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Armero 30 años: Ecos de una tragedia. (1)
A partir de hoy, y durante toda la semana, Utópicos.com.co publicará varios artículos sobre la tragedia de Armero.
Por: Olga Behar
Directora de www.utopicos.com.co
Iniciamos esta serie con una crónica inédita, escrita por José Julián Mena Rivera, comunicador de la ONG Crecer en Familia.
“Mi fe se quedó enterrada en el lodo”
Por José Julián Mena Rivera
@josejulianmena
Con lágrimas en los ojos, María Teresa Tovar evoca el drama que vivió hace 30 años, cuando su “fe quedo enterrada en el lodo” en medio de los escombros al lado de los cadáveres, en una tierra de nadie que en otrora se llamaba Armero.
Sus tobillos guardan la cicatriz imborrable de la tragedia “faltó poco para que le amputaran el pie”, recuerda Antonio Rojas, esposo de María Teresa, a la vez que se agacha para masajearla, sin dejar de fruncir sus labios con un sentido de conmiseración.
De nuevo, remontan la postura en el sofá de metal, de seis cojines separados, y entrelazando sus manos, arrugadas por el paso inevitable de los años, se dispone a abrir el baúl que había estado cerrado con candado, aquel que alberga los recuerdos dolorosos.
Al romper el cerrojo, rememoraron las horas previas a la tragedia, el aviso de peligro del párroco por la megafonía de la iglesia, la lluvia de ceniza que desde las cuatro avizoraba del peligro; el apocalipsis anticipado de Armero.
Levantando la mirada hacia el techo, como si tuviera escrito sus pensamientos en él, María recuerda que “esa tarde nadie le puso cuidado al anuncio del párroco, creíamos que era una creciente de agua y nada más. Nunca imaginamos que acabaría con todo, aún no se si es lo que tenía que pasar”.
A las once y media de la noche del 13 de noviembre de 1985, se sintió un fuerte temblor, acompañado de un estallido que levanto la humanidad de María del asiento de la sala. Ante el pánico, se reunieron en el patio de la familia Rojas Tovar; con ellos Vivian tres de sus hijos: Luis, Doris y Olga, y los acompañaba la madre de María Teresa. Al lado de ellos, el carro que con mucho sacrificio había comprado meses antes: pero la naturaleza no entiende de esfuerzos.
Al instante, una sombra se acercaba con la amenaza de envolverlos. Cien millones de metros cúbicos de pantano, lava, hielo y piedra – según las estimaciones de organismos de socorro- y el ruido ensordecedor de personas, reces caballos y toda clase de seres vivientes, que luchaban por su vida en medio del lodazal, se aproximaba cada vez más.
Se cogieron fuerte de las manos, mientras escuchaban el crujir de metales, tablas, y porque no, hasta de huesos. “volteé a mirar y vi como las paredes se reventaron de un solo golpe”, recuerda Doris.
“A mi madre nunca la volví a ver, me queda el recuerdo del último roce que se dieron nuestras manos antes de que nos separara la avalancha”, relata con nostalgia María Teresa.
Ana Beatriz, otra hija del matrimonio Rojas Tovar, quien residía en el Líbano, fue presa del pánico, al no saber del paradero de sus familiares. Estaba en los últimos meses de embarazo y aún recuerda con dolor como veía llegar camiones repletos de cadáveres: “Miraba atentamente con lágrimas en los ojos, esperando encontrar a algún familiar”, y cree no equivocarse al afirmar que observaba como algunos cuerpos aún mostraban signos de vida.
“A Luis se le habían salido las tripas, yo las cogí, se las lave y se las volví a embutir”, recuerda Antonio. Después no supo más de su hijo. “Hubo mucha confusión las mujeres y las niñas era conducidas para un lado, los varones, para otro lado. Luis tenía diez años en ese tiempo”.
La familia Rojas Tovar fue repartida por todo el territorio nacional. María Teresa fue trasladada a Ibagué donde permaneció dos largos meses; Antonio, a Cali con su brazo partido en dos, de Luis se sabía que lo tenía una señora en Ibagué y de Doris y Olga, que se encontraban en Bogotá.
Con dolor Antonio trae a memoria el caso de Elías Acosta, quien tenía cinco joyerías y una finca. “Él estaba tendido en el suelo. De por sí, él ya tenía problemas en una piernita, pero al parecer se había lastimado las dos. Íbamos caminando y lo encontramos tendido en el lodo. Me dijo: ‘Antonio présteme un cuchillo o una navaja’, yo le pregunté: ¿para qué?, y me respondió: ‘es que me voy a quitar la vida, porque no me aguanto’, yo le dije ‘tenga paciencia, don Eli, que ya están sacando la gente, aguántese mientras vienen por usted’. Después oímos el comentario de que cuando un socorrista se detuvo para ayudarlo, le quito el cuchillo y se lo clavo en el pecho.
“Solo fue hasta enero de 1986 cuando nos encontramos de nuevo, fueron tres largos meses de sufrimiento, al no saber nada de la familia”, asegura María, mientras enjuaga sus lágrimas al recordar las angustias de su corazón.
El destino, la tragedia o la fatalidad le cambiaron a su pueblo natal de Armero por el municipio de Yumbo. La monja Silvia Correa supo de la historia de la familia Rojas Tovar por un diario local y diligencio, por medio de una comunidad religiosa irlandesa, la compra de un nuevo domicilio para ellos. De ahí en adelante, tendrían que construir una nueva historia en la capital Industrial del Valle y es así, como desde hace 30 años lo han hecho.