Utopicos.com.co presenta hoy extractos del capítulo del libro A bordo de mí misma, publicado por nuestra directora Olga Behar @OlgaBehar1 (Ícono Editorial, noviembre de 2013), que permite entender la atmósfera que se respiró en momentos previos y durante los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985.
Noviembre de 1985 llegó en alta tensión. La guerrilla se había replegado después del fracaso del proceso de paz y los militares estaban engatillados, con las armas listas para actuar. Dos días antes de comienzos de mes hubo un evento que puso mi vida, verdaderamente, en un gran peligro. Como presagio de lo que sucedería cinco semanas después y que me obligaría a salir del país, exiliada.
Me encontraba en Cali, visitando a mi familia. A mi papá se le ocurrió que fuéramos a un desfile de modas que se realizaría en uno de los grandes salones del Hotel Intercontinental. Ese tipo de actividades no eran muy de mi agrado, pero como mi papá se movía en el medio de la confección y la moda, decidí darle gusto y acompañarlo.
-Además, podrás ver a tu amiga Amparo Peláez; ella es la presentadora. No solo estaba Amparo. Había una buena cantidad de periodistas, varios de los cuales transmitían el evento por radio. En algún momento mencionaron que yo me encontraba entre los asistentes y, por esas cosas ridículas de la vida, alguien en una de las montañas del Cauca estaba escuchando esa transmisión. -Comandante: creo que ya encontramos la solución al problemita de los soldados. -Explíqueme, compañero- le pidió Álvaro Fayad. -Dijeron por radio que la periodista Olga Behar está en Cali. No es sino buscarla y que se venga con otros periodistas a bajar a los prisioneros. A la mañana siguiente, un miembro del M-19 solicitó verme en la portería de la edificación donde estaba ubicado el apartamento de mis padres. Decidí pedirle que camináramos por la vera del Río Cali, justo enfrente del edificio. Así no despertaríamos sospechas en ese inmueble habitado por gente de la más rancia sociedad caleña. -Olga, el comandante Fayad necesita que usted y una comisión de periodistas suban a hacer una gestión humanitaria. -Uy, de malas, salgo esta tarde para Bogotá. Mañana tengo trabajo. -De verdad, es importante. Usted sabe que se viene una arremetida fuerte por la ruptura del proceso de paz, se nos están acercando mucho y necesitamos resolver un problemita. -¿Pero, de qué se trata? -No le puedo dar más información. Solo le pido que dentro de dos horas esté en ‘Tardes Caleñas’. El resto de la comisión lo estamos integrando. De verdad, es una misión humanitaria de urgencia. -Y si es un asunto humanitario, ¿por qué no llaman a la Cruz Roja? -Ya se hizo la gestión y no quisieron. La cosa está peligrosa. ¿Y si está peligrosa, por qué cree que yo voy a ir? -Pues porque usted es berraca. -¿Y el camarógrafo? No tengo a nadie en Cali. -Cómo se le ocurre que vamos a dar semejante visaje. Toca sin cámara.
A ‘Tardes Caleñas’, el estadero del sur de la ciudad en donde se comía el mejor pandebono y se tomaba la mejor lulada, llegaron también otros periodistas de la ciudad y de Bogotá. En total, la tal “comisión humanitaria” quedó compuesta por cinco personas, mas los guerrilleros vestidos de civil, entre los que se encontraba “Anita”, una mujer mayor, muy dinámica y habladora. Cinco horas después estábamos frente a frente con Álvaro Fayad.-Hermana, siquiera vinieron. Todos ustedes son muy valientes. Sé que son capaces de dar sus vidas por las personas a quienes les voy a presentar. Mandó a traer a tres jóvenes de buen semblante, pero con cierta actitud nerviosa. No logré detectar su origen, por las prendas civiles que llevaban y el hecho de que ya les había crecido el pelo.
-Compañeros soldados. Tengo el gusto de informarles que hoy mismo ustedes quedan en libertad. Aquí está la comisión humanitaria que los va a bajar. Sorprendidos y muy conmovidos, los soldados nos abrazaron y nos agradecieron efusivamente. Seguidamente, uno de ellos preguntó: -Comandante, el problema es ¿qué tal que nos descubran en el camino y nos maten para echarles la culpa a Ustedes? -Tiene usted toda la razón. Pero no se preocupe, que eso lo cuadramos nosotros. Alístense, no lleven pendejadas, solo lo que quieran conservar. Mientras los muchachos organizaban su precario equipaje y se despedían de sus captores, Fayad dio respuesta a muchos de los interrogantes que comenzaron a cruzar por nuestras mentes: -Compañeros periodistas. Hace dos meses, en un operativo dirigido por el comandante ‘Oscar’, fue derribado un helicóptero. Hubo varios militares que murieron y estos tres fueron tomados como ‘prisioneros de guerra’. Pero como Ustedes lo entenderán, el momento es difícil para nosotros y no podemos estar moviéndonos con ellos. Además, ya se cumplió el objetivo político, no nos vamos a volver secuestradores de estos pelados, ¿de qué nos sirve tenerlos acá en el monte? Bueno; ahora quiero explicarles cómo va a ser la operación de liberación de ellos. Tiene razón el soldado cuando dice que tienen que entregarlos en un sitio seguro. El jeep ya está listo. Pero va a ir una avanzada de dos compañeros en moto para ir mirando el camino; así evitamos que caigan en un retén, porque esto está muy complicado.
Nos despedimos rápidamente porque ya iba cayendo la noche y sabíamos que la jornada sería larga y difícil. Nunca me imaginé que ese abrazo presuroso sería el último que me daría el Turco Fayad, quien moriría cinco meses más tarde en un operativo de la Policía, nunca aclarado jurídica ni políticamente. Comenzó una jornada de ocho horas esquivando retenes del ejército y de la policía, de algunos trayectos de jeep y otros a pie en la oscuridad absoluta en medio de cañaduzales del norte del Cauca y del sur del Valle. A las tres de la mañana entramos a territorio caleño, sin saber muy bien qué hacer con estos pobres muchachos, que todo el tiempo hablaban de su agradecimiento eterno, pero también de un extraordinario temor a sus propios superiores. -¿A dónde los llevamos, muchachos? -A la Cruz Roja- dijo uno de ellos. -A un noticiero- dijo otro. Ninguna de las dos ideas nos sonó. ¿A la Cruz Roja, después de que se había negado a ir a recogerlos? O ¿a un noticiero vacío a esa hora de la madrugada? De repente, a uno de los periodistas de la radio local que iba en el grupo se le ocurrió que nos encamináramos hacia la parroquia de uno de los sacerdotes más populares de la ciudad. -Él sabrá qué hacer. En efecto, cuando el padrecito de El Templete -medio dormido todavía- nos abrió la puerta de la casa cural, supe que habíamos tomado la decisión acertada. -Muchachos, bienvenidos. Ya les preparo algo de comer. Y ustedes, periodistas, váyanse a dormir, que yo me encargo de todo. -¿Qué va a hacer, padre? -Mire, mi niña, si yo llamo ya a la Brigada, se los llevan y quién sabe qué hagan con ellos. Y yo me gano amenazas e intimidaciones para que me quede callado. Lo mejor será que descansemos todos y a las seis y media de la mañana yo llamo a los noticieros. Los soldados nos pidieron estar allí a esa hora. Sobre las siete de la mañana, tuvimos nuestros minutos de fama y luego nuestras horas de zozobra, cuando nos interrogaron con cierta agresividad para tratar de descubrir si había algo irregular en todo lo sucedido. Recibida la información en Bogotá por el ministro Vega Uribe, su aversión hacia mí se intensificó aún más. El ministro de la Defensa Nacional estaba a punto de perder la paciencia.
*** El lunes cuatro de noviembre amaneció lluvioso. “Qué jartera, mi primer día de licencia y me recibió con agua”. Había pedido permiso no remunerado por una semana al Noticiero 24 Horas, para preparar el lanzamiento de mi primer libro, “Las Guerras de la Paz”, que publicaría Editorial Planeta ese viernes. Las tareas diarias en mi actividad como reportera no me permitirían adelantar toda la gestión en medios de comunicación por lo que mi jefe, Mauricio Gómez, estuvo de acuerdo en que me ausentara durante esa semana laboral.
El director del Noticiero 24 Horas era otra de las cinco personas que sabía de mi aventura literaria. Es más, le parecía interesante que yo hubiera decidido reunir reflexiones y testimonios que por asuntos de tiempo o de política editorial, no salían en los medios de comunicación. Siempre consideró Mauricio que yo escribía bien y me alentó a que produjera algo más que algunas páginas de los libretos que a diario elaborábamos para la emisión de las siete de la noche. Con Mauricio Gómez y un equipo muy profesional y balanceado políticamente, teníamos casi a diario batallas campales por las posiciones que asumíamos los unos y los otros frente a las temáticas de la política y la violencia. Casi siempre ganaba la información y con frecuencia yo salía triunfante de la reunión. Aunque después, hacia las once de la mañana, se hacía el silencio en la redacción y todos esperábamos, nerviosos y con el sable desenfundado, la finalización de la charla entre nuestro director y su padre, Álvaro Gómez Hurtado.
Aunque Gómez Hurtado era el embajador de Colombia en Washington, siempre sacaba unos momentos para hablar por teléfono con su hijo. En las charlas no faltaban el análisis y la discusión sobre el contenido del noticiero. A veces, Mauricio colgaba y cuando abría la puerta de su oficina, sabíamos que ardería Troya. O nos tumbaba nuestro tema del día, o había algún tipo de modificación en el concepto editorial. Por supuesto, alegábamos y vociferábamos, pero si papá lo había dicho, era el fin de la conversación. He de reconocer que en muchas ocasiones, Mauricio utilizaba nuestros argumentos y le ganaba la batalla a su propio padre.
Para mí, ese ambiente era un alimento intelectual que degustaba con fascinación. Nunca me incliné por el camino fácil. Y cuando los argumentos tenían un espacio, era definitivamente tentador dar las peleas. Casi siempre contaba con el apoyo de Javier Darío Restrepo, ese gran periodista y mejor ser humano que hizo sólidos mis mandamientos éticos durante los dos años que tuve el privilegio de trabajar a su lado. Y en Amparo Peláez encontré a una hermana que siempre me acompañó en los éxitos y en los sinsabores profesionales y personales. Ambos disimulaban mis ausencias, cuando estaba haciendo alguna entrevista para el libro o buscando el documento esquivo. Y bromeaban cuando simplemente le anunciaba a Mauricio que me ausentaría por uno o dos días –o quién sabe cuántos-, asegurando que por ahí tenía un “tinieblo” en provincia y que me dejara disfrutar de las mieles del amor. Ellos también sabían y compartían mi secreto: el libro era el que me quitaba el sueño.
Con Mireya Fonseca, Editora de Planeta, se convino que el lanzamiento sería el viernes ocho de noviembre de 1985, a las siete de la noche. Uno de los mejores amigos de mi padre, el empresario paisa Jaime Posada, ofreció el salón principal del Hotel Belvedere, de su propiedad, para el evento. Hasta grupo vallenato contratamos para esa noche. Era mi entrada al mundo de las letras y yo sentía que por fin, mi verdadera vocación era un sueño cumplido.
Durante ese lunes lluvioso y todo el día martes visité medios de comunicación. Los periodistas con quienes hablé aceptaron a regañadientes el embargo de la información hasta el viernes. El miércoles seis de noviembre tenía tal vez la cita más importante. Antes de mediodía me recibirían en la revista literaria dominical de El Tiempo. En aquella época, salir en ese diario era como lograr la joya de la corona; y más aún, si las páginas literarias acogían mi escrito.
Como era mi costumbre, tenía la radio encendida. Pasadas las once de la mañana, escuché el extra de Caracol, anunciando que algo pasaba en el área de la Plaza de Bolívar y que se creía que el M-19 se había tomado el Palacio de Justicia. Fue un momento de mucho desconcierto para mí. Me preguntaba por las motivaciones de esta acción y temía consecuencias funestas. Aunque el M-19 había sorteado con éxito otras batallas, como la toma de la Embajada Dominicana, en esta ocasión sentí que habían ido demasiado lejos. Los altos mandos militares estaban con deseos de guerra reprimidos y esto estallaría como un volcán. Claro, nadie medianamente lúcido hubiera imaginado que el contra ataque sería tan feroz, despiadado e irracional. Pero lo fue y durante las siguientes 28 horas viví, con angustia y desespero -al igual que la mayoría de los colombianos- el episodio más triste de nuestro país,. Allí murieron tantos buenos amigos, tantos conocidos y, sobre todo, tantos colombianos inteligentes y capaces, que nuestra patria aniquiló de tajo a una generación que pudo haber contribuido a forjar un país mucho mejor que el que tenemos.
Cuando comenzaron a entregarse las listas de muertos y desaparecidos, sentí que yo también moría un poco. Siempre se nos ha dicho que debemos ser objetivos, que nuestra misión es ver los toros desde la barrera. Pero en esa desgraciada jornada entendí que el periodista suele tener una máscara de ausencia de emociones, de neutralidad, hasta cierto punto de indiferencia. Y que yo, ese papel no lo jugaría nunca más. Desde esos hechos infaustos, abracé el periodismo comprometido, el periodismo de autor.
Saber que el magistrado Manuel Gaona Cruz –que semanas atrás me había hablado con tanto cariño de sus bebés- estaba muerto, produjo en mí un gran dolor. Contertulio (con menos frecuencia de lo que yo hubiera querido) sobre temas de libertad, de paz y de democracia, era para mí un adalid de la justicia. También estaban otros magistrados de la Corte Suprema de Justicia y consejeros de Estado con quienes había tenido contacto con cierta regularidad. Los admiraba y respetaba. Sabía de sus altos valores morales y de su lucha contra la corriente, contra las violaciones de los derechos humanos y los golpes a la democracia que se estaban dando durante esos años.
Pero también estaban los miembros del comando del M-19, varios de los cuales habían contado sus historias para mi primer libro, Las Guerras de la Paz. Allí estaban Lucho Otero, Andrés Almarales, Alfonso Jacquin y se decía que algunos otros como Vera Grabe y Rafael Arteaga –quienes luego se supo, no habían entrado al Palacio-. También estaban muertos o desaparecidos seguramente muchos otros a quienes nunca identificaría, pero que era probable que hubiera conocido durante mis visitas a los campamentos guerrilleros.
Tanta gente joven, brillante, entregada a sus ideales. Muchos inocentes, otros equivocados que no tuvieron la opción de la rendición y de un juicio justo. Creo que, aparte de los procesos políticos y jurídicos, aparte del juicio de la historia, algún día se deberá hacer un análisis de cuánto perdió Colombia con una generación mutilada y los principios democráticos cercenados. Fue el comienzo del “todo vale”, de la sentencia maquiavélica “el fin justifica los medios”, del “salvando la democracia, maestro”. Después de los hechos del Palacio de Justicia, Colombia se acostumbró a las soluciones de fuerza, irracionales y desmedidas. Las organizaciones guerrilleras traspasaron las fronteras de la ética, llegando incluso a mezclarse con la producción de drogas alucinógenas, asesinando fuera de combate, secuestrando a diestra y siniestra.
Por su parte, el Estado se creyó el cuento de que era necesario combatir a la guerrilla creando ejércitos paralelos. Y si para derrotar a los “terroristas” era necesario hacer masacres, asesinar selectivamente a los líderes de la oposición y tomarse las mejores tierras del país sacando de ellas a los supuestos auxiliadores de la subversión, esos eran los caminos que había que transitar. La cruenta solución al Palacio de Justicia trastocó todos los valores y generó la espiral de violencia de la cual todavía hoy no hemos logrado librarnos.
Pero esa noche del siete de noviembre de 1985 todavía no se vislumbraban tan fatídicas consecuencias. El país, desconcertado y agobiado, lloraba a los muertos del Palacio de Justicia. Durante los siguientes días, solo tuve cabeza para ayudar a las familias a encontrar a sus seres queridos. Fui con mi camarógrafo al Instituto de Medicina Legal, a pedirle al director –un alemán insensible y antipático- llamado Egon Lichtenberger, que me dejara filmar a los muertos, con el compromiso de que no los exhibiría en el noticiero (sobraba la aclaración, pues nunca lo hubiera hecho, pero con la clase de colegas que a veces tenemos…). Al principio se negó rotundamente. -No tengo autorización. -Pues consígala. -Usted a mi no me da órdenes. -Tiene razón, pero cuando le caiga la Procuraduría por haber enterrado en fosa común a quienes podrían haber sido identificados, no se queje. Al final accedió. Es la experiencia más macabra que he vivido. Acompañé a mi camarógrafo y presencié cómo sacaban, una a una, las bandejas de las neveras. Con dolor observé cada cuerpo inerte; allí había una historia de vida y muchos familiares buscando a ese ser perdido. Finalmente nos llevaron a una mesa metálica larga, sobre la que habían depositado unas bolsas negras. -Estos son los calcinados. Apenas abrimos una, tuvimos que cerrarla de inmediato. Los cuerpos quemados, destrozados, las partes amontonadas sin orden alguno en la bolsa de basura, irreconocibles a la vista, fueron el fin para nosotros. Nos miramos, camarógrafo y yo, con los ojos llorosos y decidimos salir de allí. A partir de ese momento, infinidad de personas pasaron por nuestro noticiero, para ver las imágenes y tratar de encontrar a su familiar perdido. Creo que en algunos casos, lo lograron. Pero una buena parte terminó en la fosa común del Cementerio del Sur, con la desafortunada circunstancia de que, una semana después, terminaron encima de ellos decenas de muertos por la tragedia de Armero1. ¿Por qué transportaron estos cuerpos desde el Tolima hasta Bogotá? Nunca he escuchado una respuesta coherente; siempre he pensado que fue una decisión deliberada, para sepultar doblemente a los muertos del Palacio de Justicia. Para sepultar la verdad. Por supuesto, el lanzamiento Las Guerras de las Paz, realizado el viernes 8 de noviembre, a las 7 de la noche, parecía más un velorio que un evento cultural. Por razones obvias, la música fue cancelada y lo que se respiró esa noche en el Hotel Belvedere fue más el aliento de quienes queríamos estar acompañados, para llorar juntos las tristezas de ese amargo noviembre.
1.El 13 de noviembre de 1985 hizo erupción el Volcán-nevado del Ruiz y la mezcla de lava, deshielo, piedras y lodo produjo una avalancha que destruyó a la población de Armero, dejando casi treinta mil muertos.
En nuestra entrega de hoy, reproducimos el capítulo XI del libro Noches de Humo, de nuestra directora Olga Behar. @olgabehar1
Comenzaron a sentir el calor y la falta de oxígeno. -Mi capitán, esto está ardiendo. -¿Qué hacemos? Como pudieron, acabaron de revisar el cuarto piso, en donde no quedaba nadie vivo. Salieron del área de oficinas para intentar bajar, pero un grupo de guerrilleros los recibió a bala en el tercer piso. Decidieron buscar la escalerilla que conduce a la azotea, que permanecía oculta por la puerta de metal que un rato antes habían destruido los efectivos del GOES para penetrar el cuarto piso. Ascendieron y, desde allí, los impresionó la dimensión del incendio, que consumía las entrañas de esa mole de mármol, cemento y madera, llamada Palacio de Justicia. Mientras los policías esperaban su evacuación, el fuego consumió parcialmente algunos cadáveres, entre ellos el del Presidente de la Corte, Alfonso Reyes Echandía, y los de los restantes integrantes de la Sala Penal, que habían compartido con él las once catastróficas horas finales de sus vidas.
Claudia no supo exactamente a qué hora empezó el incendio. Como estaba oscuro, era imposible calcular el tiempo y ella no miraba el reloj.
De pronto, empezaron a sentir un calor infernal, cada vez que abrían la puerta del baño se entraba un aire ardiente y se colaban los gases, como si estuvieran allí comprimidos.
‘Pedro’ le comentó al magistrado Gaona Cruz, que en una oficina cercana había una línea telefónica en funcionamiento. Gaona se acercó a Almarales y le planteó: -Quiero hablar por teléfono con amigos míos, que algo podrán hacer ante esta emergencia. -¿Con quién piensa halar, doctor? -Con Oscar Alarcón, compañero de oficina mío, y con el doctor Fernando Hinestrosa, el rector del Externado. Almarales aceptó y decidió salir junto con Gaona y ‘Pedro’ hacia ese teléfono. Tardarían una media hora, después de la cual regresaron tiznados y sudorosos. Había tenido que arrastrarse para escapar a las ráfagas. Después de un penoso trayecto, habían podido entrar a la oficina, pero ya el teléfono estaba descompuesto. Emprendieron regreso al baño y llegaron ahogándose del calor y del humo, porque el incendio ya era muy intenso.
Un rato después, golpearon a la puerta. Claudia abrió y encañonó al que se presentaba. En ese momento entró un calor que le quemó todo el cuerpo. Quedó haber quedado envuelta en candela. Era inexplicable la forma como lo guerrilleros seguían aguantando afuera el endemoniado tropel. Como estaban justo encima de la cafetería, no veían las llamas, pero el incendio lo sofocaban.
Empezó a faltar el aire, la gente no podía respirar y se desesperaba. Los heridos y algunos civiles perdieron el sentido. Claudia seguía vigilando, de pie y, en un momento, se le cayó el fusil. Se asustó mucho, al igual que todos los demás. No sentía ni miedo ni cansancio, solo la angustia terrible de la falta de aire y pensaba que morirían asfixiados. Con dificultad, Claudia llenó dos cubos de agua, uno para los guerrilleros que seguían combatiendo y otro para mojar los pañuelos de los civiles. Al agacharse para humedecer uno de ellos, se fue encima de la gente, pues la debilidad ya no le permitía mantenerse en pie. Trataba de sacar fuerzas de donde no las tenía. Otros civiles más perdían el sentido y Ariel, el mando militar de esta área, le propuso a Almarales dar la orden de salir del baño, para trasladarse a un piso más abajo. Ya Ariel Sánchez no cubría flanco, sino que controlaba esta área, porque estaba muy malherido. Claudia estaba tan agotada, que no pudo caminar, guardó el walkietalkie y el radio en el morral, que dejó en el piso, con la esperanza de poderlo recuperar después, y se arrastró con el resto de sobrevivientes.
En el trayecto, divisó una ventana. No pudo resistir la tentación de mirar a través de ella. Vio la Plaza de Bolívar. El cielo estaba oscuro, muy oscuro. Caía un aguacero torrencial y el agua, a borbotones, golpeaba la marquesina del Palacio de Justicia. No se veía tropa. Siguió avanzando, por los resquicios se veía el interior de algunos salones. El piso estaba completamente mojado.
Y llegó a sus ojos una imagen dantesca, que nunca lograría borrar de su mente: ‘Pedro’, fusil en una mano y una manguera en la otra, intentaba desesperadamente extinguir el fuego: cubría a todos los que pasaban con su fusil, mientras peleaba contra las inesperadas llamas. Vio su hermosa cara iluminada y a varios de sus compañeros completamente negros, empapados en sudor y sin una sola herida, batallando sin parar.
Por fin llegaron al baño. Lo encontraron totalmente inundado, porque los muchachos intentaban apagar el fuego con las mangueras y mojaban todo el piso. Aunque había dejado los elementos indispensables para seguir buscando la comunicación, lo que la obsesionaba eran los heridos, a quienes no había podido jalar, debido a su propia debilidad física. No creía que pudieran sobreponerse allá, en el baño de arriba -desvalidos y solitarios- al drama del incendio. Claudia se recostó contra la puerta, casi desmayada. ‘Bernardo’ entró y le pidió salir a reforzar una posición de combate. Le contestó: -No puedo, me estoy cayendo. Él le reclamó: -Qué falta de colaboración-. Almarales intervino para hacerle caer en cuenta que Claudia no era físicamente capaz ni de pararse y mandó a ‘Natalia’. A los pocos minutos regresaba ‘Natalia’, encalambraba. Enseguida, llegó un guerrillero con el equipo de campaña de Claudia. Sacó el radio y el walkietalkie e intentó lograr comunicación. El radio estaba empapado y ya inservible. El walkietalkie sí funcionaba, pero nadie respondió.
Este baño estaba mucho más fresco y se podía respirar. Encontraron a otra gran cantidad de civiles, que habían sido reunidos por los guerrilleros hacía mucho rato. Se trataba de quienes, horas atrás, gritaban: “somos rehenes, no disparen”. Los magistrados les indicaron que sus voces se escuchaban desde el baño de arriba, seguidas de intensos rafagueos.
La gente se moría de sed y los guerrilleros que estaban combatiendo ya se habían comido las pocas naranjas que habían llegado a sus manos. Claudia no quería gastar la escasa agua destilada del equipo de primeros auxilios, pero los rehenes le decían: -Mona, regáleme aunque sea una gotica de agua.
Sintió lástima y abrió una de las bolsas, que repartió entre los que pudo. Ella no tomó ni una gota, aunque no resistía la sed.
En el nuevo grupo estaba el magistrado Reinaldo Arciniegas. Al ver a sus colegas Humberto Murcia Ballén y Manuel Gaona, se puso feliz y los abrazó efusivamente, se dieron ánimo mutuamente, en un diálogo en el que resaltaba el tuteo familiar. Todos los presentes se fueron recuperando, pues allí no se sentían tan fuertemente las consecuencias del incendio.
Después de medianoche, dieron la orden de volver a subir.
El incendio había sido sofocado. La orden se debía a que ya el baño de arriba estaba en buenas condiciones y el de abajo era vulnerable a los tanques, que recorrían el primer piso, de lado a lado.
Al regresar, encontraron a los heridos, vivos, tendidos en los lavamanos, tal y como los habían dejado. Nadie se explicaba cómo sobrevivieron en ese cuarto hirviendo y sin oxígeno. Tal vez, al salir la mayoría de la gente, se despejó el ambiente y pudieron respirar mejor. Los reacomodaron en las largas mesas de mármol en las que estaban empotrados los lavamanos, les aplicaron inyecciones, los lavaron, les dieron a beber agua destilada y los muchachos se fueron recuperando. Ya los civiles se sentían mejor, también. Claudia recobraba las fuerzas, pero comenzó a hacerle mella el cansancio, se dormía parada. Para evitarlo, sacó el primer cigarrillo que quería fumar desde el inicio de los acontecimientos. Lo encendió nerviosamente, pero una de las aseadoras le pidió: -Mona, por favor, apague ese cigarrillo, aunque ya pasó todo, todavía nos cuesta trabajo respirar, aquí no hay aire puro.
Claudia pidió disculpas y lo apagó.
*** El magistrado Hernando Tapias Rocha tomó por fin la decisión de salir de su despacho, ubicado en el costado norte del tercer piso. Si no fuera por el ahogo, producto del humo, y el calor incinerante, se hubiera quedado así, acostado sobre el tapete, a la espera del fin de los acontecimientos. Casi no se había movido en las crueles nueve horas de soledad cautiva, pero ahora tenía que gritar: “soy Hernando Tapias Rocha, magistrado de la Sala de Casación Civil de la Corte”. Tres guerrilleros lo recibieron en el pasillo y le dijeron: -Vamos a llevarlo a un baño, en donde encontrará a varios colegas suyos y a un buen número de civiles. Vamos rápido doctor-. Segundos después, los hallaría en el baño de la muerte. *** ‘Rambo Criollo’ miró su reloj de nuevo. Eran las diez y cincuenta de la noche. De pronto comenzó el incendio. Soldados y policías iniciaron un vertiginoso descenso. Para ‘Rambo Criollo’, el fuego surgía en la esquina de la carrera séptima con doce. El capitán dijo: “Bueno, a bajarse todo el mundo”. El teniente Mejía ordenó: -Nosotros quedémonos aquí mientras pasa el incendio. Había mucho humo y empezó el pánico colectivo: -Manden bomberos, para que apaguen esta vaina- gritaban desesperados. Lo que no podían ni imaginar es que los guerrilleros estaban cerca del sitio donde se había originado el incendio y comenzaron a escalar, al no poderlo apagar con los extinguidores. Subían empujados or el fuego. Cuando iban a bajar los últimos soldados –grupo en el cual se encontraba ‘Rambo Criollo’- se produjo el encuentro y fue un enfrentamiento brutal. Un capitán de la Policía cayó herido encima de ‘Rambo Criollo’, gritando “me despedazaron mi pierna”. ‘Rambo Criollo’ lo cargó en el hombro, ensangrentándose el chaleco antibalas. Además de izarlo, le quitó el fusil y comenzó a disparar, subiendo de nuevo a la azotea, con varios integrantes del Ejército y la Policía. ‘Rambo Criollo’ vociferaba, presa de la histeria: -Se nos van a subir, nos van a matar a todos-. No tenían munición y, además del oficial, había otros cuatro heridos. De repente, sintieron un ruido como de polea. Se asomaron con mucha cautela y no menos miedo y vieron un carro de bomberos que elevaba una canasta. ‘Rambo Criollo’ intentó lanzarse, pues la canasta no alcanzaba a llegar hasta la terraza pero sintió que lo jalaban del chaleco. Era el capitán que comandaba el grupo del ejército de “infrarrojos”: -Quítese. Y se tiró a la canasta, dejando a su tropa acéfala en la azotea. Había cupo para cuatro más. ‘Rambo Criollo’ alzó al capitán herido y a otros cuatro. Desde el vehículo gritaban: -Ya no más, porque no caben-. Pero finalmente, se llevaron a los seis. Decidieron numerarse, para saber cuántos viajes tendría que hacer la canasta, para evacuarlos a todos. Eran 39. Cuando terminaban de hacerlo, comenzó la plomacera. Los guerrilleros habían abierto un vidrio del techo del cuarto piso. Alguien dijo: -Esa es la cocina y allí hay tanques de gas-. Arreció entonces el pánico, porque si ocurría una explosión, no habría salvación para nadie. El teniente Mejía ordenó al personal “tenderse”, ubicó a un soldado al inicio de las escaleras, para contener el posible ingreso de guerrilleros y dijo. -Si subimos y nos tocó morirnos, pues nos morimos. Aquí no quiero cobardes. De aquí, o salimos todos, o nos morimos todos. Si ocurre lo segundo, no conoceré a mi hijo, que debe nacer de un momento al otro.
El incendio arreciaba. Se sentía un calor infernal. La plancha de concreto hervía. A los diez minutos, llegó un vehículo de bomberos, desde el cual elevaron una escalera, por la que bajó el personal, en orden, primero uno de la policía, enseguida uno del ejército, intercalados. Después de 37 descensos, ‘Rambo Criollo’ tuvo su turno. La operación fue cerrada por el teniente Mejía, quien había relevado al soldado de la contención de la escalera. Mejía caminó de espaldas, siempre apuntando hacia los escalones,. Hasta que la perdió de vista.
Abajo estaba la Cruz Roja. Al apearse de la canastilla, el teniente Mejía enfrentó al capitán que se había bajado con los heridos: -¿Por qué no se quedó con nosotros?, ¿para no quemarse con todos? Y enseguida dio la vuelta y ordenó: -Vamos a meternos por debajo, porque por arriba no pudimos. Al arrancar, ‘Rambo Criollo’ tropezó y se tronchó los dos pies, que estaban completamente hinchados. Se levantó y, como pudo, llegó hasta un muro, para recostarse. Entonces dijo: -No puedo más, me voy para mi casa-. SE escondió detrás de la pared, para ponerse la chaqueta encima del chaleco antibalas, invirtiendo la posición original de la ropa. Escondió la pistola debajo del cinturón y se montó en un taxi que estaba estacionado muy cerca. -¿Qué pasó allí?- le preguntó el taxista. -Es que soy mensajero del Palacio de Justicia y acabo de salir, por favor, lléveme al Hospital Militar. -Pero, cuando iban por la calle 26, rumbo al centro asistencial, le pidió que desviara hacia su casa, ubicada en el noroccidente de Bogotá, no muy lejos del Aeropuerto Internacional el Dorado.
*** La angustia aumentaba con el paso de las horas. En la noche, cuando desde su casa veía el fulgor del incendio del Palacio de Justicia en las imágenes de los noticieros de televisión, lo carcomía la sensación de impotencia. Umaña insistió por teléfono, para que la familia del magistrado Carlos Medellín siguiera presionando una solución para los civiles. No pudo conciliar el sueño hasta las cinco de la madrugada, cuando lo venció el cansancio. ***
Nadie durmió. Pero tampoco vieron televisión –deliberadamente evitaron que la esposa del penalista siguiera los hechos- y por la radio supieron que había llamas, pero nadie alcanzó a imaginar la magnitud del incendio. Apenas amaneció, Yesid se presentó en la oficina de Juan Guillermo Ríos. De allí siguió para Caracol. A las diez, cuando Reyes Echandía llevaba más de catorce horas muerto, Yamid Amat se comunicó con el director de la Policía y el hijo de Reyes Echandía, que desconocía la suerte de su padre, también le habló: -General, ¿qué sabe de mi papá? -No se preocupe, Yesid, acabo de hablar con él y me dijo que se encuentra bien. Pueden estar tranquilos.
A partir de hoy, y durante toda la semana, Utópicos.com.co publicará varios artículos sobre cómo diversos colombianos vivieron este terrible acontecimiento.
Iniciamos esta serie con una crónica inédita, escrita por Luz Helena Sánchez Gómez, médica de la Universidad Nacional, amiga del magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Horacio Urán, muerto al final de la retoma del Palacio.
Mi Palacio de Justicia.
Por: Luz Helena Sánchez Gómez*
Médica de la Universidad Nacional, amiga del magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Horacio Urán, muerto al final de la retoma del Palacio.
Anoche leí la noticia de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por la desaparición de 13 personas en la “retoma” del Palacio de Justicia y por la ejecución extrajudicial del magistrado Carlos Horacio Urán, mi amigo.
Primero vino Tacueyó a la memoria herida.
En el principio no fue la palabra. En el principio no fue la luz. En el principio fue una masacre, una tira de tacos de dinamita, un bombazo.
Era un soleado medio día en la sabana que se veía verde y diamantina desde el avión en que llegaba de Neiva, de dictar una conferencia sobre la familia y las relaciones de poder entre varones y mujeres. La noche anterior nos fuimos con los profesores de la Universidad a tomar unas cervezas y, tal vez, alguna tomó unos guaros de más. Recuerdo que nos sirvieron un asado y conversamos, reímos, discutimos y nos abrazamos en la despedida. Nunca nos volvimos a encontrar.
El día 6 había salido del Club La Montaña, de la Universidad Javeriana, de un evento sobre salud primaria. En alguna parte tengo guardada una foto mía haciendo una intervención.
En el mismo momento en que dicen que el EME se tomó el Palacio, yo salía de la ciudad. Me dijeron después que frente a mi casa, por la Quinta, los tanques Urutú pasaron quince minutos después. Debieron haber salido del Cantón Norte y tendrían que haberse tomado al menos una hora.
Nadie sabía nada. En Neiva nadie sabía nada. Mientras empezaba el drama, nosotros permanecíamos en la ignorancia.
Nadie habló de nada diferente a los gracejos, propios entre gente que se tiene afecto y, claro, continuamos el debate y la confrontación de ideas.
Era la noche del 6 de noviembre de 1985. Nunca puedo recordar el día de la semana.
Al día siguiente llegué afanosa, abrí la puerta de mi casa y sentí un vacío que no puedo explicar hoy todavía.
— ¿Qué está pasando, Ligia? ─le pregunté a la chica que me ayudaba en esos tiempos. Respondió que no había nadie, que todos me esperaban en casa de la señora Ana María. No pregunté nada. No me adelantó nada.
Solo se veía algo apurada. Con unos ojazos que me miraban como advirtiendo sin palabras.
Subí, me di un duchazo, me cambié la ropa calentana a sabanera, para estar a tono.
Caminé presurosa hacia el norte, hacia la casa de Ana María, Carlos Horacio y las niñas.
Abajo, a la entrada del edificio que había sido de los Lloreda, el Edificio Manizales, vi a Germán Castro Caycedo y a un señor que fumaba sin parar. Apenas nos hicimos un gesto con la mano.
Me anuncié por el citófono. Subí al quinto piso y vi una sala llena de gente. No sé quien, no sé cómo, tal vez mi esposo, Francisco José, me dijo que se habían tomado el Palacio de Justicia. SE TOMARON EL PALACIO DE JUSTICIA Y CARLOS HORACIO ESTÁ ADENTRO. Bum.
Así como sonaron las bombas de Pablo y sus amigos y enemigos en los años siguientes.
Bum.
Así mismo recibí la noticia del asesinato de Héctor Abad y de Leonardo Posada, de Guillermo Cano, de Silvia Duzán, de Elsa y Mario, de…
Entonces es verdad. Iba a suceder. Sucedió. Las fuerzas del orden, que decimos aquí, lo sabían. El Palacio había tenido protección especial porque había indicios de un plan del M-19. Ese día, el día de la toma, Carlos le había dicho a Ana María, cuando lo dejó antes de irse a la Universidad: —Retiraron la guardia, hoy se toman el Palacio. Nos dejaron sin protección. En fin, a borbotones me contaron de qué se trataba. Yo no entendía nada. Solo que, a medida que pasaba el día, había más gente en esa casa y más caras largas y una tensión sin nombre, como cuando se espera lo peor pero nadie quiere darle nombres. Para entendernos, era el segundo día de la toma. Fernando Gómez Agudelo, el señor que fumaba sin parar, tenía un radio Citizen Band y con él podíamos escuchar las comunicaciones de generales que se llamaban entre sí “Peón”, “Paladín”, o algo así.
A media mañana -o algo así-, escuchamos por el Citizen Band de Fernando que el presidente Betancur le había pedido al Dr. Carlos Martínez director de la Cruz Roja Colombiana, que se desplazara al Palacio de Justicia con un mensaje. Estábamos abajo, en la calle, Fernando fumaba sin parar.
Escuchamos cómo los militares le pidieron que esperara un poco para asegurarle la entrada. Mentira. Algunos minutos después se escuchó un tremendo estruendo. Era la arremetida final contra el baño donde, se supone, estaban varios de los magistrados y algunos de los guerrilleros. Dicen que Carlos Horacio estaba ahí y de ahí salió vivo. Ahora me explico: tal vez allí, en alguna ventana, se hizo unas cortadas pequeñas en varios de sus dedos de la mano derecha. Unas horas después, al día siguiente, cuando trataba de memorizar su cadáver en el pequeño “cuarto de los guerrilleros”, en Medicina Legal, vi esos dedos, tal vez tres, untados de una grasa negra. Cuando me incliné un poco, solo un poco, dizque para no llamar la atención, el rubio ese con bata blanca de médico se dirigió a mí y me dijo: —Eso se lo hizo con una granada el hijo de puta guerrillero. Ni lo miré. Solo miré, y muy bien, el cuerpo que estaba a su lado. Era uno de los jefes del comando guerrillero. Después de rendir testimonios en la Fiscalía olvidé su nombre.
Pero no nos adelantemos a los hechos.
Esa noche, la del día siete, justo antes de que comenzara el Noticiero de las 7, que dirigía Juan Guillermo Ríos, salí presurosa, sin contarle a nadie. Arrimé a mi casa, me puse la bata blanca de médica y me colgué un estetoscopio al cuello. Iba en Misión Médica, según mis cálculos. Iba para Medicina Legal a buscar el cadáver de Carlos Horacio.
Pasé la entrada sin que me preguntaran nada, quién era ni para dónde iba. Actuaba como Pedro por su casa. Siempre había sido así. Mi viejo y querido lugar de prácticas, donde pasé más tiempo del que mandaba el currículo para aprender un poco más. A alguna de las señoras de servicios generales le pregunté por el maestro Egon Lichtenberger, el director y mi viejo profesor de Patología. Lo encontré en su oficina.
—En qué le puedo servir, doctorra ─con sus erres pronunciadas de alemán colombianizado. —Es que vengo a buscar a un amigo que estaba en el Palacio. Es un abogado. Es magistrado. Es el Doctor Carlos Urán. Hizo llamar a una médica forense que resultó ser una vieja colega de la Universidad Nacional, la Dra. Alarcón. Le ordenó que me ayudara en la búsqueda y que me permitiera buscarlo donde yo quisiera. Ángela me llevó a las salas donde siempre practicábamos las necropsias. Aún no comenzaban las tareas. Solo había cadáveres, más de los que yo podía o quería contar, en las bandejas, en las cubetas, en las neveras. Abrí una a una las puertas de las neveras: nada, aquí no hay nada. Nada era Carlos. Nada era lo que sentía en el estómago. Una ira y un dolor contenidos que me parecía iban a estallar. Calma Luz H. Tú aquí no vas a hacer un show.
Una segunda vuelta por las salas, las bandejas, las cubetas, las neveras. Nada. No encontré NADA. Fui de nuevo a la oficina del director y le dije que no encontré NADA. Prometí volver al día siguiente. El Dr. Egon me respondió con serenidad y sin apuro: —Como quierra, doctorra.
Regresé a casa de Ana María, Carlos Horacio y las niñas. Les conté que había estado en Medicina Legal y no había encontrado a Carlos. Supe después que Germán y Fernando se habían ido a los hospitales. Eso dijo German en un reportaje, no sé.
Ana María y no sé quién más habían visto el noticiero de la noche, el de las 7, de Ríos, donde también trabajaban María Luisa Mejía y Hernando Corral. Ella me dijo que vio salir vivo y cojeando a Carlos Horacio.
—Carlos está vivo, lo vi salir por la puerta del Palacio. No respondí nada y me fui a descansar. El día 8 salté de la cama como a las seis. Mi esposo me pidió que descansara un rato más. Le dije: —Me voy para Medicina Legal, a buscar a Carlos. —Pero si Ana María lo vio saliendo vivo ─me respondió él. —No importa. Voy para Medicina Legal. —Yo te acompaño ─me dijo.
Me duché en un santiamén y salimos para allá.
Nuevamente busqué al Profe Egon. Estaba en el parqueadero, una especie de patio con una gran puerta como de garaje, por donde entraban los carros mortuorios a recoger los restos después de los procedimientos médico legales. Hasta allí llegué y, mientras más andaba, más extraña era la escena. Cantidades de personas que no eran del lugar, todas en bata blanca. Todas expectantes. Todas a cargo del lugar.
—Busco a mi amigo el magistrado Carlos Urán ─le dije al Profe Egon, de nuevo, después de saludarlo. Le pidió a un médico joven, cuyo nombre nunca supe, que me acompañara al “cuartico”. Esta vez no me digirió a la morgue propiamente. Al lugar donde había estado la noche anterior.
El joven galeno, solícito, me tomó del brazo y me dijo: —Doctora, tenga cuidado, que dicen que ése es el “cuarto de los guerrilleros”. Doctora, tenga cuidado, que no son todos los que están.
Le expliqué a Francisco José que yo iba a entrar primero y que luego entraba él. Así fue.
Ingresé a este pequeño cuarto, al que nunca había visto en uso. Era un espacio pequeño. A mano izquierda entrando, colocadas perpendicular a la pared lateral y oriental, estaban alineadas CINCO camillas o cubetas donde se colocaban los cuerpos en preparación para las mesas de la morgue, con el fin de practicar las necropsias. Despacio, muy despacio, recorrí cada uno de los cuerpos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Carlos Horacio es el segundo, y también es el cuarto. Depende desde dónde se cuenten los cuerpos.
¿Y por qué está tan pálido, tan blanco, tan limpio? ¿Por qué se ve emaciado, por qué se ve tan álgido?
Dolor en su rostro y también serenidad. Qué blancura. Todos blancos. Limpios. Inmaculadamente lavados, limpiados y tal vez maquillados. Ni un rastro de sangre, ni de mugre. Ni un moretón, un golpe, una herida, nada de tierra, hollín, nada de ropa. Nada de nada. Todo tan limpio. Voy hasta la pared del frente del pequeño cuarto y me repito el recorrido, tomando nota de los dos cuerpos contra la pared entrando a mano derecha. En forma paralela a la pared, dos cuerpos más. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete.
Reconocí a la Doctora Fanny González, con quien había tenido trato en Manizales en eventos académicos. Hacia los pies de ella, hacia la puerta, al Doctor Manuel Gaona. En la mitad, un pequeño sendero de menos de un metro y medio por donde fui, una vez más, hacia la pared contra la cual se recostaba el cabrón de bata blanca. El que me dijo lo de la granada. Repetí el recorrido en el sentido contrario. Quería grabarme todo. Quería que mi memoria fuera como una Polaroid de esas de auto revelado. Quería que ese momento eterno no terminara. Quería morir de desesperación y sabía que no haría ni una mueca. Ni haría una pregunta. Ni expresaría nada. NADA era lo que tenía adentro de mí. La nada. El horror. El sin sentido.
Más temprano en la mañana, mientras el Dr. Egon daba algunas órdenes, llegó un furgón inmenso de color plateado que brillaba a la luz del sol mañanero. Dijeron que ahí venía el Doctor Reyes Echandía. Abrieron sus puertas de par en par y se podían ver bolsas de polietileno transparente apiladas. Muchas bolsas de polietileno apiladas, o unas al lado de las otras. Los auxiliares de Medicina Legal empezaron a sacar bolsas una a una en las mismas cubetas de aluminio de siempre, primero en cubetas individuales, después más de dos en una, es que no había cubetas para tantas bolsas.
—Ese es el Doctor Reyes Echandía ─dijo uno de los operarios. —Y ¿cómo sabe? ─le pregunté yo. —Por el reloj. —¿Cuál reloj? —Pues el reloj que tenía el presidente de la Corte y por el cual lo reconocieron desde el comienzo.
Cuento bolsas y miro a las ventanas del segundo piso, creo que estaban pintadas de rosa. O tal vez eran rosa los delantales que tenían, de esos que usan los médicos, pero rosa. Veo rostros descompuestos de las secretarias, de las mujeres de servicios generales. Mudos y pálidos. Miro varias veces, tratando de fijar la escena en mi mente y pienso: Quién fuera cineasta para filmar esta historia.
No le pierdo la cuenta a las bolsas. De pronto siento que me voy a caer al piso y sé que no puedo hacer este show aquí. Llego a cuarenta y cuatro y paro de contar y de mirar. Miro al cielo y les pido a los ancestros que me informen que esto no está pasando. Que yo no soy yo. Que esto no es posible. Volvamos a lo del cuarto.
Salgo del cuarto este, “el de los guerrilleros”. A la salida me espera mi esposo. Lo tomo de la mano y le digo en voz muy baja: —Entra con cuidado, que el cabrón que está ahí es uno de ellos. — ¿De quiénes?, me pregunta Francisco. —Pues de ellos, de los que lo mataron.
Me pregunta si reconocí a Carlos y le digo que no. Es verdad, no estaba segura. No quería estar segura. Entra, y a los minutos sale, desencajado, y me dice, al oído casi: —… es el segundo entrando a mano izquierda. —No sé -le respondo. Como sea, le pregunto al Dr. Egon si ya se han practicado las dactiloscopias y le digo en voz muy alta, para que todo el mundo escuche: —Dr. Egon, el Procurador Jiménez Gómez está buscando al magistrado Urán y está tratando de comunicarse con usted. — ¿Y encontró a su amigo, doctora? —No estoy segura -le respondo. — ¿Cómo? ¿No es, pues, su amigo? —Sí, pero no estoy segura. — ¿Cuál es el nombre completo de su amigo? -me pregunta él. Le respondo: —Carlos Urán. —Sí, pero ¿el segundo apellido? —NO SÉ. — ¿Cómo, no es su amigo? —Sí, pero no sé cuál es su segundo apellido. —Hombre, llame a ver y pregunte por el Doctor Carlos Urán -le dice al cabrón ése de bata blanca, que ahora está junto al teléfono en la pequeña caseta donde se apostaban los celadores. El cabrón marca un número y pregunta por Carlos Urán. Algo le dicen al otro lado y él replica: —Sí, Carlos Horacio Urán Rojas.
¡Mierda!, pienso yo.
El hombre se voltea y le dice al Dr. Egon que no, que las dactiloscopias no se han practicado aun.. Miente. Mintió. ¿Cómo hizo para saber el nombre completo, si la dactiloscopia no estaba lista? Pensé que el hombre trataba de ganar tiempo, no sé para qué.
Salí como alma que lleva el diablo a casa de Ana María. Eran las 11 de la mañana o algo así. Ella llegaba de una sesión con el General Nelson Mejía Henao, Procurador de las Fuerzas Armadas. Con él vio de nuevo el video donde aparece Carlos vivo y cojeando mientras está saliendo del Palacio. Cuando abrió la puerta me dijo:
—No era Carlos.
Solo atiné a preguntarle:
— ¿Carlos tiene alguna señal particular en el cuerpo?
—Sí ─me dijo ella─. U¬na cicatriz de operación de apéndice al lado derecho─, y se señaló. Es Carlos, me digo para mis adentros. —Mi padre tiene un turupe entre ceja y ceja, así como el mío─ me señala Anahí, la hija mayor. Es Carlos, me repito. —Bueno ¿quién puede volver conmigo a Medicina Legal? Alguien de la familia. —Que te acompañe Víctor.
Salimos Víctor, Gloria Isabel Ocampo y yo rumbo a Medicina Legal. Nadie pronuncia una palabra. Afuera nos parqueamos y le pido a Víctor que entre él solo. Nosotras nos quedamos conversando, nerviosamente, todo el tiempo que el primo de Carlos tarda en los procedimientos de reconocimiento y firma de documentos. Sale impertérrito y nos dice: —Es Carlos. Está muerto
Primicia para Utópicos.com.co
Fotografía tomada de semana.com. Villa de Leyva, diciembre 11 de 2014
Edición: Constanza Vieira@constanzavieira
*Sobre la autora:
Luz Helena Sánchez Gómez Médica de la Universidad Nacional (1977), tiene un título de Harvard en salud pública (1980). Hizo su rural en patología y ciencias forenses. Luego adelantó una pasantía de más de un año en Medicina Legal porque quería ver cómo se hacían los reconocimientos de las mujeres violadas. Feminista, es cofundadora de la Casa de la Mujer en Bogotá.
El documental experimental retrata la relación del ser humano con los animales a través del consumo de la carne.
Paola Córdoba @paocordoba1312
Los Premios Césares es el concurso universitario de mayor reconocimiento a nivel nacional; son organizados por la Universidad de Manizales.
Entrevista a Diego Alejandro Rizo (Director)
1. ¿Cuáles fueron los motivos para realizar el documental ‘En su carne’? Quería experimentar a través del lenguaje audiovisual para proponer un espacio de reflexión acerca del tema del consumo desproporcionado de los animales y tener en cuenta su sufrimiento, comparándolo con la condición humana.
2. ¿Tiene pensado realizar otros cortos audiovisuales que tengan relación con el mismo tema?
La verdad, no. Ya fue suficiente.
3. ¿Por qué esa decisión tan radical?
Por qué es un tema en el que uno va entendiendo que se enfrenta a constantes contradicciones. El punto de vista de aquel momento pudo haber cambiado el día después del rodaje.
4. ¿Se siente satisfecho con realización del corto?
Sí. Aunque en el proceso pudo haber pequeñas frustraciones, ver materializada una idea y haber compartido con quienes pusieron su disposición y talento, es el mejor premio.
5. ¿Cuáles han sido los comentarios de quienes han visto el corto y apoyan el tema?
Ha habido comentarios críticos y positivos. El que más recuerdo es el de mi abuela: ¿Eso tan horrible para qué sirve? ¡Haga algo que valga la pena!
6. El hecho de que sea vegetariano, ¿lo impulsó a escoger este tema?
Tuvo mucho que ver la forma en que veo el consumo de carne animal por parte de humanos. Pero no quise imponer nada, ni decir que ser vegetariano es la opción. Más bien, que quien vea el producto reflexione acerca de su sufrimiento y muerte de los animales debido a esas prácticas.
7. ¿Cómo fue el rodaje?
Hubo una linda energía, acento mexicano, poesía, buena comida, cervezas y un gran trabajo.
Entrevista a Harold Gómez González (Producción)
1. ¿Qué significó para usted en su ámbito profesional que su proyecto fuera nominado a los Premios César?
Este fue un trabajo en equipo. Es el reconocimiento al esfuerzo, el trabajo y la pasión que le ponemos a todo lo que hacemos; además, es una responsabilidad muy grande para seguir haciendo las cosas cada día mejor.
¿Tiene pensado realizar otros productos audiovisuales del mismo género?
Siempre hay proyectos, algunos se llevan a cabo, otros aguardan a que llegue el momento para ser revelados y otros no salen. Quisiera reestructurar una idea que tengo sobre la realización de un cortometraje qué llevé a cabo pero el resultado no me gustó. Las ideas pueden ser individuales o colectivas, pero la realización de los proyectos tiene que ir acompañada de un equipo humano, al cual se le asigna roles, de quienes se encargan de producción, script, sonido, arte.
¿Cuál fue su mejor experiencia en la grabación de este corto?
El aprendizaje que deja cada trabajo, aprender de los errores de la gente, del ejercicio de realizador audiovisual, además que a pesar de las extensas jornadas de grabación -en total dos días- y de todo el estrés que se vive en un proyecto. Había mucha disposición del equipo para que las cosas salieran de la mejor manera y el resultado de todo esto se ve a largo plazo, como lo que está pasando con la nominación a los Premios Césares.
Entrevista a Yulieth Morales (actriz del Corto)
1. ¿Qué esperaba al actuar en el corto “En tu Carne”?
Pues yo hacía teatro de niña y no era difícil el tema de la ropa, pero si tenía expectativas de lograr lo que ellos querían, porque la idea no me parecía tan clara, pero me sorprendió muchísimo cuando lo pude ver.
Yo sabía, desde que estuvimos en grabaciones que el documental saldría de la Universidad, ya que su elaboración fue minuciosa y el trabajo era algo diferente y por eso causaría impacto en el público.
2. ¿Cómo fue el trabajo en equipo de la producción?
Excelente, pienso que fue Diego Alejandro y Cristian Zúñiga fueron quienes compaginaron muy bien la idea y los colaboradores nos proporcionaron a los actores lo necesario para hacer un trabajo de calidad. Todo fue muy bien organizado para lograr esta producción.
Me despierto sobresaltado a las 6.28 de la mañana. Un pálpito proveniente de las entrañas de la tierra acaba de estremecer la superficie del suelo. Salgo de la carpa y contemplo cómo una nube grisácea oscura -casi negra- se come un pedazo del cielo de Baños de Aguasanta, un pequeño paraíso situado en el suroriente de los Andes ecuatorianos, a cuarenta y cinco minutos de Ambato, capital de la provincia del Tungurahua.
A media hora de Latacunga, enquistada en la población de Saquisilí, está la laguna Quilotoa, un volcán presuntamente extinto del que algunos volcanólogos, como Arturo, desconfían, pues presenta algunas fumarolas pequeñas en sus orillas. Se dice de esta laguna de agua salada, que está conectada con el océano en lo profundo de la tierra.
Tierra pródiga en fuentes hídricas y ampliamente generosa en sus frutos, en cuyos huertos pueden apreciarse repollos del tamaño de una pelota de baloncesto; moras, uvas y limones que evocan a Canaán, la tierra prometida que refiere la biblia en los libros Éxodo y Deuteronomio.
Santuario de colosales cóndores que franquean el firmamento con sus alas extendidas, abrazando la inmensidad, entregados a la voluntad de las corrientes de viento; parecen, en su vuelo, centinelas de la Mama Tungurahua, el volcán que señorea el valle sagrado a cuya provincia debe su nombre y que ahora hiere el azul del cielo, como advirtiéndoles a los humanos que va siendo hora de ajustar cuentas por las abominaciones cometidas contra la tierra.
-¡Chuta! la Mama se despertó enojada. Ha de ser tanta joda (parranda) en el pueblo- comenta Fausto, el dueño del camping donde me hospedo, y yo no evito sentir un ligero cosquilleo de culpa por la juerga de juanchaca, destilado de caña similar al Viche del pacífico colombiano, cuya resaca ahora me acosa.
La culpa (no la jaqueca) no tarda en atenuarse, gracias a las palabras de Luis, un empleado de Fausto, descendiente de los Chibuleos, un pueblo que ha habitado estas regiones desde épocas precolombinas. Según Luis, el mito le atribuye la erupción a un ataque de celos de la mama Tungurahua, que ha sorprendido al Taita Chimborazo, su esposo, coqueteando con la mama Cotopaxi. Una suerte de triángulo volcánico amoroso.
La mama Tungurahua (garganta ardiente), nombre que los Kichwas le dieron a esta montaña rocosa crestada de nieve que se eleva a 5.029 msnm, es en realidad, según Afranio Mendoza, volcanólogo del Instituto Geofísico Ecuatoriano, un estratovolcán, o volcán compuesto. Estos volcanes tienen laderas bajas y empinadas laderas superiores, creando un cono cóncavo hacia arriba, y con varias aberturas distintas; el cráter de la cumbre suele ser pequeño.
La Mama Tungurahua tiene en vilo a las autoridades ambientales desde el 17 de octubre de 1999, cuando interrumpió su siesta de más de dos siglos con una vigorosa erupción. Fue declarada la alerta naranja y la población de Baños de Aguasanta fue evacuada en su totalidad por la fuerza pública, siendo reubicada en refugios dispuestos en Pelileo, Ambato y Riobamba.
Durante tres largos meses, Baños representó con fidelidad un pueblo fantasma en cuyas calles deambulaba el silencio.
José Páez transporta lácteos en su camioneta Luv modelo 80 color vino tinto, en la que me dio un aventón hasta Ambato. Nació y se crió en Baños, y fue uno de exiliados del volcán. Su padre, al igual que muchos de sus vecinos, se aventuraba a ingresar al pueblo a hurtadillas, poniendo en riesgo su existencia, al atravesar escarpadas montañas, ricas en despeñaderos y derrumbes, para poder llevarse lo que podía, como un ladrón, y tomar de las cosechas de su propio cultivo.
Un día, un lugareño fue sorprendido acarreando sus frutas por los militares que cercaban las vías de acceso al pueblo. Lo detuvieron y lo golpearon, atizando atizando la indignación colectiva de los baneños, cuya tolerancia ante las circunstancias claudicó. Armados de piedras, palos, machetes y coraje, el 5 de enero de 2000, los habitantes del pueblo obligaron a los militares a retirarse de las vías y retornaron así, a la brava, a sus hogares.
Desde entonces hasta ahora, la Mama ha estado activa, presentando repetidos episodios turbulentos, como el que se registró el primero de febrero de 2014, con constantes emanaciones de ceniza. O la que hoy me cabe en suerte presenciar. Sin embargo, los baneños aseveran que no volverán a marcharse de sus casas y que, bajo la protección de su matrona, la Virgen de Aguasanta, podrán convivir en armonía con la bellísima y monstruosa Mamita Tungurahua.
Al día siguiente, en un autobús de Ambato un hombre lee El Heraldo y alcanzo a ver la noticia: la ceniza cayó de manera moderada en Puela, El Manzano y Chonglontus, pequeñas poblaciones cercanas a Riobamba, capital de la provincia de Chimborazo, separada 45 kilómetros del coloso y descomunal volcán nevado que la nombra. En el Ecuador hay varias provincias que reciben el nombre de alguno de sus volcanes, como Imbabura, Cotopaxi, Chimborazo, Tungurahua y Pichincha (esta última, sede de la capital, Quito. El hombre nota mi atención a y me dice con sorna –La gente de Chimborazo se la pasa reclamando propiedad por nuestro volcán. Que se queden con la ceniza-.
El Taita Es este, el Taita Chimborazo, llamado Techo del mundo, el punto más alto del planeta y más cercano al sol, desde el centro de la tierra. El Éverest, ubicado entre Nepal y China, es el punto más alto desde el nivel del mar. Esto se debe a que el diámetro terrestre en la latitud ecuatorial es mayor que en la latitud del Himalaya.
Erguido a 6323 msnm, su sueño de más de medio milenio es un reto altamente atractivo para avezados alpinistas de todo el mundo que ascienden ese monte cuyas fauces de nieve han engullido las vidas de temerarios que, reducidos por el ahogo o sepultados bajo cruentas avalanchas, han pasado a ser momias gélidas, como las halladas en agosto, que se presume datan de 1993.
La ira de la tierra Más al norte, a hora y media de Quito emerge, a 5897 metros desde el nivel del mar, la ensoñadora Mamá Cotopaxi, cuyas constantes emanaciones y abrumadores rugidos se diseminan como un hálito de terror en los cantones de Latacunga, Aloa y Mulaló. Este volcán presenta una estructura cuneiforme casi perfecta y su actividad difiere de la de su contendora, la Tungurahua, que lleva 16 años de erupciones episódicas que expulsan pocas cantidades de flujo piroclástico; por su parte, Cotopaxi presenta una convulsiva actividad interna que en cualquier momento puede estallar, dando lugar a una tragedia como la de 1877 en Latacunga o la extinta Armero, en Colombia, producto de la erupción del volcán Nevado del Ruiz en noviembre de 1985.
A media hora de Latacunga, enquistada en la población de Saquisilí, está la laguna Quilotoa, un volcán presuntamente extinto del que algunos volcanólogos, como Arturo, desconfían, pues presenta algunas fumarolas pequeñas en sus orillas. Se dice de esta laguna de agua salada, que está conectada con el océano en lo profundo de la tierra.
El descomunal encanto de estos dragones de piedra que señorean altivos sus vastas regiones, despertaron la inspiración del maestro de la ficción, Herbert George Wells, cuyo genio bebió de estos paisajes para forjar una narración fantástica, que de paso recomiendo al lector, titulada ‘El país de los ciegos’.
Los Andes que atraviesan el territorio ecuatoriano constituyen una singular vecindad llamada “el corredor de los volcanes” y que a su vez hace parte de un curioso fenómeno geológico llamado cinturón de Fuego del Pacífico. Los más de 20 volcanes están situados en las cadenas montañosas cercanas a las costas bañadas por el oleaje del océano Pacífico.
Allí se concentran algunas de las mayores zonas de subducción del planeta; es decir, el lecho del océano reposa sobre varias placas tectónicas que están en permanente fricción y por ende, acumulan tensión que, al liberarse, dan lugar a una palpitante actividad sísmica y volcánica en las regiones que comprende.
Según el portal Volcanopedia.com, el Cinturón de Fuego se extiende sobre 40 000 kilómetros y tiene la forma de una herradura. Sus eslabones están desperdigados por el territorio de Chile, Argentina, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Guatemala, México, Estados Unidos, Canadá, pasa por las islas Aleutianas y desciende al Asia cruzando por las costas de Rusia, Japón, Taiwán, Filipinas, Indonesia, Papúa, Nueva Guinea y termina en Nueva Zelanda, Oceanía.
Abarca 452 volcanes y concentra más del 75 % de los volcanes activos e inactivos del mundo. Alrededor del 90 % de los terremotos del mundo se producen a lo largo del Cinturón.
El edénico Baños de Aguasanta ha quedado atrás. Termino estas líneas en un hotel de la fría Riobamba, donde sus habitantes viven serenamente al lado de un Chimborazo que duerme hace más de 1500 años y según los geólogos, no despertará antes de 8000 años más. Situación divergente de la de los vecinos de Tungurahua y Cotopaxi, que conviven también, en apariencia tranquilos, con la posibilidad de una de las más rimbombantes manifestaciones de la muerte, por amor a su hogar, a su tierra y a su volcán. Lo que me recuerda los versos del poeta Juan de Dios Pessa: “Es volcán este amor a que me entrego; tiene el volcán sus nieves en la cima, pero circula en sus entrañas fuego”.
“
…El Éverest, ubicado entre Nepal y China, es el punto más alto desde el nivel del mar.
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La universidad Santiago de Cali realizó el conversatorio siglo XXI, que esta vez tuvo como ponentes invitados al comunicador del Comité Internacional de la Cruz Roja, Santiago Giraldo Vargas, y a Anna Leshchinskaya, delegada de detención, quienes explicaron las actividades que realizan en el mundo.
Por: Stiven Saldarriaga Bernal
Durante la ponencia, se explicaron aspectos fundamentales, como las labores de la Cruz Roja en cientos de países y cómo esta organización se diferencia en imagen en diferentes lugares, dependiendo de los contextos religiosos y sociales que permiten o no el uso de la cruz como símbolo. Tal es el caso de las naciones islámicas en donde no se utiliza el ícono del catolicismo, sino la media luna roja.
De igual manera, explicaron las acciones de promoción, acompañamiento y asistencia, mediante labores humanitarias imparciales, neutrales e independientes que se realizan en más de 80 países al servicio de la comunidad en casos de desastre natural, emergencias, enfermedades o guerra.
Por último, presentaron una de sus más recientes actividades con los reclusos de diferentes cárceles del país, mediante la campaña ‘Humanos adentro y afuera’, que busca aliviar el sufrimiento de quienes se encuentran tras las rejas y sus familias. En el desarrollo de esa campaña estuvo presente el trabajo del artista americano Benjamín M. Betsalel quien, mediante talleres de dibujo a presos y familiares, realizó una exposición con los retratos y las historias de estas personas, trabajo que se encuentra expuesto en la Biblioteca Departamental Jorge Garcés Borrero.
Valle del Cauca destaca en cultivo de algodón con semillas genéticamente modificadas, aumentando productividad y tolerancia a plagas. La siembra de algodón en 2023 se realizó de febrero-abril, con cosecha esperada en octubre-noviembre. pic.twitter.com/Ie1joNyLZ9