La resiliencia de una joven imparable 

“ESE ACCIDENTE ME ABRIÓ LAS PUERTAS. ME ABRIÓ LA VIDA”: ANGIE PABÓN. 

Autoras: Daniela Santamaría Rojas y Daniela Santamaría Rojas

Facultad de Humanidades y Artes

Corría el año 2013 en el corregimiento de El Queremal, cuando con tan solo 16 años, Angie Lizeth Pabón Mamián se enfrentó a un accidente de tránsito que, asegura, dividió su vida en dos. Costillas, cadera y esternón rotos, hígado fisurado y pérdida de sangre hicieron que los médicos tomaran la decisión de inducirle un coma para tratarla. Pero lo más grave fue que, finalmente, le diagnosticaron un trauma craneoencefálico grado 3, consistente en una disminución de la conciencia y dependencia de actividades básicas como el habla, caminar y hasta comer. Sin embargo, lo más difícil para ella fue la pérdida de la visión 

Con el tiempo, Angie recuperó sus capacidades cognitivas, aunque, poco a poco, empezó a sentir dolor y fatiga, además de que perdió peso. Los médicos le diagnosticaron una nueva enfermedad: fibromialgia. La joven sintió que el accidente causó un impacto muy fuerte y que cada vez se le cerraban más las puertas para una vida normal. “Fue un suceso que marcó mi vida de una manera impresionante”, recuerda tristemente Angie. 

Paradójicamente, no se imaginaba que, en ese momento, su vida profesional acababa de iniciarse. En 2017, el consejo amable de sus fisioterapeutas la llevó a probar, a regañadientes, el atletismo. “Desde el primer momento en que entré me gustó; me gustó ver la capacidad de la fuerza que tienen las personas para superar su condición”, asegura Angie, con ilusión en su voz, al recordar ese momento. 

El descubrimiento del deporte dio a Angie una nueva oportunidad de vida. A pesar de ser invidente, gracias a los guías, esto nunca ha sido un impedimento. Los guías direccionan el camino del atleta hacia la meta y a quienes se les exige seguir el ritmo en los entrenamientos. Luis Dahir Arizala Ocoró es el guía de Angie desde hace tres años, pero en su vida representa mucho más que eso: “es como mi hermano, es mi amigo. Yo siempre le digo: tú eres Cerebro y yo soy Pinky. Somos un equipo”. Y para Luis, ella “es una amiga y hermana que la vida me ha regalado; guerrera, luchadora, responsable y apasionada por lo que quiere”. 

Según ella, en el recorrido que ha emprendido, “el principal apoyo que nosotros en este momento tenemos es la parte técnica que ha estado en prueba de la mejora, y el apoyo de mi guía ha sido genial, también el apoyo económico por parte de Indervalle”.  Gabriel Pérez, coordinador de Paralímpicos del instituto, informa que “se apoya al deportista siempre y cuando tenga cierto tipo de medallas a nivel nacional. Se le apoya económicamente, en salud con sus nutricionistas, entrenadores, fisioterapeutas, psicólogos, y médicos generales. Tienen acceso, si ellos desean, a becas. Se está evaluando la posibilidad de suplir también la alimentación de los deportistas”. 

Sin uniforme y en tacones, así se ve un día en la vida hogareña de Angie. 

Para este equipo, también cree que una manito divina le ha ayudado, “de la mano de Dios todo es posible”, agradece y le atribuye todos sus logros. Sus creencias y dedicación fueron la receta perfecta para que deportista y guía vivieran la experiencia más satisfactoria de sus vidas: participar en los Juegos Paralímpicos Tokio 2020. 

Los dos amigos regresaron de Japón elevando el nombre de Colombia, al superar sus propias expectativas y convertirse en los ganadores de la medalla de bronce en los 400 metros planos. “Sin duda alguna, la mejor experiencia fue lograr nuestros objetivos en la pista, competir, obtener una medalla para Colombia y estar en el pódium al lado de la mejor para-atleta, que para mí es Angie Pabón” dice orgulloso Arizala.  

Sin embargo, todavía persiste su ambición, pues pretenden cambiar el color de su medalla en los Juegos Paralímpicos París 2024 y proclamarse como los mejores. Para Angie, esto está muy lejos de finalizar, “sigo soñando, sigo luchando, sigo esforzándome”. 

Pese a ser una ganadora olímpica mantiene su humildad intacta, asegura que sigue teniendo una vida normal y cuando se le pregunta por su competencia, contesta noble y sencillamente; “admiro a todas las personas que se esfuerzan y dan lo mejor de sí para hacerlos mejores, me encanta ver cómo se miden las grandes personas, me encanta guiarme por todos y cada uno de ellos”. 

La oportunidad que surgió para Angie no se ha limitado a ella, su éxito ha trascendido hacia su familia e, incluso, su pueblo. Logró darles una mejor vida a sus allegados y es un ejemplo de superación para quienes tienen el placer de conocer su trayecto de vida. “Adquirí mucha más responsabilidad, mucho más compromiso, no solo conmigo, sino con mi guía y con mi país”, agrega la deportista. 

La resiliencia y esfuerzo de la joven hicieron que una cancha de El Queremal lleve su nombre, declarándola ganadora de su propia historia. Si bien el corregimiento ha sabido recibirla con caravanas que la aclaman, esperan ansiosos el oro de su medalla. 

 

El descubrimiento del deporte dio a Angie una nueva oportunidad de vida. A pesar de ser invidente, gracias a los guías, esto nunca ha sido un impedimento. Los guías direccionan el camino del atleta hacia la meta y a quienes se les exige seguir el ritmo en los entrenamientos.“.

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Voces desalojadas: Los relatos de una víctima del conflicto 

Voces desalojadas: Los relatos de una
víctima del conflicto
 

Autoras: Geraldine Herrera|Ornella Bejarano.

Facultad de Humanidades y Artes

En las montañas de Colombia, donde la belleza natural se entrelaza con la sombra de un conflicto armado que ha perdurado por décadas, reside la historia de Hernes Ley Herrera, un hombre de raíces profundas en esas tierras, donde el café florece y los ríos serpentean entre los valles

Aunque su vida cambió drásticamente, él sigue luchando por un futuro mejor para su familia y la esperanza de que un día, las montañas de Colombia vuelvan a ser un lugar de paz y prosperidad. Su historia es un recordatorio de la resistencia y la determinación del pueblo colombiano en medio de la adversidad. 

Herrera vivía en un pequeño pueblo que por décadas había sido testigo de innumerables enfrentamientos entre grupos armados y el ejército. A pesar de las amenazas y la violencia que se cernían sobre su hogar, Herrera se aferraba a su tierra con valentía. Durante años, defendió su finca, donde cultivaba café y lulo, con la esperanza de preservar la herencia de su familia. “Estuve viviendo una vida de citadino y campesino, en Dagua (Valle del Cauca); en este municipio había enfrentamientos entre paramilitares  y la guerrilla”, comenta.  

Sin embargo, un día sombrío, a comienzos del siglo XXI, su vida se vio trastornada por el conflicto armado que asolaba la región, pues la violencia alcanzó su punto álgido. Herrera se vio obligado a tomar una decisión desgarradora: abandonar las tierras que habían sido su vida y refugio durante generaciones. “Llegando a los Alpes nos interceptaron el carro, un muchacho ‘mono’ (rubio) vestido de camuflado me dijo que no me preocupara y me preguntó que si iba para la finca, estaba con un grupo de 6 hombres. Me dijeron que siguiera. Cuando subí a pagarle a los trabajadores, me encontré a casi 200 guerrilleros en los Alpes pidiéndome que por favor los acompañara. Trataban mal al campesinado y nos dijeron que ese era el costo que había que pagar por la guerra”, agrega Herrera.  

Son las diez de la noche, pero Herrera no se siente cansado y quiere continuar con su relato; más bien, se nota nostálgico y retoma la narración tras una pausa. “Comencé a tener temores por mi familia, ya las amenazas crecieron; me decían que tenía que colaborarles y ayudar con ‘la causa’, pidiendo cantidades de dinero. Nos quitaron los celulares y todos los equipos mientras amenazaban a las personas y secuestraron a algunas”. 

Los días siguientes fueron de mucha zozobra, hasta que tomó una decisión radical: “Me tocó no volver, tuve que abandonar mis tierras con todo; bestias, ganado y cultivo”. Con lágrimas en los ojos, él y su familia emprendieron un doloroso viaje lejos de su hogar buscando un lugar a dónde pertenecer. Encontraron refugio en una ciudad distante, que les ofrecía seguridad, pero también un futuro incierto.  

“Cuando don Hernes y su familia tuvieron que partir perdí mi trabajo. Eran una familia que nos ayudaron por mucho tiempo”, relató Juan Carlos Rengifo, quien se encargaba de tareas relacionadas con el cultivo de café.  

Mientras la finca estaba abandonada, Herrera procuraba mantenerse al tanto de lo que sucedía con ella. Con frecuencia se acercaba al casco urbano de Dagua e indagaba con conocidos sobre la suerte de su tierra. Para su fortuna, nunca fue invadida y eso lo llevó a pensar que algún día podría recuperarla. 

A pesar de la adversidad, Hernes Ley se mantuvo fuerte. En la ciudad, él y su familia comenzaron de nuevo y trabajaron arduamente para reconstruir sus vidas, “después de abandonar las tierras, en la ciudad empezamos una vida nueva en donde estudiando y trabajando logramos salir adelante como profesionales, obviamente con mucho dolor al tener que irnos de un lugar que considerábamos hogar. Con el tiempo pude estudiar para ser docente y me pude posicionar en mi labor”, explica su esposa, Nubia Castrillón.  

Al referirse a sus estudios, se le nota el orgullo que siente: “Gracias a Dios, hoy en día soy un administrador de empresas con dos especializaciones. Es muy duro volver a empezar de cero”, señala. 

Aunque ya estaba acomodado en la ciudad, no perdía la esperanza de retornar a su terruño. Esta posibilidad se dio en el 2012, durante el gobierno de Juan Manuel Santos, cuando sancionó la ley 1448 de restitución de tierras, que había aprobado el congreso.  Pero tuvieron que pasar cinco años más: “hasta el 2017 pude tener esperanza de recuperarlas. En la actualidad, gracias a esta ley recuperé lo que me pertenecía”, explica Herrera.  

Ahora, combina las tareas urbanas con la vida en el campo. Ya está pensionado, pero su familia no quiere retornar a la finca; por eso, todos los fines de semana viaja hasta allá, para sentirse de nuevo en su ambiente.  

La historia de Hernes Ley Herrera es solo una de las miles de historias de colombianos que se vieron forzados a abandonar sus tierras debido al conflicto armado. Aunque su vida cambió drásticamente, él sigue luchando por un futuro mejor para su familia y la esperanza de que un día, las montañas de Colombia vuelvan a ser un lugar de paz y prosperidad. Su historia es un recordatorio de la resistencia y la determinación del pueblo colombiano en medio de la adversidad. 

 

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 El lenguaje del amor   

El lenguaje del amor   

Autoras: Valentina Martínez Ome|María Camila Pineda.

Facultad de Humanidades y Artes

Una familia sordomuda desafía las barreras lingüísticas con afecto, ingenio y determinación. 

“En la primaria, mi mamá acostumbraba a preguntarles a los maestros sobre mi rendimiento académico; un día, una de las docentes, al ver las señas que realizaba, la miró de manera despectiva y la ignoró. Mi madre reaccionó articulando una grosería, lo que hizo que ella y el resto del salón se burlaran”.

Cuando solo tenía 5 años de edad, Claudia Londoño Meneses estaba sentada en la sala de la casa y gritaba “mamá, mamá”, pero ella nunca acudió. Fue cuando se dio cuenta de que tendría que convivir con señas por el resto de su vida. 

En ese entonces, la familia de Claudia vivía en una casa pequeña pero acogedora, en el barrio El Vergel del distrito de Aguablanca (Cali). Aunque tenían una vida normal, lo que los hacía únicos y peculiares era su forma de comunicarse, pues los padres de Claudia eran sordomudos. Sus señas no limitaban su amor ni su conexión; por el contrario, los fortalecía, creando un mundo de gestos y miradas que solo ellos, como hijos, entendían, pues no manejaban el lenguaje de señas oficial, sino uno creado por su propia familia. 

A pesar de tener una pérdida auditiva del 100%, Aurora, la madre, tiene muy buena articulación, pues produce los sonidos de las palabras más comunes. En cambio, su padre, Jorge, es tartamudo y solo escucha algunos sonidos.  

Sus primeras palabras 

La familia fue un pilar importante en la vida de Londoño, pues la convivencia con sus tíos y primos dentro del mismo hogar permitió que ella desarrollara correctamente su etapa cognitiva y de lenguaje, que incluía palabras y muchas señas. 

Desde ahí su corazón se dividió en dos, pues su tía Rosa era la representante de todo lo relacionado con la salud y los tramites familiares. A su vez, su tía Estella era la encargada de su estudio y de su formación individual.  

A pesar de su condición, sus padres fueron personas muy trabajadoras y responsables, nunca les faltó nada y tuvieron todo lo necesario para cumplir con las necesidades básicas.  

Claudia es la hija mayor; era una niña vibrante y curiosa que tejió una red de comunicación que abarcaba mucho más que las palabas. Desde pequeña aprendió a entender el lenguaje de sus padres con fluidez, convirtiéndose en la intermediaria entre su familia y el mundo exterior. 

Durante su infancia enfrentó ciertas situaciones que, como era de esperarse, no eran iguales a las que vivían otros niños: “En la primaria, mi mamá acostumbraba a preguntarles a los maestros sobre mi rendimiento académico; un día, una de las docentes, al ver las señas que realizaba, la miró de manera despectiva y la ignoró. Mi madre reaccionó articulando una grosería, lo que hizo que ella y el resto del salón se burlaran”, relató un poco afligida.  

Debido a las diferentes situaciones que se presentaban dentro de la escuela, su tía Estella optó por imponer reglas que salvaguardaran la salud mental y física de Claudia. Una de ellas era que no podía ir a las casas de sus compañeros para hacer tareas, todos los trabajos los hacía de manera individual, pues debido a su condición hubiera sido imposible comunicarse con sus padres si algo sucedía.  

“Cómo dos hijos de personas sordomudas, que se rebuscan día a día pueden aspirar a ser alguien en la vida y mucho menos a ser profesionales”, fue uno de los comentarios negativos y prejuiciosos que rondaron la vida de Claudia.  

Haciendo caso omiso a todo esto, a medida que crecía Londoño enfrentó obstáculos cada vez más desafiantes, pero su determinación y su amor por su familia la impulsaban hacia adelante. En cada acción plasmaba su gratitud y su amor por aquellos que le habían dado tanto. 

Soñaba con ser médico, pero por cuestiones económicas debía empezar por un técnico de enfermería, que estudiaba simultáneamente mientras estaba en bachillerato; su familia lo financiaba con lo que obtenían en trabajos informales del día a día, es por esto por lo que ella contribuía siendo la mejor en todo. 

“Después de recibir mis dos títulos, mi vida laboral fue toda una travesía, inicié siendo circulante de cirugía y al pasar el tiempo, mi tía Estella nuevamente me impulsó hacia mi futuro, lo que hizo que me inscribiera a una carrera profesional”. 

Su primera opción era el programa de enfermería, pero luego de un diálogo con amigos y familiares decidió estudiar derecho, una carrera que se alejaba de todo lo que ella quería.  

A medida que los años transcurrieron, Claudia se forjó como abogada. Sin embargo, su mayor éxito no residía en los tribunales, sino en su habilidad para comunicarse con el mundo y con aquellos que la rodeaban. No fue a través de palabras, sino a través de los silencios que hablaba con elocuencia y profundidad. 

Enfrentando las dudas de sus padres sobre la utilidad de su carrera, Claudia tomó la iniciativa creando ‘Señas Legales’ (@se_legales), una cuenta en Instagram, donde divulga leyes y noticias jurídicas en lengua de señas, adaptando así el derecho a la comunidad sorda. 

 “No escogí mi carrera, me la puso Dios y fue su voluntad”, Claudia asegura, al tratar de explicar cómo, a pesar de los obstáculos, ha logrado integrar de manera única y maravillosa sus dos mundos. Profundamente agradecida por la familia que la vida le ha otorgado, ahora se proyecta con el propósito claro de continuar ayudando a personas con esa condición, desde su área profesional. 

No escogí mi carrera, me la puso Dios y fue su voluntad”.

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Descuido médico: Entre la esperanza y el desamparo

Descuido médicoEntre la esperanza
y el desamparo
 

Autoras: Nathalia Sánchez Motato|Camila Torres.

Facultad de Humanidades y Artes

Desde diagnósticos erróneos hasta tratamientos mortales, una historia de errores y ciega confianza en el equipo médico. 

El 2 de julio del 2008, Mady Erazo despertó creyendo que ese sería un día como los anteriores. Se levantó de su cama y se arregló para irse a la Institución Educativa José María Córdoba, donde cursaba tercero de primaria, sin saber que tendría que enfrentarse a una crisis que la marcaría de por vida. 

Era una de esas mañanas en las que los rayos del sol se filtraban suavemente sobre la ventana de la habitación de Mady. Mientras ella se apresuraba para salir, caminó hacia su tocador y se maquilló rápidamente, como si su cuerpo ya supiera detalladamente la rutina. Estaba un poco distraída, pensando en las tareas que debía realizar durante ese día. Cuando ya creía estar lista, observó su blusa y se percató que se veía desarreglada. Al ajustarla, su mirada se detuvo en el reflejo del espejo. 

Fue entonces cuando Mady detalló la cicatriz que marcaba su abdomen, una línea vertical definida que se extendía por su tórax. Ese segundo de distracción se sintió eterno para Mady, al reencontrarse con el recuerdo del 2 de julio.  La prisa se desvaneció en un instante y su mente llena de pensamientos se quedó en blanco. 

Dando pequeños pasos y con un suspiro profundo, se sentó en la cama. Ese mismo vacío que envolvía su mirada retornó hacia ella, haciéndola desaparecer de su alrededor.  

Recordó ese día como si hubiera pasado ayer. Las luces blancas del hospital y las voces de los médicos a lo lejos la atormentaron por un instante, lo que trajo consigo un torrente de emociones. “Es inútil seguir escondiéndola y pretender que no está ahí”, dijo, mientras observaba una vez más la cicatriz. 

 El día que le cambio su vida 

El 2 de julio del 2008, Mady Erazo despertó creyendo que ese sería un día como los anteriores. Se levantó de su cama y se arregló para irse a la Institución Educativa José María Córdoba, donde cursaba tercero de primaria, sin saber que tendría que enfrentarse a una crisis que la marcaría de por vida. 

Había nacido nueve años antes, el 3 de enero de 1999 en Cali. Era la hija menor de una familia yumbeña, y la más inquieta de todos sus hermanos. Como era amante del azúcar, no era nada raro que sus padres la encontraran comiendo dulces todo el tiempo. Justamente, se comió toda una bolsa de chocolates que su abuela Lida le había dado a escondidas para que los distribuyera durante la semana.  

Luego de disfrutar de los dulces, Mady sentía su estómago muy inflamado, y con pequeñas pulsaciones en su abdomen, que alertaron a su abuela. Después de revisarla y darse cuenta de que la bolsa que le había dado llena de golosinas estaba totalmente vacía, Lida les avisó a Maritza y Juan, padres de Mady, quienes la llevaron al Hospital La Buena Esperanza de Yumbo, sin saber que de ‘buena esperanza’ no tenía mucho la entidad de salud. 

Esperaron sentados para ser atendidos, en esas sillas metálicas que caracterizan a cualquier hospital. Finalmente, luego de dos horas, en el altavoz se escuchó cómo llamaban a Mady al consultorio 1. Un médico la reviso con poco detalle mientras que Maritza y Juan, atentos, esperaban el diagnóstico.  

No tiene nada, solo son parásitos, deben purgarla, dijo el doctor.  

Los padres soltaron un suspiro de alivio y confiaron ciegamente en el especialista mientras le recetaban el medicamento. 

Hora cero 

Su padre salió en busca del purgante y recorrió todas las droguerías de yumbo, pero, “por cosas de Dios” no pudo encontrarlo. Se resignó y volvió a la casa en la noche, encontrando a su hija más enferma. Mady tenía muchas manchas de sangre por todo su cuerpo y no se podía mover por su delicado estado. Decidieron llevarla de nuevo al Hospital, en donde la atendió otro médico, quien les dijo que su dolor era muy confuso y que no podía hacer nada por ella. Así que la remitió a urgencias a la clínica Tequendama, en Cali, donde le sacaron exámenes y llegaron por fin a un diagnóstico certero: Mady tenía peritonitis y tuvo que ser remitida a la clínica Rey David, de mayor complejidad, para ser operada de emergencia, porque su apéndice ya se había reventado. Su recuperación fue dolorosa y las secuelas, tanto físicas como emocionales, que Mady atravesó fueron muy fuertes.  

Tanto el diagnostico como la formulación del medicamento fueron totalmente erróneos, pues el doctor hizo el diagnóstico sin exámenes previos y puso en riesgo la integridad de Mady ,al ignorar la llamada ‘hora vital’. 

Secuelas en salud mental y física 

Al pasar los años se convirtió en toda una adolescente, le emocionaba salir con sus amigos y vestir acorde a su edad. Pero veía a sus amigas con blusas cortas, enseñando su abdomen y recordaba que nunca podría llegar a verse igual a ellas. Su complejo la atormentaba cada instante, verse al espejo y sentir que no es feliz con su cicatriz le recordaba por siempre el doloroso día que le cambió la vida. 

“Cada ser humano es un mundo diferente, todas las patologías tienen diferentes presentaciones clínicas, pero si no se tiene claro cuál es el diagnóstico del paciente al ingresar a nuestro servicio se debe contar con un protocolo de acción para cada síntoma establecido y de esa manera tomar los paraclínicos adecuados para aclarar el diagnóstico”, indicó el médico General Doiver Rosero. Por el grave estado en el que se encontraba Mady, si no se cumplía con el protocolo adecuado, existía una gran posibilidad de sufrir secuelas permanentes en su salud física y mental. 

Con el pasar de los años, Mady ahora ve todo con otros ojos, cree entender el propósito de esa marca en su piel y la acepta sin dolor o tristeza, pues, para ella, es su razón de seguir con vida.  

                                                                 

Mady ahora ve todo con otros ojos, cree entender el propósito de esa marca en su piel y la acepta sin dolor o tristeza”.

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Los olvidados invisibles

LOS OLVIDADOS INVISIBLES 

Autor: John Hamilton|Sebastián Valencia.

Facultad de Humanidades y Artes

La supervivencia del habitante en calle expone las problemáticas de una sociedad indiferente. 

En ese instante, desaparecieron las barreras entre dos desconocidos, la conexión humana floreció en toda su plenitud. Con su humildad, Breiner me demostró, en su esencia misma, su constante lucha por una vida mejor. 

Levantarse todas las mañanas es una tarea a la que todos están acostumbrados; sin embargo, nadie certifica que esto pase ante las mejores condiciones para un habitante de calle. Con el sol abrasador de un nuevo día en la mirada, la incertidumbre de tener “un plato sobre la mesa”, sin nada alrededor más que un maletín y un cartón para cubrirse del frío, así viven diariamente quienes no tienen un hogar. 

Breiner, más conocido como ‘el mono’, vive en la calle. Junto a su fiel compañera, la escoba, Breiner labora en las cuadras del barrio Ciudad 2000, ofreciendo servicios de aseo. Y como todo colombiano, ante la falta de empleo maniobra buscando algo de dinero. Los vecinos lo han visto cargar escombros, jardinear, barrer andenes, limpiar calles y hasta rellenar los huecos de las vías. A cambio, solo pide ser recompensado con algo que calme su hambre.  

De acuerdo con el Ministerio de Salud y Protección Social, “los habitantes de calle son aquellas personas que hacen de la calle su lugar de habitación ya sea de forma permanente o transitoria (Ley 1641 de 2013), es decir, desarrollan todas las dimensiones de su vida en el espacio público”. Esta situación es compleja en todo el mundo por factores que limitan sus recursos básicos de vida. 

Eran las 8:04 de la mañana de un jueves cualquiera. Desde las primeras luces naturales, un aire de expectación llenaba el ambiente. El sol ascendía majestuoso en el cielo, iluminando los rostros de tres individuos en igualdad de condiciones, mientras dormían en el suelo. Entre ellos, estaba el protagonista de esta historia, Breiner, un hombre risueño de cuerpo delgado. Al notar mi presencia, rápidamente se sentó, para mostrar, con un gesto, una tradición arraigada: persignarse antes de iniciar la jornada. 

Al darme los buenos días le pregunto por lo que susurra; ‘el mono’ se ríe. “Lo primero que hago es agradecerle a Dios por otro día, porque hoy nuevamente pude abrir los ojos, no sé si usted sabe, pero en la calle uno está expuesto a que lo perjudiquen e incluso a morir por solo dormir en ella”, explica. 

Lo cierto es que despertó en el frío suelo de la fachada de un bar que le sirve como colchón. Entre cartones que acaloran su enflaquecido cuerpo y su almohada, se ve una pequeña maleta en la que guarda tres camisetas, unos pantalones y, curiosamente para esas personas que señalan su aseo, porta un jabón azul Rey. Me imagino que, a lo mejor, él también cree en el viejo dicho caleño que dice que “bañarse con jabón azul limpia las malas energías”, y quién sino él vive frente al lado oscuro de una sociedad indiferente. 

Breiner Alejandro Bermúdez tiene 30 años, es oriundo de la Esmeralda, un pequeño corregimiento aledaño a Corinto, en el departamento del Cauca, ese mismo que por décadas ha sido golpeado por la violencia. Llegó a Cali cuando apenas era un menor y manifiesta que entonces, su única esperanza fue darle un rumbo diferente a la tragedia que vivió en su niñez. 

Recorrido al pasado 

Caminamos para escaparnos del abrasador sol de verano que se vive en estos tiempos. Ante la pregunta de por qué está en la calle, reina un breve silencio, para luego responder: “Salí huyendo de la casa con el miedo encima, me iban a matar porque demandé a mi viejo. Él mató a mi mamá”.  

Mientras compartía detalles intrigantes de su vida, reveló el motivo de una cicatriz prominente que surca su frente, “toda mi familia es mala, porque se han relacionado con la guerrilla; no quise esa vida junto a ellos. Cuando me disponía a irme, mi tío me apuñaló con un destornillador, me hizo una herida en el pecho y otra en la frente, esa noche me apresuré a esconderme debajo de un carro. Encendieron el carro, me agarré muy fuerte, llegué al peaje de Villa Rica, luego me enmonté en un camino y aquí estoy”.  Desde entonces las calles de la ciudad caleña han sido el hogar de Breiner. 

Es triste constatar cómo un niño, como lo fue Breiner, perdió su madre, familia, el lugar donde creció y de paso su inocencia. Cuando compartía sus recuerdos más lacerantes, le pregunté por su madre; sus ojos se humedecieron y su voz se quebró, con su rostro indicando el cielo comentó: “Mi mamá, aún veo su rostro, pensar los buenos momentos junto a ella me ayuda seguir adelante”, confirmando que sin amor estamos vacíos. 

Ya era mediodía. Avanzamos hasta llegar a un parque, pronto me empezaron a crujir las tripas y con inocente imprudencia le dije a Breiner:  

-Me dio hambre. 

Tocando mi hombro, respondió 

-Sí, un poco.   

Con frecuencia, más vacío debe sentirse el estómago de Breiner y ahora sé que su respuesta fue empática. 

Nos sentamos a compartir un almuerzo que había comprado antes de salir a su encuentro. Emocionado, comía entre risas, hasta que… se detuvo por un momento, señalando las casas que estaban en frente.  

-Yo sé que a lo mejor todas estas casas tienen sus neveras llenas, incluso, puede que les sobre comida, pero ¿sabe?, aunque me digan cosas feas y me señalen, yo quiero que a ellos nunca les falte nada, porque sé lo que es no tener nada”. 

El pastor Luis Felipe Cobo Cocha, director de Fundación Familia (Fundafam) en Cali, lleva 20 años trabajando con habitantes de calle. En un esfuerzo por cambiar la percepción de los menos favorecidos la sociedad, revela que “actualmente, el focus de indigencia se ha disparado. La sociedad no participa y se queja mucho”. Invita a que las personas se involucren en la labor de servir y ayudar a quien lo necesita y no solo cuando este flagelo toque un integrante de su familia. 

Como si de aventuras se tratara, entre risas mencionó las veces que ha sido despertado con baldes de agua y ahuyentado con piedras. Es que, por lo general, el colombiano carece de empatía y tolerancia. Pero ¿quién culpa la urgencia de otro por conseguir un poco de dinero si el total de la riqueza se queda en el 1% de los habitantes del país? Sus anécdotas fluían con la serenidad que solo alguien que ha encontrado paz en su corazón puede transmitir.  

Hace dos años, el entonces ministro de Salud y Protección Social Fernando Ruiz informó que por lo menos 34.000 habitantes que vivían en la calle, sin contar a los migrantes –principalmente venezolanos- que terminaron en la calle después de migrar a Colombia. En esos momentos, las cifras indicaban que el 87% eran hombres y que la mayoría estaba entre 25 y 40 años de edad. 

Escapar de la realidad 

La charla es interrumpida por la presencia de un joven, aparentemente menor de edad, tenía un comportamiento extraño, pasos cansados, al borde de caerse, con repentinos y continuos movimientos de cabeza, un ser que deambulaba como alma camino al purgatorio esperando ser juzgada. Entre sus dedos se escondía un cigarro de marihuana, reconocible por su olor, ‘el mono’, moviendo su cabeza, desaprobó lo que veía. 

Alguien alguna vez me dijo “esos desechables solo piden dinero para drogarse”, aproveché tal momento para preguntarle a Breiner su opinión sobre la escena que acabábamos de presenciar. “No puedo opinar, porque no sé qué lo lleva a eso. La calle produce mucho problema mental; el menosprecio, el no tener familia, no tener una moneda para comprarme un alimento. Las veces que me llaman loco, indigente, desechable y todas las formas hirientes que se les ocurre, me han llevado hacer cosa que de niño nunca quise y yo consumo drogas para olvidar por un momento lo que me está pasando, quizá el joven lo hace por algo parecido” 

Las drogas son una forma de adormecer el dolor 

El caleño Carlos Enrique Serrano Silva (59 años) pasó 12 años viviendo en las calles y actualmente trabaja con Fundación Samaritanos de la calle. Además, brinda charlas de educación en prevención y superación del consumo de drogas. Explica que el mayor problema de una persona son las drogas, de ahí que su vida sea caótica. “Comencé a consumir a los 14 años, las drogas son un proceso degenerativo cada vez tocaba más fondo”, relata. Su testimonio es de resiliencia, aunque la superación de su adicción fue gracias a los lazos de amor familiar.  

“Para algunos, las drogas son una forma de adormecer el dolor y el sufrimiento que los acecha en cada esquina, aunque sus consecuencias los condenen a un destino de autodestrucción y, sin saberlo, de desesperanza”, analiza Serrano.  

Durante el mes de abril del presente año, la Fundación Familia hizo un nuevo ejercicio de recolección de datos sobre el consumo de drogas en el emblemático barrio San Bosco, de la ciudad de Cali, que reveló una situación preocupante: De 80 familias encuestadas, al menos un integrante de 65 de ellas consume sustancias psicoactivas, lo que deja al descubierto una situación en ascenso que amerita la acción urgente del Estado. 

Una despedida al atardecer 

El sol se ocultaba lentamente en el horizonte, marcando el fin de un encuentro memorable. Breiner emanó un destello de esperanza y entre titubeos que remarcaba n la importancia de sus palabras, confesó su deseo de revivir su pasado como vendedor ambulante de dulces. Sacando algunas monedas de su bolsillo, símbolo de sus modestos ahorros, me pidió ayuda para completar el dinero necesario para hacer su inversión en un paquete de caramelos. 

En ese instante, desaparecieron las barreras entre dos desconocidos, la conexión humana floreció en toda su plenitud. Con su humildad, Breiner me demostró, en su esencia misma, su constante lucha por una vida mejor. 

Con la bolsita de caramelos en sus manos, me despidió con un abrazo fuerte y gratificante que se asemejaba al de un niño con su madre -como si se tratara de él mismo con su progenitora-, no sin antes agradecerme muchas veces por el momento de calidad que habíamos pasado.  

‘El mono’ es un testimonio de la fuerza del espíritu, de una esencia humana espontánea y sencilla en medio de la adversidad de este mundo egoísta.  

Lo que no sabe Breiner es que el agradecido fui yo, porque Dios nuevamente abrió mis ojos. 

 

Levantarse todas las mañanas es una tarea a la que todos están acostumbrados; sin embargo, nadie certifica que esto pase ante las mejores condiciones para un habitante de calle”.

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