María Isabel Amador, la mujer que se levanta como el ave Fénix en las calles de Cali.
Un relato que retrata la vida de una mujer que, entre el dolor y la fe, ha hecho de las calles su escenario de resistencia. A través de su historia se revela el rostro oculto de la lucha diaria en una ciudad que pocas veces mira a quienes la sostienen desde la pobreza, pero que aún encuentran en la esperanza una forma de seguir de pie.
Por: Valentina Velásquez
Facultad de Humanidades y Artes
El sol apenas aparece entre las calles de Cali cuando María Isabel Amador, con pasos lentos y dolorosos, acomoda su carrito de dulces en una esquina del sector conocido como Puerto Rellena. Son las seis de la mañana. El aire todavía es fresco, y ella, vestida con una blusa roja desgastada, una sudadera negra que ha perdido el color con los años y unas sandalias viejas empieza su jornada. Toda su ropa se ve igual, uno que otro roto, costuras remendadas y mucho desgaste.
María Isabel es una mujer de piel color canela, aunque dice entre risas que cada día se ve más quemada por el sol. “Yo le digo a mi hija que ya parezco una arepita volteada del sol, morenita, arrugadita y con el pelo ya poquito, pero así me gano la vida y aquí sigo, dándole batalla”, comenta la mujer.
Su rostro está lleno de arrugas profundas, esas que no solo deja el tiempo, sino también la vida dura. Cuando sonríe, se nota que falta uno de sus dientes delanteros, pero su gesto sigue siendo cálido y genuino. Su cabello crespo, corto y con espacios que dejan ver el cuero cabelludo, siempre va recogido con un gancho de plástico. Hay algo en su mirada que mezcla cansancio y dulzura.
Sus manos, curtidas por el trabajo y el tiempo, sujetan con fuerza las bolsas de platanitos, bananas, chicles, bianchis y bombones que le ayudan a sobrevivir. A sus 64 años, Eliza, como muchos la llaman, se mueve con dolor y esperanza.
“Me levanto, me caigo, vuelvo y me levanto”, suele decir, con una mezcla de resignación y fe. Su historia, marcada por las cicatrices de la vida, es la de una mujer que ha hecho de la lucha su único soporte.
A esa hora, el semáforo aún parpadea entre verde y rojo, y ella aprovecha cada cambio. Cuando el rojo se enciende, se levanta del suelo con esfuerzo y pasa por las primeras filas de carros ofreciendo lo que tiene. A veces sonríe con timidez, otras con picardía. “¿Me colaboras, mi amor? ¿Un dulce, mi reina?”, dice, con una calidez que desarma a cualquiera. Cuando el semáforo cambia a verde, vuelve a su sitio y se recuesta sobre una sábana vieja extendida en el piso, esperando a que lleguen los siguientes carros. Son pocas las personas que se acercan, pero cuando lo hacen, María Isabel los atiende como si fueran amigos de años. Tiene un don natural para la cercanía, una voz suave, y una sonrisa que, pese a todo, nunca se apaga.
A mí me da pesar verla con tanto dolor y con ese nietecito enfermo. Uno ve que ella no se rinde, que trabaja desde que amanece hasta que anochece, y eso a mí me toca el corazón…
Tenía apenas 20 años cuando su vida dio un giro definitivo. Un accidente de tránsito, en el que murió su padre y la dejó inválida durante 14 años. “Arrastrándome en el suelo, así pasé esos años”, recuerda la mujer. Ningún médico parecía tener una respuesta para su condición hasta que apareció el doctor Walter, de la Clínica Imbanaco, quien la operó y le devolvió la esperanza de caminar.
Durante siete años pudo andar con normalidad, hasta que una caída lavando el piso de la cocina donde vivía, le dañó la cirugía y el tormento comenzó de nuevo. La segunda operación no tuvo los mismos resultados y, desde entonces, sus dolores se volvieron algo constante. Ahora, mientras el rechazo a la prótesis de su rodilla amenaza con empeorar su situación, María Isabel dice con firmeza que no quiere más cuchillas en su cuerpo. “Ya son demasiadas cirugías”, confiesa.
El reloj marca la una de la tarde. El tráfico ha bajado un poco y el sol golpea fuerte. María Isabel se sienta en el suelo, bajo una sombra improvisada, y saca una lonchera vieja de color rosado, de la que extrae una botella de Coca-Cola llena de aguapanela. A su lado, una refractaria plástica, lleva un poco de arroz y un trozo de salchicha manguera. “Esto me lo regaló una vecina”, comenta.
En los días buenos puede comer así; en los malos, solo le alcanza para un pan y la misma aguapanela. Come despacio, mirando el semáforo que no deja de parpadear frente a ella, esperando para dejar a un lado su comida y pararse a ofrecer su bolsa de dulces.
Su vecina, doña Claudia, la observa a veces desde su ventana. Ella también es una mujer humilde, vendedora ambulante de empanadas, en la galería de Santa Elena, pero cuando puede, le guarda un poco de comida para María Isabel. “A mí me da pesar verla con tanto dolor y con ese nietecito enfermo. Uno ve que ella no se rinde, que trabaja desde que amanece hasta que anochece, y eso a mí me toca el corazón. Yo no tengo mucho, pero de lo poquito que hay en mi casa, siempre le saco algo a doña Eliza. Lo hago de corazón porque se lo merece”, dice doña Claudia.
María Isabel sonríe al escucharla hablar y asiente en silencio. Sabe que esas pequeñas ayudas son un respiro en medio del cansancio de sus días.
Su vida, sin embargo, no solo tiene marcas de dolor físico. También cuida a su hija, quien sufre ataques epilépticos, y a su nieto que ha pasado por ocho cirugías en su pierna debido a un accidente. “Yo velo por ellos”, dice con voz cansada.
El dinero que gana vendiendo dulces y ropa de segunda que le regalan algunas personas no alcanza para cubrir sus gastos principales, como lo es el arriendo en el barrio Santa Elena de $700.000 pesos ni para sostener a su familia. A veces debe pedir ayuda, y aunque dice que es difícil, agradece las manos solidarias que se le tienden. “Hay mucha gente aquí en Cali que me ha ayudado, gracias al Señor Jesucristo”.
A medida que avanza la tarde, entre las tres y las seis, María Isabel sigue su rutina. Cada vez que el semáforo se pone en rojo, se impulsa con las manos y se levanta del suelo, ofreciendo sus productos. Algunas bananas van de los 300 a los 500 pesos, otros paquetes como los plátanos y las galletas pasan de los mil, hasta los cuatro mil.
Los conductores la reconocen, algunos le sonríen, otros bajan el vidrio solo para escucharla decir: “Dios te bendiga, mi rey”. Cuando el sol comienza a esconderse, María Isabel se acomoda el cabello, se limpia el sudor con la manga de la blusa y sigue, paciente, hasta que cae la noche.
Desde el otro lado de la calle, Don Eliseo, el hombre que cuida los carros en un local frente al puesto, la observa a diario. “Esa señora tiene una fuerza que uno no entiende” dice mientras mueve su trapo en el aire y mira hacia los carros. “Llega todos los días antes que yo, con dolor y todo, y no se queja. A veces la veo cuando el sol está pegando duro y ella igual se levanta y saluda a la gente”.
Don Eliseo también cuenta que, cuando no hay mucho movimiento, se acercan a conversar unos minutos. “Ella siempre está pendiente de los demás. Si uno está enfermo o triste, es la primera que pregunta cómo va todo. Es una persona muy amable”.
Su historia también es la de una mujer que toca puertas que rara vez le abren. Ha escrito al Minuto de Dios, a la gobernadora, ha enviado cartas y videos mostrando su situación, pero las respuestas han sido mínimas. “Del Minuto de Dios me respondieron que van a ver de qué manera me pueden ayudar para darme un sitio donde no tenga que pagar arriendo, pero lo veo muy lejano”, cuenta la mujer. Aun así, no pierde la esperanza.
La alcaldía le ha dado en ocasiones paquetes de dulces para surtir su carrito y hasta $200.000 en una ocasión. De ahí, logra ahorrar y comprar para cuando su mercancía se acaba, dice que no tiene que comprar todo de cero, pues no siempre vende todo, entonces a lo largo de las semanas, va completando de sus ahorros o de sus mismas ganancias. María Isabel agradece esas pequeñas ayudas, aunque sabe que no son suficientes para salir adelante.
Antes de llegar a Cali, María Isabel oriunda del municipio La Tebaida, vivió cinco años en un ranchito improvisado a orillas del río, en una invasión. Recuerda ese tiempo con dolor y gratitud, porque, aunque fueron años difíciles la prepararon para ser fuerte. Hoy lucha para no volver a esas condiciones. Además, ayuda a su madre ciega, que vive sola en Zarzal, Valle. “Muchos me ven y piensan que tengo fuerzas, pero las fuerzas que yo tengo son las que Dios me da”, afirma.
Son casi las ocho de la noche cuando el bullicio de Puerto Rellena empieza a desvanecerse. María Isabel recoge con paciencia los dulces que no alcanzó a vender. Sus manos, lentas por el dolor, intentan acomodar las bolsas en el carrito que se ha convertido en su compañero inseparable. Con pasos lentos, lo empuja hasta llegar a la galería donde vive, un lugar humilde que para muchos no significaría nada, pero que para ella es un refugio, una trinchera donde cada noche vuelve a empezar de cero.
Mientras avanza entre calles iluminadas por luces amarillentas, piensa en su hija, en el niño al que cuida, en su madre ciega en Zarzal, y en las fuerzas que deberá encontrar al amanecer para seguir adelante. No hay que mirarla mucho para entender que su lucha es más grande que el espacio reducido de su carrito de dulces. Cada paso suyo habla de resistencia, cada respiración entrecortada revela el precio que ha pagado su cuerpo, y cada mirada hacia el cielo confirma que la fe sigue siendo el motor de su vida. “Si no fuera por Dios, yo ya no estaría aquí”, suele decir, convencida de que en la misericordia divina está la única ayuda que nunca se le ha negado.
En las noches, cuando por fin llega a casa y cierra la puerta detrás de ella, María Isabel siente el peso del día caer sobre sus hombros. El dolor de las manos y la pierna es insoportable, pero al mismo tiempo sabe que sobrevivió otra jornada más. Agradece en silencio, se persigna, y piensa que al día siguiente volverá a empujar su carrito con la misma determinación de siempre. Porque ella, como el ave Fénix que se nombra a sí misma, renace cada mañana entre las cenizas del dolor y la pobreza, aferrada a una sola certeza: que la dignidad también se construye en la calle, en cada gesto de resistencia y en cada intento por darle un futuro distinto a quienes dependen de ella.
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Ella siempre está pendiente de los demás. Si uno está enfermo o triste, es la primera que pregunta cómo va todo. Es una persona muy amable”.

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