los medios”, del “salvando la democracia, maestro”. Después de los hechos del Palacio de Justicia, Colombia se acostumbró a las soluciones de fuerza, irracionales y desmedidas. Las organizaciones guerrilleras traspasaron las fronteras de la ética, llegando incluso a mezclarse con la producción de drogas alucinógenas, asesinando fuera de combate, secuestrando a diestra y siniestra.
Por su parte, el Estado se creyó el cuento de que era necesario combatir a la guerrilla creando ejércitos paralelos. Y si para derrotar a los “terroristas” era necesario hacer masacres, asesinar selectivamente a los líderes de la oposición y tomarse las mejores tierras del país sacando de ellas a los supuestos auxiliadores de la subversión, esos eran los caminos que había que transitar. La cruenta solución al Palacio de Justicia trastocó todos los valores y generó la espiral de violencia de la cual todavía hoy no hemos logrado librarnos.
Pero esa noche del siete de noviembre de 1985 todavía no se vislumbraban tan fatídicas consecuencias. El país, desconcertado y agobiado, lloraba a los muertos del Palacio de Justicia. Durante los siguientes días, solo tuve cabeza para ayudar a las familias a encontrar a sus seres queridos. Fui con mi camarógrafo al Instituto de Medicina Legal, a pedirle al director –un alemán insensible y antipático- llamado Egon Lichtenberger, que me dejara filmar a los muertos, con el compromiso de que no los exhibiría en el noticiero (sobraba la aclaración, pues nunca lo hubiera hecho, pero con la clase de colegas que a veces tenemos…). Al principio se negó rotundamente. -No tengo autorización. -Pues consígala. -Usted a mi no me da órdenes. -Tiene razón, pero cuando le caiga la Procuraduría por haber enterrado en fosa común a quienes podrían haber sido identificados, no se queje. Al final accedió. Es la experiencia más macabra que he vivido. Acompañé a mi camarógrafo y presencié cómo sacaban, una a una, las bandejas de las neveras. Con dolor observé cada cuerpo inerte; allí había una historia de vida y muchos familiares buscando a ese ser perdido. Finalmente nos llevaron a una mesa metálica larga, sobre la que habían depositado unas bolsas negras. -Estos son los calcinados. Apenas abrimos una, tuvimos que cerrarla de inmediato. Los cuerpos quemados, destrozados, las partes amontonadas sin orden alguno en la bolsa de basura, irreconocibles a la vista, fueron el fin para nosotros. Nos miramos, camarógrafo y yo, con los ojos llorosos y decidimos salir de allí. A partir de ese momento, infinidad de personas pasaron por nuestro noticiero, para ver las imágenes y tratar de encontrar a su familiar perdido. Creo que en algunos casos, lo lograron. Pero una buena parte terminó en la fosa común del Cementerio del Sur, con la desafortunada circunstancia de que, una semana después, terminaron encima de ellos decenas de muertos por la tragedia de Armero1. ¿Por qué transportaron estos cuerpos desde el Tolima hasta Bogotá? Nunca he escuchado una respuesta coherente; siempre he pensado que fue una decisión deliberada, para sepultar doblemente a los muertos del Palacio de Justicia. Para sepultar la verdad. Por supuesto, el lanzamiento Las Guerras de las Paz, realizado el viernes 8 de noviembre, a las 7 de la noche, parecía más un velorio que un evento cultural. Por razones obvias, la música fue cancelada y lo que se respiró esa noche en el Hotel Belvedere fue más el aliento de quienes queríamos estar acompañados, para llorar juntos las tristezas de ese amargo noviembre.
1.El 13 de noviembre de 1985 hizo erupción el Volcán-nevado del Ruiz y la mezcla de lava, deshielo, piedras y lodo produjo una avalancha que destruyó a la población de Armero, dejando casi treinta mil muertos.
En nuestra entrega de hoy, reproducimos el capítulo XI del libro Noches de Humo, de nuestra directora Olga Behar. @olgabehar1
Comenzaron a sentir el calor y la falta de oxígeno. -Mi capitán, esto está ardiendo. -¿Qué hacemos? Como pudieron, acabaron de revisar el cuarto piso, en donde no quedaba nadie vivo. Salieron del área de oficinas para intentar bajar, pero un grupo de guerrilleros los recibió a bala en el tercer piso. Decidieron buscar la escalerilla que conduce a la azotea, que permanecía oculta por la puerta de metal que un rato antes habían destruido los efectivos del GOES para penetrar el cuarto piso. Ascendieron y, desde allí, los impresionó la dimensión del incendio, que consumía las entrañas de esa mole de mármol, cemento y madera, llamada Palacio de Justicia. Mientras los policías esperaban su evacuación, el fuego consumió parcialmente algunos cadáveres, entre ellos el del Presidente de la Corte, Alfonso Reyes Echandía, y los de los restantes integrantes de la Sala Penal, que habían compartido con él las once catastróficas horas finales de sus vidas.
Claudia no supo exactamente a qué hora empezó el incendio. Como estaba oscuro, era imposible calcular el tiempo y ella no miraba el reloj.
De pronto, empezaron a sentir un calor infernal, cada vez que abrían la puerta del baño se entraba un aire ardiente y se colaban los gases, como si estuvieran allí comprimidos.
‘Pedro’ le comentó al magistrado Gaona Cruz, que en una oficina cercana había una línea telefónica en funcionamiento. Gaona se acercó a Almarales y le planteó: -Quiero hablar por teléfono con amigos míos, que algo podrán hacer ante esta emergencia. -¿Con quién piensa halar, doctor? -Con Oscar Alarcón, compañero de oficina mío, y con el doctor Fernando Hinestrosa, el rector del Externado. Almarales aceptó y decidió salir junto con Gaona y ‘Pedro’ hacia ese teléfono. Tardarían una media hora, después de la cual regresaron tiznados y sudorosos. Había tenido que arrastrarse para escapar a las ráfagas. Después de un penoso trayecto, habían podido entrar a la oficina, pero ya el teléfono estaba descompuesto. Emprendieron regreso al baño y llegaron ahogándose del calor y del humo, porque el incendio ya era muy intenso.
Un rato después, golpearon a la puerta. Claudia abrió y encañonó al que se presentaba. En ese momento entró un calor que le quemó todo el cuerpo. Quedó haber quedado envuelta en candela. Era inexplicable la forma como lo guerrilleros seguían aguantando afuera el endemoniado tropel. Como estaban justo encima de la cafetería, no veían las llamas, pero el incendio lo sofocaban.
Empezó a faltar el aire, la gente no podía respirar y se desesperaba. Los heridos y algunos civiles perdieron el sentido. Claudia seguía vigilando, de pie y, en un momento, se le cayó el fusil. Se asustó mucho, al igual que todos los demás. No sentía ni miedo ni cansancio, solo la angustia terrible de la falta de aire y pensaba que morirían asfixiados. Con dificultad, Claudia llenó dos cubos de agua, uno para los guerrilleros que seguían combatiendo y otro para mojar los pañuelos de los civiles. Al agacharse para humedecer uno de ellos, se fue encima de la gente, pues la debilidad ya no le permitía mantenerse en pie. Trataba de sacar fuerzas de donde no las tenía. Otros civiles más perdían el sentido y Ariel, el mando militar de esta área, le propuso a Almarales dar la orden de salir del baño, para trasladarse a un piso más abajo. Ya Ariel Sánchez no cubría flanco, sino que controlaba esta área, porque estaba muy malherido. Claudia estaba tan agotada, que no pudo caminar, guardó el walkietalkie y el radio en el morral, que dejó en el piso, con la esperanza de poderlo recuperar después, y se arrastró con el resto de sobrevivientes.
En el trayecto, divisó una ventana. No pudo resistir la tentación de mirar a través de ella. Vio la Plaza de Bolívar. El cielo estaba oscuro, muy oscuro. Caía un aguacero torrencial y el agua, a borbotones, golpeaba la marquesina del Palacio de Justicia. No se veía tropa. Siguió avanzando, por los resquicios se veía el interior de algunos salones. El piso estaba completamente mojado.
Y llegó a sus ojos una imagen dantesca, que nunca lograría borrar de su mente: ‘Pedro’, fusil en una mano y una manguera en la otra, intentaba desesperadamente extinguir el fuego: cubría a todos los que pasaban con su fusil, mientras peleaba contra las inesperadas llamas. Vio su hermosa cara iluminada y a varios de sus compañeros completamente negros, empapados en sudor y sin una sola herida, batallando sin parar.
Por fin llegaron al baño. Lo encontraron totalmente inundado, porque los muchachos intentaban apagar el fuego con las mangueras y mojaban todo el piso. Aunque había dejado los elementos indispensables para seguir buscando la comunicación, lo que la obsesionaba eran los heridos, a quienes no había podido jalar, debido a su propia debilidad física. No creía que pudieran sobreponerse allá, en el baño de arriba -desvalidos y solitarios- al drama del incendio. Claudia se recostó contra la puerta, casi desmayada. ‘Bernardo’ entró y le pidió salir a reforzar una posición de combate. Le contestó: -No puedo, me estoy cayendo. Él le reclamó: -Qué falta de colaboración-. Almarales intervino para hacerle caer en cuenta que Claudia no era físicamente capaz ni de pararse y mandó a ‘Natalia’. A los pocos minutos regresaba ‘Natalia’, encalambraba. Enseguida, llegó un guerrillero con el equipo de campaña de Claudia. Sacó el radio y el walkietalkie e intentó lograr comunicación. El radio estaba empapado y ya inservible. El walkietalkie sí funcionaba, pero nadie respondió.
Este baño estaba mucho más fresco y se podía respirar. Encontraron a otra gran cantidad de civiles, que habían sido reunidos por los guerrilleros hacía mucho rato. Se trataba de quienes, horas atrás, gritaban: “somos rehenes, no disparen”. Los magistrados les indicaron que sus voces se escuchaban desde el baño de arriba, seguidas de intensos rafagueos.
La gente se moría de sed y los guerrilleros que estaban combatiendo ya se habían comido las pocas naranjas que habían llegado a sus manos. Claudia no quería gastar la escasa agua destilada del equipo de primeros auxilios, pero los rehenes le decían: -Mona, regáleme aunque sea una gotica de agua.
Sintió lástima y abrió una de las bolsas, que repartió entre los que pudo. Ella no tomó ni una gota, aunque no resistía la sed.
En el nuevo grupo estaba el magistrado Reinaldo Arciniegas. Al ver a sus colegas Humberto Murcia Ballén y Manuel Gaona, se puso feliz y los abrazó efusivamente, se dieron ánimo mutuamente, en un diálogo en el que resaltaba el tuteo familiar. Todos los presentes se fueron recuperando, pues allí no se sentían tan fuertemente las consecuencias del incendio.
Después de medianoche, dieron la orden de volver a subir.
El incendio había sido sofocado. La orden se debía a que ya el baño de arriba estaba en buenas condiciones y el de abajo era vulnerable a los tanques, que recorrían el primer piso, de lado a lado.
Al regresar, encontraron a los heridos, vivos, tendidos en los lavamanos, tal y como los habían dejado. Nadie se explicaba cómo sobrevivieron en ese cuarto hirviendo y sin oxígeno. Tal vez, al salir la mayoría de la gente, se despejó el ambiente y pudieron respirar mejor. Los reacomodaron en las largas mesas de mármol en las que estaban empotrados los lavamanos, les aplicaron inyecciones, los lavaron, les dieron a beber agua destilada y los muchachos se fueron recuperando. Ya los civiles se sentían mejor, también. Claudia recobraba las fuerzas, pero comenzó a hacerle mella el cansancio, se dormía parada. Para evitarlo, sacó el primer cigarrillo que quería fumar desde el inicio de los acontecimientos. Lo encendió nerviosamente, pero una de las aseadoras le pidió: -Mona, por favor, apague ese cigarrillo, aunque ya pasó todo, todavía nos cuesta trabajo respirar, aquí no hay aire puro.
Claudia pidió disculpas y lo apagó.
*** El magistrado Hernando Tapias Rocha tomó por fin la decisión de salir de su despacho, ubicado en el costado norte del tercer piso. Si no fuera por el ahogo, producto del humo, y el calor incinerante, se hubiera quedado así, acostado sobre el tapete, a la espera del fin de los acontecimientos. Casi no se había movido en las crueles nueve horas de soledad cautiva, pero ahora tenía que gritar: “soy Hernando Tapias Rocha, magistrado de la Sala de Casación Civil de la Corte”. Tres guerrilleros lo recibieron en el pasillo y le dijeron: -Vamos a llevarlo a un baño, en donde encontrará a varios colegas suyos y a un buen número de civiles. Vamos rápido doctor-. Segundos después, los hallaría en el baño de la muerte. *** ‘Rambo Criollo’ miró su reloj de nuevo. Eran las diez y cincuenta de la noche. De pronto comenzó el incendio. Soldados y policías iniciaron un vertiginoso descenso. Para ‘Rambo Criollo’, el fuego surgía en la esquina de la carrera séptima con doce. El capitán dijo: “Bueno, a bajarse todo el mundo”. El teniente Mejía ordenó: -Nosotros quedémonos aquí mientras pasa el incendio. Había mucho humo y empezó el pánico colectivo: -Manden bomberos, para que apaguen esta vaina- gritaban desesperados. Lo que no podían ni imaginar es que los guerrilleros estaban cerca del sitio donde se había originado el incendio y comenzaron a escalar, al no poderlo apagar con los extinguidores. Subían empujados or el fuego. Cuando iban a bajar los últimos soldados –grupo en el cual se encontraba ‘Rambo Criollo’- se produjo el encuentro y fue un enfrentamiento brutal. Un capitán de la Policía cayó herido encima de ‘Rambo Criollo’, gritando “me despedazaron mi pierna”. ‘Rambo Criollo’ lo cargó en el hombro, ensangrentándose el chaleco antibalas. Además de izarlo, le quitó el fusil y comenzó a disparar, subiendo de nuevo a la azotea, con varios integrantes del Ejército y la Policía. ‘Rambo Criollo’ vociferaba, presa de la histeria: -Se nos van a subir, nos van a matar a todos-. No tenían munición y, además del oficial, había otros cuatro heridos. De repente, sintieron un ruido como de polea. Se asomaron con mucha cautela y no menos miedo y vieron un carro de bomberos que elevaba una canasta. ‘Rambo Criollo’ intentó lanzarse, pues la canasta no alcanzaba a llegar hasta la terraza pero sintió que lo jalaban del chaleco. Era el capitán que comandaba el grupo del ejército de “infrarrojos”: -Quítese. Y se tiró a la canasta, dejando a su tropa acéfala en la azotea. Había cupo para cuatro más. ‘Rambo Criollo’ alzó al capitán herido y a otros cuatro. Desde el vehículo gritaban: -Ya no más, porque no caben-. Pero finalmente, se llevaron a los seis. Decidieron numerarse, para saber cuántos viajes tendría que hacer la canasta, para evacuarlos a todos. Eran 39. Cuando terminaban de hacerlo, comenzó la plomacera. Los guerrilleros habían abierto un vidrio del techo del cuarto piso. Alguien dijo: -Esa es la cocina y allí hay tanques de gas-. Arreció entonces el pánico, porque si ocurría una explosión, no habría salvación para nadie. El teniente Mejía ordenó al personal “tenderse”, ubicó a un soldado al inicio de las escaleras, para contener el posible ingreso de guerrilleros y dijo. -Si subimos y nos tocó morirnos, pues nos morimos. Aquí no quiero cobardes. De aquí, o salimos todos, o nos morimos todos. Si ocurre lo segundo, no conoceré a mi hijo, que debe nacer de un momento al otro.
El incendio arreciaba. Se sentía un calor infernal. La plancha de concreto hervía. A los diez minutos, llegó un vehículo de bomberos, desde el cual elevaron una escalera, por la que bajó el personal, en orden, primero uno de la policía, enseguida uno del ejército, intercalados. Después de 37 descensos, ‘Rambo Criollo’ tuvo su turno. La operación fue cerrada por el teniente Mejía, quien había relevado al soldado de la contención de la escalera. Mejía caminó de espaldas, siempre apuntando hacia los escalones,. Hasta que la perdió de vista.
Abajo estaba la Cruz Roja. Al apearse de la canastilla, el teniente Mejía enfrentó al capitán que se había bajado con los heridos: -¿Por qué no se quedó con nosotros?, ¿para no quemarse con todos? Y enseguida dio la vuelta y ordenó: -Vamos a meternos por debajo, porque por arriba no pudimos. Al arrancar, ‘Rambo Criollo’ tropezó y se tronchó los dos pies, que estaban completamente hinchados. Se levantó y, como pudo, llegó hasta un muro, para recostarse. Entonces dijo: -No puedo más, me voy para mi casa-. SE escondió detrás de la pared, para ponerse la chaqueta encima del chaleco antibalas, invirtiendo la posición original de la ropa. Escondió la pistola debajo del cinturón y se montó en un taxi que estaba estacionado muy cerca. -¿Qué pasó allí?- le preguntó el taxista. -Es que soy mensajero del Palacio de Justicia y acabo de salir, por favor, lléveme al Hospital Militar. -Pero, cuando iban por la calle 26, rumbo al centro asistencial, le pidió que desviara hacia su casa, ubicada en el noroccidente de Bogotá, no muy lejos del Aeropuerto Internacional el Dorado.
*** La angustia aumentaba con el paso de las horas. En la noche, cuando desde su casa veía el fulgor del incendio del Palacio de Justicia en las imágenes de los noticieros de televisión, lo carcomía la sensación de impotencia. Umaña insistió por teléfono, para que la familia del magistrado Carlos Medellín siguiera presionando una solución para los civiles. No pudo conciliar el sueño hasta las cinco de la madrugada, cuando lo venció el cansancio. ***
Nadie durmió. Pero tampoco vieron televisión –deliberadamente evitaron que la esposa del penalista siguiera los hechos- y por la radio supieron que había llamas, pero nadie alcanzó a imaginar la magnitud del incendio. Apenas amaneció, Yesid se presentó en la oficina de Juan Guillermo Ríos. De allí siguió para Caracol. A las diez, cuando Reyes Echandía llevaba más de catorce horas muerto, Yamid Amat se comunicó con el director de la Policía y el hijo de Reyes Echandía, que desconocía la suerte de su padre, también le habló: -General, ¿qué sabe de mi papá? -No se preocupe, Yesid, acabo de hablar con él y me dijo que se encuentra bien. Pueden estar tranquilos.
Valle del Cauca destaca en cultivo de algodón con semillas genéticamente modificadas, aumentando productividad y tolerancia a plagas. La siembra de algodón en 2023 se realizó de febrero-abril, con cosecha esperada en octubre-noviembre. pic.twitter.com/Ie1joNyLZ9