La Holanda, retorno al paraíso
Autor: Jaime Iván Velasco
Facultad de Humanidades y Artes
José Antonio Muñoz es una víctima sobreviviente del conflicto armado en Colombia. A sus 60 años, narra con resquemor la historia de la masacre de la que de milagro salió vivo, y que fue ejecutada hace 16 años por paramilitares del bloque Calima, en La Holanda, vereda del municipio de Darién, Valle del Cauca.
“Trabajo duro porque amo la vida en el campo. Además, tengo tres hijos y una esposa por los cuales luchar, para que no les haga falta su comidita”
Don José es un humilde campesino de 1.60 de estatura, piel trigueña y contextura delgada. Su rostro quemado por el sol es la muestra del trabajo duro que realiza en el campo. Sus vestimentas curtidas de polvo, las botas embarradas y su inseparable gorra, que lo protege de esas tardes en que el calor ardiente quema la piel, confirman que es un tipo, como dicen sus vecinos, “de hacha y machete”.
“Trabajo duro porque amo la vida en el campo. Además, tengo tres hijos y una esposa por los cuales luchar, para que no les haga falta su comidita”, comenta mientras mira hacia el potrero donde están pastando sus vacas.
En 2000, año de desazón en Colombia por el momento álgido en que se encontraba el conflicto armado entre paramilitares y guerrilleros, en el municipio de Darién comenzaron a rondar comentarios de que escuadrones de la muerte deambulaban por el pueblo con la intención de exterminar todo lo que oliera a guerrilla.
No estaban equivocados; el 28 de diciembre la muerte tocó la puerta de la finca de don José. Su yerno, Alberto Silva fue hallado sin vida por su suegro, a la orilla del río Bravo. Dos impactos de bala, uno en la cabeza y otro el pecho, dejaron huérfanos a una niña de tres años y a un bebé que venía en camino como una víctima más de una violento nación.
“Le habían quemado el pelo, le habían pegado un tiro en la frente, otro en el pecho, al parecer porque mi yerno hablaba con personas que eran señaladas de ser informantes de la guerrilla”, explica don José.
Las nubes se empiezan a despejar y el tímido sol asoma con sus primeros rayos matutinos. Un viento fresco mueve su sombrero; don José bebe un sorbo del humeante café y cuenta que a la muerte ya le perdió el respeto. Tantas veces la ha visto a la cara y la ha logrado burlar, que hasta ya ni miedo le tiene.
Horas antes de encontrar a su yerno asesinado, sufrió un accidente por fallas mecánicas en el carro en el que viajaba. Pero las fracturas en ambas manos no fueron impedimento para ir al lugar donde le habían dicho que se encontraba el cadáver del esposo de su hija.
“Estuve incapacitado 4 meses. Qué dolor, no solo en mis manos, sino de ver el corazón partido de mi hija, se estaba muriendo en vida por el dolor de la muerte de su esposo. La muerte nos estaba respirando en la nuca”, cuenta con nostalgia.
Después del trágico hecho, en el municipio ya era evidente la presencia de desconocidos, vestidos de civil y armados, ordenando qué se hacía y qué no. El rumor de limpieza social crecía entre los habitantes de la población. El miedo y la zozobra era el pan de cada día en ese otrora tranquilo y pintoresco pueblo.
El 12 de agosto de 2001, José despachó a sus hijos al colegio como de costumbre pero después de una hora volvieron a casa diciéndole a su padre que no había clases, que los maestros habían dicho que se fueran para sus casas y que no salieran porque el peligro rondaba por la vereda.
Un mal presentimiento le anunciaba la llagada de la muerte una vez más a su casa. Al medio día, una horda de paramilitares vestidos con ropas del Ejército Nacional entró a la vereda La Holanda. De casa en casa, los crueles sujetos iban sacando a los habitantes de sus parcelas, saqueando sus pertenencias y, con lista en mano, identificando a quienes iban a asesinar.
Mientras observaba impotente cómo eran estropeados sus vecinos, unos noventa hombres arribaron a su casa, tumbando, destruyendo todos los enseres, imponiendo el terror psicológico sobre su hogar. Lo encañonaron y cuatro hombres lo sacaron montaña arriba, mientras sus nietos y su hija quedaban retenidas en casa con varios paramilitares.
Cuando llegaron al monte, lo estrujaron y lo recostaron junto a un árbol de guayabo donde tenían a otros dos campesinos. José pensaba en sus nietos Andrés y Fernando. “No entiendo que querían esos tipos de mí, si yo no soy ni guerrillero, ni ladrón, ni nada”, relata don José.
En la lista de los paramilitares no aparecía su nombre; no obstante, le robaron 16 vacas y le ordenaron solo dirigirse al pueblo a hacer su mercado si le daba permiso el comandante del bloque paramilitar.
Durante los 15 días de esa, con el fin de encontrar guerrilleros y hacer limpieza social en la zona, asesinaron a 6 personas y robaron a cientos de familias.
Una vez más José Muñoz le hacía el quite a la muerte. Una vez más, a este campesino el Estado lo abandonó, dejándolo a merced de criminales. Una vez más, don José agarra su pala, sigue arando la tierra y arriando a sus vacas lecheras para trabajar por el futuro de sus nietos, su hija y su esposa.
A pesar de todo lo malo que le ha tocado vivir, se ve tranquilo. El sol es intimidado por las nubes y se esconde. La espesura del cielo gris se posa sobre la montaña mientras sonríe y dice con coraje: “pase lo que pase, yo de estas tierras no me voy por ni por el carajo. Dios sabe lo mucho que me gusta esta vida, por eso él me mantiene vivo y me ha librado de las garras de la muerte para seguir disfrutando de mi familia y de este paraíso”.
“
El 28 de diciembre la muerte tocó la puerta de la finca de don José. Su yerno, Alberto Silva fue hallado sin vida por su suegro, a la orilla del río Bravo.
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