La soledad del turno que nadie ve
La crónica narra la rutina silenciosa de Víctor, un vigilante que enfrenta la noche desde la portería de una unidad residencial en Cali. Entre rondas, café y el eco del silencio, su historia refleja la soledad, el cansancio y la disciplina de quienes cuidan mientras los demás duermen, recordando el valor invisible del trabajo nocturno.
Por: Tatiana Ramírez Laines
Facultad de Humanidades y Artes
El reloj marca las 5:45 de la tarde cuando Víctor llega a la portería de una unidad residencial en el barrio Limonar, al sur de Cali. Todavía queda luz, pero la jornada ya empieza. Ajusta el cinturón, acomoda el radio y recibe el arma de dotación. “Siempre llego un poco antes, para no correr. Hay que revisar todo lo que uno recibe”, dice mientras firma la minuta y anota que todo está en buenas condiciones. Mientras firma la minuta, una residente pasa con su perro y lo saluda. “Don Víctor nunca falta, siempre está ahí”, dice doña Patricia, vecina de la casa 13. Él sonríe, acostumbrado a esas voces que lo acompañan al comienzo de cada turno.
Lleva ocho años en este trabajo. “Me acostumbré a la noche porque no había otra opción. En el día no hay casi puestos.” Sus jornadas son de doce horas seguidas, con un solo día de descanso a la semana. “A veces el cuerpo no distingue si es martes o domingo. Uno duerme cuando puede, no cuando quiere.” En esta portería pasará doce horas de turno, por un salario mensual cercano al mínimo, sin derecho a dormirse ni un minuto.
En Cali, miles de vigilantes cumplen turnos similares en conjuntos residenciales, empresas y colegios. Son quienes velan por la seguridad cuando la ciudad duerme. Su oficio mezcla disciplina, resistencia y observación, deben permanecer alerta ante cualquier ruido o movimiento, aunque la noche parezca tranquila.
“Lo más duro es cuando la familia está despierta y uno no”, cuenta. Vive con su esposa y su hija menor de 13 años que estudia en primaria. “Ella me dice que soy como un búho, porque cuando ella se levanta yo me acuesto y cuando se acuesta yo me levanto.”
En la caseta, el silencio empieza a instalarse y el cambio de luz anuncia el inicio de otra larga noche…
El compañero que entrega el turno le pasa también el bastón eléctrico y las llaves. Aunque tiene un arma asignada, solo puede usarla en casos extremos, cuando su vida o la de un residente esté en peligro. La empresa los capacita, pero les recuerda siempre que la prioridad es prevenir, no disparar. En la caseta, el silencio empieza a instalarse y el cambio de luz anuncia el inicio de otra larga noche. Afuera, en el parque, los niños juegan por última vez antes de que los llamen a cenar y adentro, el vigilante se prepara para cuidar la calma de los demás.
“Mi esposa me empacó la comida antes de venir- cuenta-. Hoy me mandó carne con arroz y ensalada. A veces le pone algo dulce porque dice que las noches son largas”. En el microondas calienta su plato y deja el termo con café al lado. Pues sabe que esa bebida será su mejor aliada.
“Una noche un gato se metió por debajo de la puerta y tumbó el termo. Yo pensé que era un ladrón, agarré el radio y la lintern y era el gato lamiendo el piso. Me reí solo, pero el susto fue terrible”
Cuando el reloj marca las seis en punto, la portería se convierte en su mundo. Empieza el movimiento: entran carros, se registran visitantes, saludan residentes. Cada ingreso queda anotado en el libro de control, como si las páginas fueran testigos de todo lo que pasa.
Con el paso de las horas, la unidad se apaga. Las luces de los apartamentos parpadean una a una, los televisores bajan el volumen y la calle queda vacía. Desde su silla, el vigilante observa cómo poco a poco la unidad va quedando en silencio.
De vez en cuando revisa las cámaras del circuito cerrado. “Uno aprende a conocer el lugar solo por los sonidos. Si algo suena distinto, algo pasa”, comenta sin apartar la vista del monitor. En las pantallas, los pasillos lucen tranquilos; solo se mueven los gatos que ya son parte de la rutina nocturna.
En la caseta, el silencio es tan grande que el ruido del radio suena como un recordatorio de que no está solo. “Para quemar tiempo, a veces miro una serie, pero con los audífonos bajito” aclara “Uno no puede distraerse mucho, pero también toca quemar tiempo, las noches son eternas”.
Cerca de las once, un residente recibe un domicilio y al pasar por la portería le dice: “Buenas noches, don Víctor”, Víctor le devuelve el saludo con una sonrisa, sabiendo que para él la noche apenas va por la mitad. “Ellos duermen, pero uno sigue despierto”, dice mientras anota la llegada del domiciliario en el libro de control.
Recuerda también una Navidad en la que le tocó el turno. “A las doce se escuchaban la pólvora, la gente abrazándose, música por todo lado. Yo estaba solo con mi termo de café. Esa noche sí sentí la soledad más fuerte y estuve muy nostálgico.”
A las once de la noche, la unidad queda completamente dormida. Es la hora en que el cuerpo empieza a pedir cama, pero el deber lo obliga a mantenerse despierto. Cada hora, la empresa exige un reporte por radio. “Todo bien, sin novedad”, responde siempre con voz firme.
Entre ronda y ronda, revisa los puntos de marcación. Son quince en total, distribuidos por toda la unidad. “Toca marcarlos cada cuarenta minutos. Es la forma de demostrar que uno sí está trabajando”, explica mientras enciende la linterna. El sonido de este interrumpe el silencio.
Camina por el parque, por los pasillos, por las casas, revisa los carros, los seguros, las rejas. El viento sopla fuerte y mueve las hojas de los arbustos. A veces, los gatos lo acompañan, corriendo de un lado a otro. Cuando regresa a la caseta, calienta otro café. “El tinto no puede faltar, dice sonriendo. Es el único que no lo abandona a uno.”
En las cámaras, todo parece tranquilo. Pero su mente no descansa “Hay noches en que no pasa nada y uno igual termina cansado.”
A eso de la una de la mañana, el sueño golpea más fuerte. Es la hora en que la ciudad parece suspendida De pronto, un ruido lo sobresalta. Se levanta de inmediato, toma la linterna y apunta hacia el sonido. Entre las sombras, algo se mueve rápido, cuando alumbra, descubre a un gato saltando sobre una caneca de basura. Suspira, medio riéndose, “Siempre hay sustos. A veces no es nada, pero uno no puede confiarse”.
Ya más tranquilo, entre las dos y tres de la mañana, se dispone a colocar los avisos de pico y placa en las puertas vehiculares, es parte de la rutina asegurarse de que todo quede listo antes del amanecer. Mientras los pega, vuelve a mirar alrededor, por si acaso.
Poco después llega el supervisor, el vehículo se detiene frente a la portería y pregunta por las novedades. “Todo en orden”, responde él, con la tranquilidad de quien sabe que todo salió bien.
A las cinco de la mañana, el cielo empieza a aclarar. “Cuando veo el amanecer, siento que al fin podré descansar”.
Prepara la minuta final, anota lo que pasó, lo que no pasó, deja todo listo para su compañero. Revisa por última vez las cámaras, guarda la linterna y acomoda el radio sobre la mesa.
Afuera, los primeros residentes salen apresurados, camino al trabajo. Algunos lo saludan con un gesto, otros pasan sin mirar. Finalmente, entrega la dotación, firma la salida y recoge su mochila.
Al salir de la caseta, el aire fresco de la mañana lo golpea suave. Camina hacia su moto, se coloca el casco y enciende el motor. “Yo cuido el sueño de los demás, pero el mío empieza cuando sale el sol”
“
Uno aprende a conocer el lugar solo por los sonidos. Si algo suena distinto, algo pasa”.

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