“Si ellos pisan nuestro pan; nosotros, los campesinos, pisaremos sus leyes: Andrés Cortés*, productor de hoja de coca.

“Si ellos pisan nuestro pan; nosotros, los campesinos, pisaremos sus leyes” Andrés Cortés, productor de hoja de coca

Autores: Alejandra Salazar | Yadín Antonio | Jose David Ortiz | Stiven Domínguez

Facultad de Humanidades y Artes

En los últimos 25 años en Colombia, la cocaína ha sido una fuente de financiación del conflicto armado, pero también ha sido un mecanismo de subsistencia para muchas familias campesinas que han sufrido el abandono del Estado.

Los fuertes olores de los químicos con que se elabora la base de coca producen severos dolores de cabeza y deficiencia respiratoria.

Andrés cultiva en su terreno empinado matas de coca, que le darán en tres meses 30 arrobas del producto que llevará a un laboratorio artesanal para triturar y macerar la hoja con agua, cal, sal y otros productos, que después de un proceso químico se reducirán a un kilo de pasta de coca.

Desde hace 10 años, Andrés Cortés vive en las pantanosas y fértiles montañas de Cisneros, Valle del Cauca, un corregimiento del municipio de Dagua que está ubicado entre Cali y la bahía de Buenaventura.

“Empecé este trabajo familiar a los 12 años y me tocó abandonar mis estudios de bachillerato para dedicarme a raspar coca. Mi familia era muy pobre, todos ‘raspachines’ (recolectores de hoja de coca), además tenía que caminar más de una hora por carreteras empantanadas para llegar al colegio; eso desanima al que sea. No tenía otra alternativa y siento que aún no tengo otra”, recuerda con nostalgia este putumayense que desde muy joven se dedica a esta labor ilegal.

Una de las principales carencias que tienen los campesinos en Colombia para sacar sus cultivos de las veredas son las vías terciarias, que en su gran mayoría son trochas en condiciones intransitables que hacen más difícil el transporte de los productos agrarios, que son comprados a precios irrisorios por comerciantes intermediarios. Esto desmoraliza al pequeño agricultor y lo estimula a que vea más rentable el cultivo de la coca, ya que es más fácil de transportar y es mejor el pago.

“No es lo mismo un cultivo ilícito que un cultivo de yuca o plátano, porque no tiene sentido sacar una carga de yuca a tres o cuatro horas de la finca para tener que venderla en 80 mil pesos, y con esa plata pagar trabajadores, transporte y abonos a precios muy altos. Mientras que un kilo de base uno lo saca en una bolsa y lo vende en $2’500.000 y a uno le quedan 800 mil. Con esa plata uno ya tiene para los gastos de la casa y la comida de la hija y la esposa. Ya se puede respirar un poquito mejor,” expresa Andrés.

En el año 2000, con el Plan Colombia, un programa de los gobiernos de Colombia y Estados Unidos para la lucha contra las drogas ilícitas en el país, empezaron las avionetas a asperjar con glifosato los cultivos ilegales, afectando no solo la salud de muchas familias campesinas por el alto grado de toxicidad que contiene este herbicida; sino también sus economías familiares.

RECUADRO:
En 2015:
Se incautaron 252 toneladas de cocaína
Fueron erradicadas 13.473 matas de coca
A mayo del 2016:
Erradicadas 7.869 matas de coca

Tras la llegada de la fumigación y la erradicación forzada en el Putumayo, a sus 22 años emigró hacia otros departamentos. Después de haber recorrido casi todo el sur de Colombia en busca de un trabajo digno, Andrés arribó rendido a Cisneros, Valle del Cauca, con una mano atrás y otra adelante, con su esposa y su hija recién nacida. Su panorama era el mismo en estas tierras: desempleo y desesperanza. Con el poco dinero que tenía ahorrado compró 6 hectáreas de tierra. Y con sus manos ásperas y fuertes construyó en su predio una casa en madera, y retomó los cultivos de coca.

Andrés cultiva en su terreno empinado matas de coca, que le darán en tres meses 30 arrobas del producto que llevará a un laboratorio artesanal para triturar y macerar la hoja con agua, cal, sal y otros productos, que después de un proceso químico se reducirán a un kilo de pasta de coca.

El campesino es el eslabón más frágil de la cadena de producción de base de coca. Las ganancias del alcaloide son mínimas comparadas con las de los traficantes que la exportan y que se quedan con exorbitantes sumas de dinero. Muchas veces su producción solo alcanza para mantener la alimentación de sus familias.

Con lo poco que gana y lo mucho que arriesga, Andrés vela por el bienestar de su hija, que actualmente es una joven bachiller con el sueño de estudiar odontología, y el de su esposa, quien ruega a Dios que algún día su esposo deje esta actividad ilícita para que puedan vivir tranquilos y sin la zozobra de ser capturados por las autoridades.

“Vivo enfermo, aburrido; esos venenos con los que se fumiga la hoja son muy costosos y además, de tanto manipularlos me producen fuertes dolores de cabeza. Pero qué hago. Yo lo único que sé hacer, es labrar la tierra. Mientras el gobierno no nos ayude a los que les damos de comer a los colombianos, seguirá habiendo coca y mucha pobreza. Si ellos pisan nuestro pan, nosotros, los campesinos, pisaremos sus leyes”, sentencia.

A pesar de los esfuerzos en la lucha antidrogas, la producción de cocaína en el país aumentó en Colombia. Según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de Naciones Unidas el balance no es alentador. Hace apenas cuatro años, en el 2012, se habían logrado reducir los narco-cultivos a 47.790 hectáreas de hoja de coca. Pero desde entonces empezó un disparado ascenso que llevó a que en el 2015 se convirtiera, con 96.084 hectáreas, en el año con más narco-siembras de los últimos ocho años.

Entre las razones que plantean los investigadores de la ONU están la suspensión de la erradicación utilizando aspersión aérea de fumigantes tales como el glifosato y el aumento del precio de la hoja de coca.

Andrés sabe del gran daño que le ha hecho la cocaína al país, ya que ésta ha financiado en gran parte a grupos armados ilegales que han desangrado a Colombia. Este campesino de mirada noble y espíritu luchador, solo espera que el gobierno nacional le brinde a la población campesina mejores infraestructuras viales, estímulos y garantías económicas con otros cultivos alternativos y condiciones dignas de vida para el desarrollo del agro colombiano.Sin embargo, por ahora, el futuro de Andrés aún está atado a los cultivos ilícitos: un tema y un reto importante para el postconflicto.

*Por petición del protagonista se cambió el nombre

DESTACADO:

“Empecé este trabajo familiar a los 12 años y me tocó abandonar mis estudios de bachillerato para dedicarme a raspar coca”: Andrés.

“Una de las principales carencias que tienen los campesinos en Colombia para sacar sus cultivos de las veredas son las vías terciarias”.

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El campo: compañero de vida

Francisco Alid González Montoya, un caldense de 72 años de edad, dedica su vida al campo desde que era un niño. Creció rodeado de animales, cultivos y con el exquisito aroma de su tan apreciado café, aquel que le permitió sostener a su familia y lograr que sus seis hijos salieran adelante.


 Por: Tatiana Ortiz @tatiana_tog

Actualmente reside en Sevilla, lleva aproximadamente 36 años trabajando como campesino en la capital cafetera de Colombia, un municipio localizado al norte del departamento del Valle del Cauca. 

Francisco, ejerciendo su ardua labor como campesino.

Su labor empieza a las 4:30 de la madrugada. Se levanta a juntar candela para preparar el tinto, a moler maíz para hacer arepas, además de cuidar los cerdos; lavar cocheras y darles alimento es una de sus primeras tareas. Después de haber tomado su bebida humeante, pela el café, lo lava y lo pone a secar al sol; mientras espera los trabajadores, quienes llegan a su finca a las 6:00 a.m.

‘Las Brisas’ los espera con un pocillo de tinto caliente y los buenos días de su patrón. Francisco se dirige con sus cinco trabajadores al tajo (lugar donde se encuentran las matas de café); entre risas, conversaciones, humo de cigarrillo y música carranguera que emite la radio, realizan su quehacer. Dadas las 8:00 suben a desayunar. Clara Inés Rodríguez Patiño, la esposa de Francisco, los espera con platos de calentado, arepa, carne o huevo, junto con una taza de chocolate.

A las 8:30 retornan a su labor y trabajan arduamente durante las siguientes tres horas y media. Al medio día, y después de escuchar la sirena que suena para todo el pueblo, los campesinos suben a almorzar; sus espaldas cargan los costales con el café que hasta el momento han recogido. Se encuentran con platos rebosados de fríjoles, sancocho, lentejas, arvejas, sudado o blanquillos, acompañados de una taza de agua de panela y del sonido de la radio enunciando las noticias.

A la 1:00 regresan al tajo, los granos de café los esperan y la tarde los inspecciona hasta que empieza a ocultarse el sol. Vogaderas vacías, que anteriormente contenían limonada, manos sucias y maltratadas, y hombres cansados, son el resultado de una larga jornada de trabajo que finaliza a las 5:00 p.m.

El descanso es anhelado, pero el trabajo continúa. Las tareas de la finca aún esperan por Francisco, los animales requieren de su cuidado y él está dispuesto a atenderlos; alimenta los cerdos, gallinas, perros, patos y pájaros, además de consentir un poco a Niña, su perrita fiel, y de cortar un poco de leña.

Francisco se caracteriza por ser un hombre luchador, humilde, estricto y puntual, ama su labor y cada día se levanta con los mismos deseos de trabajar en el campo. “Desde los cinco años trabajo cogiendo café, ya me acostumbré, no me duelen las manos, quiero seguir trabajando aquí hasta que me muera”.

 Marcadas las 6:00 en el reloj de pared que se encuentra en la cocina de la finca, Francisco come el mismo alimento que sus trabajadores ingirieron minutos antes; el calentado del almuerzo es exquisito a su paladar.

A las 8:00 finaliza la ardua labor agraria de Francisco. Su esposa le calienta agua para bañarse, como suele hacerlo todas las noches. Después se va directo a la cama. Cuando se termina la cosecha de café, los días transcurren de manera diferente; Francisco abona, fumiga o platea (bolea machete). Los sábados son los días preferidos para subir al pueblo, encontrarse con sus amigos, pasar una tarde agradable en el parque y, principalmente, recibir el fruto de la semana de trabajo, su pago de $63.000 a $73.000 por arroba, según el estado del café -tierno o seco. El domingo llega, Francisco descansa en ‘Las Brisas’, con su esposa y sus animales; otra jornada semanal como campesino lo espera con ansias.

Las manos se convierten en la muestra del esfuerzo viviente del campesino colombiano, que ama lo que hace.