LOS OLVIDADOS INVISIBLES 

Autor: John Hamilton|Sebastián Valencia.

Facultad de Humanidades y Artes

La supervivencia del habitante en calle expone las problemáticas de una sociedad indiferente. 

En ese instante, desaparecieron las barreras entre dos desconocidos, la conexión humana floreció en toda su plenitud. Con su humildad, Breiner me demostró, en su esencia misma, su constante lucha por una vida mejor. 

Levantarse todas las mañanas es una tarea a la que todos están acostumbrados; sin embargo, nadie certifica que esto pase ante las mejores condiciones para un habitante de calle. Con el sol abrasador de un nuevo día en la mirada, la incertidumbre de tener “un plato sobre la mesa”, sin nada alrededor más que un maletín y un cartón para cubrirse del frío, así viven diariamente quienes no tienen un hogar. 

Breiner, más conocido como ‘el mono’, vive en la calle. Junto a su fiel compañera, la escoba, Breiner labora en las cuadras del barrio Ciudad 2000, ofreciendo servicios de aseo. Y como todo colombiano, ante la falta de empleo maniobra buscando algo de dinero. Los vecinos lo han visto cargar escombros, jardinear, barrer andenes, limpiar calles y hasta rellenar los huecos de las vías. A cambio, solo pide ser recompensado con algo que calme su hambre.  

De acuerdo con el Ministerio de Salud y Protección Social, “los habitantes de calle son aquellas personas que hacen de la calle su lugar de habitación ya sea de forma permanente o transitoria (Ley 1641 de 2013), es decir, desarrollan todas las dimensiones de su vida en el espacio público”. Esta situación es compleja en todo el mundo por factores que limitan sus recursos básicos de vida. 

Eran las 8:04 de la mañana de un jueves cualquiera. Desde las primeras luces naturales, un aire de expectación llenaba el ambiente. El sol ascendía majestuoso en el cielo, iluminando los rostros de tres individuos en igualdad de condiciones, mientras dormían en el suelo. Entre ellos, estaba el protagonista de esta historia, Breiner, un hombre risueño de cuerpo delgado. Al notar mi presencia, rápidamente se sentó, para mostrar, con un gesto, una tradición arraigada: persignarse antes de iniciar la jornada. 

Al darme los buenos días le pregunto por lo que susurra; ‘el mono’ se ríe. “Lo primero que hago es agradecerle a Dios por otro día, porque hoy nuevamente pude abrir los ojos, no sé si usted sabe, pero en la calle uno está expuesto a que lo perjudiquen e incluso a morir por solo dormir en ella”, explica. 

Lo cierto es que despertó en el frío suelo de la fachada de un bar que le sirve como colchón. Entre cartones que acaloran su enflaquecido cuerpo y su almohada, se ve una pequeña maleta en la que guarda tres camisetas, unos pantalones y, curiosamente para esas personas que señalan su aseo, porta un jabón azul Rey. Me imagino que, a lo mejor, él también cree en el viejo dicho caleño que dice que “bañarse con jabón azul limpia las malas energías”, y quién sino él vive frente al lado oscuro de una sociedad indiferente. 

Breiner Alejandro Bermúdez tiene 30 años, es oriundo de la Esmeralda, un pequeño corregimiento aledaño a Corinto, en el departamento del Cauca, ese mismo que por décadas ha sido golpeado por la violencia. Llegó a Cali cuando apenas era un menor y manifiesta que entonces, su única esperanza fue darle un rumbo diferente a la tragedia que vivió en su niñez. 

Recorrido al pasado 

Caminamos para escaparnos del abrasador sol de verano que se vive en estos tiempos. Ante la pregunta de por qué está en la calle, reina un breve silencio, para luego responder: “Salí huyendo de la casa con el miedo encima, me iban a matar porque demandé a mi viejo. Él mató a mi mamá”.  

Mientras compartía detalles intrigantes de su vida, reveló el motivo de una cicatriz prominente que surca su frente, “toda mi familia es mala, porque se han relacionado con la guerrilla; no quise esa vida junto a ellos. Cuando me disponía a irme, mi tío me apuñaló con un destornillador, me hizo una herida en el pecho y otra en la frente, esa noche me apresuré a esconderme debajo de un carro. Encendieron el carro, me agarré muy fuerte, llegué al peaje de Villa Rica, luego me enmonté en un camino y aquí estoy”.  Desde entonces las calles de la ciudad caleña han sido el hogar de Breiner. 

Es triste constatar cómo un niño, como lo fue Breiner, perdió su madre, familia, el lugar donde creció y de paso su inocencia. Cuando compartía sus recuerdos más lacerantes, le pregunté por su madre; sus ojos se humedecieron y su voz se quebró, con su rostro indicando el cielo comentó: “Mi mamá, aún veo su rostro, pensar los buenos momentos junto a ella me ayuda seguir adelante”, confirmando que sin amor estamos vacíos. 

Ya era mediodía. Avanzamos hasta llegar a un parque, pronto me empezaron a crujir las tripas y con inocente imprudencia le dije a Breiner:  

-Me dio hambre. 

Tocando mi hombro, respondió 

-Sí, un poco.   

Con frecuencia, más vacío debe sentirse el estómago de Breiner y ahora sé que su respuesta fue empática. 

Nos sentamos a compartir un almuerzo que había comprado antes de salir a su encuentro. Emocionado, comía entre risas, hasta que… se detuvo por un momento, señalando las casas que estaban en frente.  

-Yo sé que a lo mejor todas estas casas tienen sus neveras llenas, incluso, puede que les sobre comida, pero ¿sabe?, aunque me digan cosas feas y me señalen, yo quiero que a ellos nunca les falte nada, porque sé lo que es no tener nada”. 

El pastor Luis Felipe Cobo Cocha, director de Fundación Familia (Fundafam) en Cali, lleva 20 años trabajando con habitantes de calle. En un esfuerzo por cambiar la percepción de los menos favorecidos la sociedad, revela que “actualmente, el focus de indigencia se ha disparado. La sociedad no participa y se queja mucho”. Invita a que las personas se involucren en la labor de servir y ayudar a quien lo necesita y no solo cuando este flagelo toque un integrante de su familia. 

Como si de aventuras se tratara, entre risas mencionó las veces que ha sido despertado con baldes de agua y ahuyentado con piedras. Es que, por lo general, el colombiano carece de empatía y tolerancia. Pero ¿quién culpa la urgencia de otro por conseguir un poco de dinero si el total de la riqueza se queda en el 1% de los habitantes del país? Sus anécdotas fluían con la serenidad que solo alguien que ha encontrado paz en su corazón puede transmitir.  

Hace dos años, el entonces ministro de Salud y Protección Social Fernando Ruiz informó que por lo menos 34.000 habitantes que vivían en la calle, sin contar a los migrantes –principalmente venezolanos- que terminaron en la calle después de migrar a Colombia. En esos momentos, las cifras indicaban que el 87% eran hombres y que la mayoría estaba entre 25 y 40 años de edad. 

Escapar de la realidad 

La charla es interrumpida por la presencia de un joven, aparentemente menor de edad, tenía un comportamiento extraño, pasos cansados, al borde de caerse, con repentinos y continuos movimientos de cabeza, un ser que deambulaba como alma camino al purgatorio esperando ser juzgada. Entre sus dedos se escondía un cigarro de marihuana, reconocible por su olor, ‘el mono’, moviendo su cabeza, desaprobó lo que veía. 

Alguien alguna vez me dijo “esos desechables solo piden dinero para drogarse”, aproveché tal momento para preguntarle a Breiner su opinión sobre la escena que acabábamos de presenciar. “No puedo opinar, porque no sé qué lo lleva a eso. La calle produce mucho problema mental; el menosprecio, el no tener familia, no tener una moneda para comprarme un alimento. Las veces que me llaman loco, indigente, desechable y todas las formas hirientes que se les ocurre, me han llevado hacer cosa que de niño nunca quise y yo consumo drogas para olvidar por un momento lo que me está pasando, quizá el joven lo hace por algo parecido” 

Las drogas son una forma de adormecer el dolor 

El caleño Carlos Enrique Serrano Silva (59 años) pasó 12 años viviendo en las calles y actualmente trabaja con Fundación Samaritanos de la calle. Además, brinda charlas de educación en prevención y superación del consumo de drogas. Explica que el mayor problema de una persona son las drogas, de ahí que su vida sea caótica. “Comencé a consumir a los 14 años, las drogas son un proceso degenerativo cada vez tocaba más fondo”, relata. Su testimonio es de resiliencia, aunque la superación de su adicción fue gracias a los lazos de amor familiar.  

“Para algunos, las drogas son una forma de adormecer el dolor y el sufrimiento que los acecha en cada esquina, aunque sus consecuencias los condenen a un destino de autodestrucción y, sin saberlo, de desesperanza”, analiza Serrano.  

Durante el mes de abril del presente año, la Fundación Familia hizo un nuevo ejercicio de recolección de datos sobre el consumo de drogas en el emblemático barrio San Bosco, de la ciudad de Cali, que reveló una situación preocupante: De 80 familias encuestadas, al menos un integrante de 65 de ellas consume sustancias psicoactivas, lo que deja al descubierto una situación en ascenso que amerita la acción urgente del Estado. 

Una despedida al atardecer 

El sol se ocultaba lentamente en el horizonte, marcando el fin de un encuentro memorable. Breiner emanó un destello de esperanza y entre titubeos que remarcaba n la importancia de sus palabras, confesó su deseo de revivir su pasado como vendedor ambulante de dulces. Sacando algunas monedas de su bolsillo, símbolo de sus modestos ahorros, me pidió ayuda para completar el dinero necesario para hacer su inversión en un paquete de caramelos. 

En ese instante, desaparecieron las barreras entre dos desconocidos, la conexión humana floreció en toda su plenitud. Con su humildad, Breiner me demostró, en su esencia misma, su constante lucha por una vida mejor. 

Con la bolsita de caramelos en sus manos, me despidió con un abrazo fuerte y gratificante que se asemejaba al de un niño con su madre -como si se tratara de él mismo con su progenitora-, no sin antes agradecerme muchas veces por el momento de calidad que habíamos pasado.  

‘El mono’ es un testimonio de la fuerza del espíritu, de una esencia humana espontánea y sencilla en medio de la adversidad de este mundo egoísta.  

Lo que no sabe Breiner es que el agradecido fui yo, porque Dios nuevamente abrió mis ojos. 

 

Levantarse todas las mañanas es una tarea a la que todos están acostumbrados; sin embargo, nadie certifica que esto pase ante las mejores condiciones para un habitante de calle”.

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