Serie: El clan de los Doce apóstoles (Parte 1)

A raíz de la captura del ganadero Santiago Uribe Vélez, sindicado de homicidio agravado y concierto para delinquir, Utópicos web 2.0 reproduce a partir de hoy, capítulos del libro “El Clan de los Doce Apóstoles” (Ícono Editorial, 2011) escrito por nuestra directora, Olga Behar, que permiten explicar los hallazgos de la Fiscalía en este sonado caso.

Hoy, quién es Santiago Uribe.

VII: Santiago
Es muy parecido a su hermano Álvaro. Siempre fue bajito y delgado, casi menudo; ojos cafés relativamente peque­ños. Es muy activo –hiperactivo dirían algunos– y hábil para los negocios. No esconde la deformidad genética de su mano derecha, que maneja con habilidad. Aunque es ante todo un hombre de campo, desde hace veinte años su exposición pública es mayor, y no precisamente por el oficio de su hermano, el político. Hoy se lo ve en las corridas de toros de todo el país, un poco más robusto y con su permanente gesto serio, casi agrio, que los que lo conocen definen como una de sus características. Sue­le llevar un sombrero sobre la cabeza con el que disimula su incipiente calvicie.

Santiago es uno de los cinco hijos de Alberto y Laura, y tal vez el más afín a su hermano, el político. Es quien continuó con las actividades de su padre en el cam­ po y quien cuidó e hizo renacer el emporio que decayó debido a las grandes deudas que dejó el patriarca al mo­ rir. Sí, tenían grandes extensiones de tierra, aeronaves y todos los recursos que querían, pero en buena parte eran producto de operaciones al debe. Después de perder gran parte de la herencia en el pago de las deudas, Santiago hizo florecer la economía familiar, pero no sólo con tra­bajo y dedicación, sino con la adopción de medidas en­ caminadas a garantizar la seguridad de las inversiones. Esto, en medio de la inoperancia del Ejército y la Policía, y de la presencia de la guerrilla en las áreas en donde estaban asentadas las posesiones de los Uribe Vélez, lo habría hecho liderar una verdadera máquina de control armado territorial, que poco a poco se fue conociendo como Los Doce Apóstoles.

Tomada de www.semana.com

De recia personalidad, Santiago Uribe se identifi­ca con los toros que cría en su hacienda La Carolina. A ellos ha dedicado su vida en las últimas dos décadas. Y defiende a capa y espada su actividad, a la que le con­ cede un tinte casi pacifista cuando defiende la fiesta bra­ va de sus detractores:

Estoy totalmente en desacuerdo con aquellas per­ sonas, médicos o siquiatras que dicen que quienes acudimos a los toros nos volvemos violentos; yo por ejemplo, no he visto violencia más grande que la que genera el fútbol en este país. Nunca a la sali­ da de los toros se oye hablar de un muerto, salimos tristes porque los toros no sirvieron o porque los to­ reros no pudieron con la espada, pero nunca sali­mos peleando.*

*Tomado de El portal taurino de Colombia, «Uribe Vélez apoya proyecto taurino», en: www.voyalostoros.com.co
Poco entusiasta con las actividades urbanas, así lo resume en una entrevista que concedió hace ya algún tiempo:

«Yo por ejemplo, soy una persona que no iría a una ca­ rrera de carros a nada; ese ruido, esa contaminación, esa quema de aceite, ese desgaste de materias primas, ese es­ trés, y sin embargo yo respeto a todos los que vayan y les digo (sic): “Eso es lo que te gusta, ah pues, que los disfrutes”, pero yo no los ataco, ni los insulto, necesita­ mos respeto, necesitamos tolerancia».

Tolerancia que hoy reclama para los amantes del mundo taurino, pero que no parece haber invocado en la época en que consolidaba su gran capital en Antioquia.
Desde 1994, su nombre ha sido mencionado en diversas oportunidades en las investigaciones judiciales. Pero nunca ha sido realmente encausado. En el proceso de Los Doce Apóstoles, ha sido beneficiado por dos autos inhibitorios, el primero del 8 de mayo de 1996, cuando el fiscal general de la Nación era Alfonso Valdivieso Sar­ miento y otro del 29 de febrero de 2000, cuando Alfonso Gómez Méndez ejercía ese alto cargo. En noviembre de
2010, el caso fue reabierto.


Juan Carlos Meneses:
«En enero de 1994 me mandan para Yarumal, Antioquia; me dicen que hay problemas de guerrilla, de extorsión, que ya el capitán Benavides lleva un año allá, que es bue­ no que lo reemplacen. Entonces, claro, dicen: “En Cocorná está Meneses, un teniente recién ascendido, pero puede funcionar”. En todos los distritos había coroneles, mayo­ res, tenientes, o capitanes ya antiguos. Pero, ¿un teniente recién ascendido en un distrito? ¡No! Pero a mí, en las reuniones de comandantes de distrito, me tenían en buen concepto, yo siempre obtenía calificaciones buenas, fe­ licitaciones por resultados, por comportamiento, yo era el mejor. Entonces, claro, qué mejor candidato: “Mandémos­ lo para Yarumal, por hoja de vida, por confianza. Como allá hay un problema de guerrilla, váyase para allá”.

»En esa época, en las zonas rojas, la Policía tenía una especie de licencia para matar. Lo que nosotros ha­ cíamos era levantar información de inteligencia: que tal es guerrillero. Entonces el comandante de departamento mandaba a sus sicarios. La sijín era la que iba y hacía las limpiezas. Es una historia negra de la Policía que ya, des­ pués de la Constitución del 91, se suavizó un poquito y cuando empezaron a apretar los organismos de derechos humanos, empezó a desaparecer. Hoy es el momento en que eso prácticamente ha desaparecido; o sea, ya la Poli­ cía, en ese tipo de casos, muy poco acude a semejantes prácticas. Pero en Yarumal, cuando llegué, sí.
»Apenas llegué a Yarumal, iniciamos el empalme. El capitán Pedro Manuel Benavides tenía que ser trasla­ dado porque los medios de comunicación estaban me­ tiendo las narices y eso no le convenía a quien sería, a partir de esa semana, el hombre en cuyas manos esta­ ría mi suerte.
»¿Que si me habló de inmediato del tema de San­ tiago? No, este tema no es el primero en tocar. O sea, hay otras cosas que uno, como comandante, tiene que recibir.

Tomada de www.las2orillas.com
Y la verdad es que él tampoco quería sorprenderme de una. Es que la entrega es un proceso que suele durar de ocho a diez días. Primero empezamos a entrar en con­ fianza y empieza a hablarme del personal, de las esta­ ciones que hay, del material de intendencia, quiénes son los comandantes, me los va describiendo uno por uno: “El comandante de la estación es el cabo tal; los agen­ tes de confianza son; el secretario es tal, tenga confianza en él, porque él es esto y esto; el comandante de la esta­ ción Angostura es el cabo tal, es buena persona, es una persona que trabaja”. Los comandantes que uno tiene son la mano derecha, eso es lo que primero uno entra a ha­ blar en una conversación de entrega: “El Ruso es el de la sijín y el cabo Rodríguez, de la sub sijín”, etcétera.

»Al segundo día del proceso de entrega del coman­ do, abordó primero el tema del personal, el tema logís­ tico, cuánto armamento hay, sobre la munición, los ve­ hículos, las motos, sobre cómo son las instalaciones. Lo primero que hicimos fue revisar las estaciones, todo lo administrativo. Hay unas actas de entrega de distrito, pero el comandante de distrito no responde por nada. Es de­ cir, responde en papeles, pero cada comandante de estación es dueño de su estación. Claro, si llega a haber algún problema, inicialmente responde el comandante del lu­gar y, por lógica, también el comandante de distrito, por no haber controlado la situación. Entonces disciplinaria­ mente lo pueden investigar a uno y hasta sancionar, por­ que el comandante no revisó que hacía falta tal cosa. A uno, como funcionario público, lo investigan por acción u omisión. Por ejemplo, el sargento tal de Angostura es el que tiene que responder por los fusiles, los cartuchos, por todo lo de intendencia, por escritorios, máquina de escribir, motos, instalaciones, ollas, colchones, camaro­ tes. Cada comandante es el que responde; mi responsa­ bilidad iba a ser recibir todo lo que los comandantes de todas las estaciones firman en un acta.

»Cuando el capitán Benavides me va haciendo la entrega, yo voy viendo que las firmas de los comandan­ tes sean verificables. Entonces, a cada comandante le di­ go: “Usted es responsable de esto y esto, fírmeme acá al ladito”. Yo lo que hago es que a cada comandante le paso revista para constatar que lo que él firmó esté ahí, y al final le firmo el acta de entrega al capitán Benavides.
»Ya cuando quedamos solos, es cuando Benavides empieza a profundizar sobre la problemática de la región: “Vea, por acá está el frente tal; por acá donde está esta otra estación, el frente tal”, y ya al final es que empieza a hablar del grupo, es cuando me frentea:
—Resulta que aquí hay un grupo de autodefensas que son los que están haciendo limpieza social.
—Mi capitán, ¿cómo así?
—Ellos son los que están haciendo limpieza, us­ ted lo que tiene es que colaborarles (sic). Vea, Meneses, el jefe de ese grupo es Santiago Uribe.
»Yo me sorprendí mucho.
—¿Cómo así? ¿Santiago Uribe, el hermano del doctor Álvaro Uribe, el candidato a la Gobernación de Antioquia?
—¿Usted es la primera vez que oye que existe eso?
—me responde Benavides.—Sí, sí.

»Benavides no lo podía creer. Es que ya en Antio­
quia eso era vox populi. Me explica:
—Sí, sí, Santiago es el jefe del grupo. Yo lo voy a llevar para que usted lo conozca, yo vengo trabajan­ do con él. Y usted, lo que tiene que hacer es colaborarles, con la sub sijín, que son los de confianza, entonces ahí es donde entran El Ruso, el cabo Rodríguez, Jimé­ nez (sic).
»Le pedí que me aclarara más el asunto. Él me ex­ plicó que ellos venían de la mano con un grupo conso­ lidado que tenía dos componentes, uno rural, cuyo jefe era Rodrigo.
—Y el otro, es el urbano. El jefe urbano es Pelo de Chonta. Ellos lo que hacen es recoger la información para saber quiénes son ladrones, atracadores, viciosos, extorsionistas, expendedores de vicio. La sijín ubica la in­ formación, pero también, cualquier información que le llegue a usted, se la pasa a ellos; ellos se la transmiten al grupo que pone a los sospechosos en la lista. Y Santiago es el que autoriza la operación para darlos de baja.
—¿La lista?
—Sí, hay un listado de personas a las que toca dar de baja, ese lo llevan ellos. La misión suya, Meneses, es seguirles colaborando a ellos, yo lo vengo haciendo des­ de hace un año que llegué a Yarumal. Yo, desde que me vine de Cañasgordas, vengo aquí trabajando con ellos (sic). Hemos trabajado de la mano, ellos le van a dar una platica mensual a usted.
—Entiendo. ¿Y como cuánto es?

»Me dijo que era como un millón; eso era mucha plata en esa época.

—Entre los ganaderos recogen para que usted les colabore, para que ellos puedan operar aquí sin problema.
»Ya en plena confianza, le expresé que el temor de uno que es que le vayan a hacer cagadas. Por ejemplo, que aparezcan los tipos borrachos, haciendo tiros. Que sí hagan sus cosas, lo que tengan que hacer, pero que no se mantengan aquí en el pueblo, ni que lo vayan a bole­ tear a uno, ni a relacionar con esas acciones al margen de la ley.
—No, Meneses, eso no hay ningún problema, San­ tiago sabe manejar muy bien eso, y el que no sirva, el que esté dando lora o esté “hablando paja”, lo van es matando de una vez, usted no se preocupe por eso.
—Ah, bueno, mi capitán, si es así, entonces lo que hay que hacer es colaborarles.
—El grupo aquí ya está conformado, el jefe es Santiago Uribe Vélez, hay apoyo de la gente de Caucasia y de gente muy poderosa de la región.
»La verdad es que la información sobre el hermano del político, del ex director de la Aeronáutica, del congre­ sista, me causó sorpresa. Aunque, tengo que reconocer, no sentí mayor inquietud. Era normal el funcionamiento de este tipo de núcleos, en momentos en que combatir a la guerrilla por esta vía era una opción que tenía bas­ tante aceptación regional.
»El capitán Benavides me da más detalles del asunto: “Yo les he colaborado mucho, lo que hago es que cada vez que ese grupo va a cometer un asesinato lo que tenemos que hacer es garantizar que la Policía no reaccione. Entonces, lo que tiene que hacer es tenerlos guarda­ dos, tenerlos bien ocupados, para que no puedan ir hasta el sitio de los hechos y se corra el riesgo de que capturen a los que cometen los asesinatos”.

»Me aseguró que el comandante de la Policía en Antioquia, coronel Alberto Rodríguez Camargo, estaba al tanto de la situación. Es que eso era una cultura en esa época, eso era normal, que los ricos se reunieran y apo­ yaran a algún grupo de limpieza social. Y Yarumal no era la excepción.
»Pero sucedía algo que después sirvió para una mala interpretación y para que las pesquisas nunca alcan­ zaran a Santiago. Resulta que allí había unos comercian­ tes que recogían plata entre varios negocios, en la ferre­ tería, en la droguería, la panadería, y había gente con un gran sentido de colaboración. Recuerdo a un viejito que se llamaba Donato Vargas, él era dueño de un almacen­ cito que vendía relojes, chucherías, que se llamaba La Economía. Había sido policía cívico y quería mucho a la Policía; ese viejito era un policía sin uniforme, se mon­ taba en las patrullas a patrullar, era un policía de tiempo completo y se hacía muy amigo de los comandantes. Be­ navides me lo presentó, me dijo: “Vea, este señor recoge los aportes de los comerciantes”. Eran cinco mil pesitos en esa época, quince mil, veinte mil el que más daba. Ese fondo era para ayudarle a la Policía, para gastos como pa­ pelería, elementos de aseo, jabón, traperos, escobas, ga­ solina, y él tenía soporte de todo lo que le daban.
»Cuando se destapó lo de Los Doce Apóstoles, di­jeron que eran los comerciantes los que apoyaban al grupo paramilitar, porque eran los que recogían plata para pa­ garles. Y los capturaron sin que se comprendiera que en realidad se trataba de dos grupos diferentes: la coopera­ tiva de los comerciantes que apoyaba a la Policía en sus actividades cotidianas, y el grupo de Santiago. En esa épo­ ca, Santiago nunca figuró y se dijo que los que estaban haciendo limpieza se financiaban con esa plata que reco­ gía Donato. La Fiscalía se enfocó en Donato y los captu­ ró, a él y a los otros comerciantes que aportaban, pero ellos no tenían nada qué ver, ellos no sabían nada. La Fiscalía se enredó, fue por ahí y nunca mencionaron a Santiago. Pero paralelo estaba Santiago, que era el que recogía plata entre los ganaderos, finqueros y ricos para pagar eso. No quisieron llegarle a Santiago.

»Se comentaba que eran los ricos del pueblo y los comerciantes los que financiaban al grupo paramilitar. Lo que sucedió fue que algunos ricos del pueblo sí le ayu­ daban a Donato, eran los dueños de almacenes grandes, distribuidores de alimentos, de comida para cerdos y ga­ nado y terminaron enredándolo, porque Santiago tenía a dos personas que eran de su confianza, a dos ricos que le daban plata a Santiago y a la vez a Donato. Eran el due­ ño del restaurante San Felipe, Álvaro Vásquez, y Emiro Pérez, un señor que tenía un negocio de alimento para cerdos, un rico al que le habían secuestrado el hijo. En­ tonces, ¿cuál fue el pecado de Donato? Recogerles plata al del restaurante San Felipe y a Emiro Pérez, que ellos sí eran del grupo de Santiago; hubo una mezcolanza ahí, ellos eran de Los Doce Apóstoles.
»La verdad es que todo se sabía: Donato sabía que
Álvaro y Emiro formaban parte del grupo que dirigía Santiago Uribe Vélez; los otros comerciantes que apor­ taban sabían del grupo, pero nadie quiso decir nunca que Santiago era el que lo dirigía, ellos nunca lo echaron al agua en los interrogatorios. Ellos sí decían, hay un gru­ po que mata, un grupo que hace limpieza, pero yo no tengo nada que ver, yo lo que le doy es la plata para la Policía.

»Además hay otra cosa, es que Santiago fue muy inteligente. Él nunca daba la cara en Yarumal, él nunca bajaba, todos en el pueblo sabían que tenía su finca, y que en la finca había un grupo de paramilitares.
»Regresemos al empalme. Al día siguiente, Bena­ vides coordinó para que Santiago estuviera en su finca, para que él me conociera. Entonces, fue más directo y me propuso:
—Vamos y le presento a Santiago.
»Llegamos a la hacienda La Carolina. Llamó mi atención la fuerte seguridad armada que ni siquiera disi­ mulaban. No eran soldados ni policías, eso se reconoce por el armamento y el vestuario. Seguimos a la sala don­ de él me esta esperando. Me siento un poco tensionado, por eso no observo bien los detalles de la sala. Sí recuerdo que la decoración es la típica de las haciendas campestres de Antioquia: muebles finos de madera en una estancia amplia, agradable. Al saludarme, aprieto su mano y no­ to de inmediato la deformidad. Me da el recibimiento; mientras escucho su acento típico de paisa, lo observo con cierta curiosidad: un tipo de sombrero, con botas, con poncho de los que usan los antioqueños en el campo.
—Mucho gusto, ya sé quién es usted, ya me lo han dibujado. Usted es un buen elemento. Bienvenido a Yarumal, teniente. A ver le cuento de nosotros; aquí tengo unos muchachos, tenemos un grupito, una gente­ cita, yo necesito que usted me ayude. Además, nosotros vamos a ser fundamentales para el trabajo suyo, vamos a apoyarlo en todo lo que usted necesite, pero de usted necesitamos el apoyo también. Aquí nos necesitamos los dos, yo voy para adelante con este grupo, el objetivo mío es acabar a las FArc y al eln en esta región; acabarlos o sacarlos, pero el objetivo mío es limpiar la zona.

—¿En qué consiste esa cooperación?
—Queremos que usted, lo que tenga de inteligen­ cia nos lo pase a nosotros y nosotros, lo que tengamos, se lo pasamos a usted. Yo tengo gente tanto en la zona rural como en la zona urbana, entiéndase con Rodrigo y con Pelo de Chonta, lo que necesite es con ellos (sic). Cuando usted requiera que yo le salga a usted, pídale el favor a Rodrigo. Rodrigo me llama por el radio y nos ve­ mos aquí en la finca, pero présteles toda la colaboración. Yo lo que quiero es que cuando ellos vayan a actuar, us­ tedes no salgan, ése es el favor que le pido yo a usted. Mensualmente le voy a dar una colaboración, lo mismo como veníamos trabajando con el capitán Benavides, así mismo quiero que siga con usted (sic).
—No hay problema.
—Vea, Meneses: nosotros venimos trabajando muy de la mano del capitán Benavides. El capitán nos ha sido muy útil, nos ha colaborado bastante, esperamos que usted, que llega nuevo, siga colaborándonos de la mis­ ma forma que lo ha hecho el capitán Benavides. Usted, teniente, no se preocupe, que tanto en Medellín como los mandos y gente de la clase política en Bogotá, saben que esto se está gestando, tienen conocimiento. Pero tam­ bién sepa que usted, nos ayude o no nos ayude, este trabajo lo vamos a seguir haciendo, entonces lo mejor es que haga como viene haciendo el capitán Benavides y nosotros le damos muy buena información (sic). Usted nos colabora y nosotros antes lo cuidamos.

»Yo pensé: “Entonces lo va es a cuidar a uno”. Y
le respondí:
—Bueno, sí señor. Si el capitán me lo presenta a usted y me relaciona con usted, es porque las cosas van a seguir igual que hasta ahora y si las cosas son así, si el comandante del departamento sabe, si el Ejército sabe, su hermano sabe y hay varios senadores que están al tan­ to de todo, bueno, sí señor Santiago.
—Usted no tenga ningún temor, porque esto lo conoce el comandante del departamento, lo conoce la brigada, lo conoce mi hermano que es político, y él tie­ ne muchos amigos. Tranquilo, usted no se preocupe que nosotros tenemos manejo a nivel nacional, si usted llega a tener algún problema nosotros lo ayudamos, si a usted le llega a ir bien con nosotros, después lo mandamos para una parte bien buena, nosotros tenemos muy buenas re­ laciones y si usted nos ayuda, nos ayudamos todos.
—Listo, don Santiago, no hay problema.
»Así fue como conocí a Santiago. Lo veía encegue­ cido contra las FArc, primero que todo, a él se le veía la rabia que tenía, no disimulaba su odio contra las FArc y tiene sus razones. Cuando las FArc mataron al papá, él estaba con él y también le pegaron unos tiros, resultó herido, creo que le pegaron un tiro en la espalda. Es un tipo que se mueve, es hiperactivo, el habladito paisa tí­ pico, es como más cachetoncito que el hermano. A él le veía como ese militar frustrado, o sea, han querido como ser eso (sic), integrantes del Ejército, tener poder militar. Tal vez viene de esas historias que conocí, que el papá fue muy drástico, el papá de los Uribe Vélez, en cuanto a la crianza de ellos; muy disciplinado, entonces ellos te­ nían como ese don, esa forma de mando y de querer que las cosas se hagan por encima de lo que sea.

»Entendí que era un grupo de limpieza social. Pa­ ra esa época, no se les conocía públicamente como Los Doce Apóstoles. Los Doce Apóstoles se empezaron a lla­ mar después de que yo salí de esa región. Todo se supo después de abril de 1994, cuando empezaron las inves­ tigaciones.
»La ayuda fue permanente. Santiago nos daba pla­ ta, pero no era para nuestros bolsillos, era dinero para que pudiéramos garantizar que el grupo pudiera actuar sin que la Policía los capturara. El mecanismo era el siguien­ te: por ejemplo, cuando las acciones que hacía el grupo de Rodrigo eran de importancia, antes de salir los sica­ rios, Santiago me llamaba, para que quedara claro que él era el que estaba dando la orden.
»La idea era que el grupo pudiera operar sin el acoso del Ejército y la Policía. El Ejército no tenía tanta incidencia en el pueblo, en lo urbano, pero en la parte rural sí. Entonces, Santiago mandaba a llamar al coman­ dante de turno en el Ejército y la respuesta siempre era: “Mire, lo que se le ofrezca, aquí estamos dispuestos, va­ mos a colaborarle”.

»Pero cuando no eran tan delicadas, se organiza­ ban por intermedio de la sijín, o directamente con Rodri­ go o Pelo de Chonta. Rodrigo personalmente me decía: “Vamos a hacer tal cosa”. Entonces yo lo que hacía era decirle a la sijín: “Coordine para que la Policía no vaya a llegar allá”. Entonces ellos se encargaban de cuidarlos para que cometieran el asesinato, sin que la Policía les llegara en ese momento, de eso se trataba.

»La asistencia era integral. Por decir algo, oíamos por radio que había unos disparos en algún lugar, enton­ ces los de la sijín –que eran los verdaderamente invo­ lucrados– nos decían: “No mande ninguna patrulla que nosotros vamos para allá”, pero se iban era a cuidar la salida, la huida del sicario del grupo de los que trabaja­ ban para Santiago.
»Santiago tenía una lista de personas, había jefes del eln, también colaboradores de las FArc, él sabía a quié­ nes había que darles. La idea de él era desvertebrar la parte urbana de esos grupos guerrilleros y, con la gente que tenía en el monte, pues caerles. El objetivo era aca­ bar a las FArc y al eln.
»Sobre el dinero, a mí los periodistas me pregun­ tan que si yo sabía si Santiago Uribe Vélez era narcotra­ ficante en esa época, yo les digo: “La verdad, yo nunca lo vi comercializando con coca, ni sabía que él tuviera laboratorio”. Lo cierto era que la guerrilla en esa época tenía cultivos y laboratorios de cocaína, fuertes, por toda esa región de Santa Rosa de Osos y Yarumal, lo que era Campamento, Angostura, Briceño, Valdivia, eso era una zona cocalera y de laboratorios fuerte. Que si Santiago Uribe Vélez era narcotraficante, la verdad, nunca lo vi, lo que sí escuché es que de Álvaro Vásquez, que era el jefe de finanzas, se decía que manejaba algunos labora­ torios de cocaína. A mí me llegó una vez una información, según la cual él, como era ganadero y también trabajaba con cerdos, tenía un laboratorio debajo de unas coche­ ras*, porque dizque el olor de la mierda del cerdo disi­ paba el olor del procesamiento de la coca. Esa informa­ ción me llegó, pero yo nunca la corroboré. Este señor manejaba mucho dinero, incluso decían que Álvaro Vás­ quez era el que manejaba a los jóvenes sicarios, era el que los financiaba, les ofrecía plata, hay un testigo que cuenta que Álvaro Vásquez fue el que gestionó un pasado judicial y unos salvoconductos ante el DAS. Yo, probablemente lo hubiera encubierto; o sea, el objetivo no era meterle mano a esas denuncias, usted estaba trabajando para ellos.

*Porqueriza, sitio donde se crían cerdos.
»Le explico: aunque yo sí escuché que Álvaro Vás­ quez tenía vínculos con el narcotráfico, en la situación en la que me encontraba no estaba dispuesto a investi­ gar eso, pero además, en tres meses tampoco se puede hacer una labor de inteligencia tan fuerte como para lle­ gar a detectar algo así. Yo sí requisaba algunos carros que llegaban de Campamento, pero nunca encontré mayor cosa, lo que encontrábamos era mucha papeleta de dro­ ga, y sabíamos que el narcotráfico ahí lo manejaba era la guerrilla. Pero si usted tiene un fin, o sea, usted tiene su finca en Yarumal y empieza a combatir a la guerrilla, era obvio que los paramilitares no tenían realmente el objetivo de acabar a la guerrilla, sino que buscaban que­ darse con el negocio del narcotráfico.

Portada del libro “El Clan de los Doce Apóstoles” Tomada de www.las2orillas.com

»La guerrilla operaba en el departamento de An­tioquia, desde Urabá hacia el nordeste del departamento, donde están ubicados municipios como Yarumal, San­ ta Rosa de Osos y Anorí. Y luego bajaban a Caucasia y el departamento de Córdoba. Entonces, ¿Qué pasa? Los Uribe tienen fincas en Córdoba y arrancan con las auto­ defensas de allá para acá. Santiago me lo decía:
—Nosotros tenemos que limpiar esto, en Cauca­sia nuestra gente ya está fuerte, porque ha venido de Cór­doba hacia Antioquia.
»Yo lo escuchaba sorprendido de ver la capacidad de manejar una región tan vasta y conflictiva.
—Teniente, nosotros apenas estamos empezan­do; entonces, cuando usted necesite gente, yo se la con­ sigo. Ahora, por ejemplo, voy a traerme a unos amigos míos que cultivan papa. Son grandes cultivadores de pa­pa. Ellos se van a venir aquí y me van a dar la mano, me van a ayudar para empezar a barrer a la guerrilla de aquí para abajo, y si necesitamos gente, la mandamos a traer de Caucasia.
»Y no fueron sólo palabras; a los pocos días, de verdad llegaron. Era una gente de apellido Botero, unos duros de La Ceja, eran cultivadores y comerciantes de papa, pero también manejaban narcotráfico. En esa mez­cla entre lo legal y lo ilegal, hay que anotar que, incluso, tenían una pista de aterrizaje en Campamento por donde sacaban la droga. Pero ya estaba controladita la pista, la Policía no intervenía. Los cultivos de coca y los laboratorios para su procesamiento eran inmensos y la información era que de allá salía coca para la exportación. Realmente, el objetivo de Santiago al combatir la guerrilla, era quitar­ le el poder del narcotráfico, y usted mira que ya, en 1993,

1994 hasta 2002, las autodefensas se apoderaron de todo ese sector.
»Esa excusa de que el objetivo era acabar con la guerrilla, que porque “la guerrilla mató a mi papá”, no me parece argumento suficiente. Allí hay una conexión, eso está documentado en varias investigaciones: la muer­ te del papá de los Uribe se da por un problema entre el narcotráfico y las FArc, que también tenían negocios de narcotráfico».


En la primera parte del proceso, Santiago Uribe no fue mencionado, pero más adelante empezaron a aparecer testigos que aseguraban que él era el verdadero jefe de la agrupación paramilitar. La Fiscalía inició la primera in­ vestigación en su contra en 1995. Desde entonces, el pro­ ceso de Los Doce Apóstoles ha pasado por varias etapas y Santiago Uribe siempre ha podido salir beneficiado con autos inhibitorios. Lo logró en 1996 y en el año 2000. Sin embargo, el caso no ha sido cerrado en forma definitiva y el entonces fiscal general encargado, Guillermo Mendo­ za Diago, dijo después de las declaraciones de Meneses en Argentina que si surge una prueba nueva, el caso po­ dría ser reabierto. Podría ser, por ejemplo, la grabación de Meneses con el coronel Benavides en la que hacen memoria de todo lo ocurrido en Yarumal. Si esto suce­ de, Santiago Uribe Vélez será –sin duda– llamado a los estrados judiciales.

30 AÑOS DEL PALACIO DE JUSTICIA: AMARGO NOVIEMBRE.

Utopicos.com.co presenta hoy extractos del capítulo del libro A bordo de mí misma, publicado por nuestra directora Olga Behar @OlgaBehar1 (Ícono Editorial, noviembre de 2013), que permite entender la atmósfera que se respiró en momentos previos y durante los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985.


Noviembre de 1985 llegó en alta tensión. La guerrilla se había replegado después del fracaso del proceso de paz y los militares estaban engatillados, con las armas listas para actuar. Dos días antes de comienzos de mes hubo un evento que puso mi vida, verdaderamente, en un gran peligro. Como presagio de lo que sucedería cinco semanas después y que me obligaría a salir del país, exiliada.

Me encontraba en Cali, visitando a mi familia. A mi papá se le ocurrió que fuéramos a un desfile de modas que se realizaría en uno de los grandes salones del Hotel Intercontinental. Ese tipo de actividades no eran muy de mi agrado, pero como mi papá se movía en el medio de la confección y la moda, decidí darle gusto y acompañarlo.

-Además, podrás ver a tu amiga Amparo Peláez; ella es la presentadora.
No solo estaba Amparo. Había una buena cantidad de periodistas, varios de los cuales transmitían el evento por radio. En algún momento mencionaron que yo me encontraba entre los asistentes y, por esas cosas ridículas de la vida, alguien en una de las montañas del Cauca estaba escuchando esa transmisión.
-Comandante: creo que ya encontramos la solución al problemita de los soldados.
-Explíqueme, compañero- le pidió Álvaro Fayad.
-Dijeron por radio que la periodista Olga Behar está en Cali. No es sino buscarla y que se venga con otros periodistas a bajar a los prisioneros.
A la mañana siguiente, un miembro del M-19 solicitó verme en la portería de la edificación donde estaba ubicado el apartamento de mis padres. Decidí pedirle que camináramos por la vera del Río Cali, justo enfrente del edificio. Así no despertaríamos sospechas en ese inmueble habitado por gente de la más rancia sociedad caleña.
-Olga, el comandante Fayad necesita que usted y una comisión de periodistas suban a hacer una gestión humanitaria.
-Uy, de malas, salgo esta tarde para Bogotá. Mañana tengo trabajo.
-De verdad, es importante. Usted sabe que se viene una arremetida fuerte por la ruptura del proceso de paz, se nos están acercando mucho y necesitamos resolver un problemita.
-¿Pero, de qué se trata?
-No le puedo dar más información. Solo le pido que dentro de dos horas esté en ‘Tardes Caleñas’. El resto de la comisión lo estamos integrando. De verdad, es una misión humanitaria de urgencia.
-Y si es un asunto humanitario, ¿por qué no llaman a la Cruz Roja?
-Ya se hizo la gestión y no quisieron. La cosa está peligrosa.
¿Y si está peligrosa, por qué cree que yo voy a ir?
-Pues porque usted es berraca.
-¿Y el camarógrafo? No tengo a nadie en Cali.
-Cómo se le ocurre que vamos a dar semejante visaje. Toca sin cámara.

A ‘Tardes Caleñas’, el estadero del sur de la ciudad en donde se comía el mejor pandebono y se tomaba la mejor lulada, llegaron también otros periodistas de la ciudad y de Bogotá. En total, la tal “comisión humanitaria” quedó compuesta por cinco personas, mas los guerrilleros vestidos de civil, entre los que se encontraba “Anita”, una mujer mayor, muy dinámica y habladora. Cinco horas después estábamos frente a frente con Álvaro Fayad.-Hermana, siquiera vinieron. Todos ustedes son muy valientes. Sé que son capaces de dar sus vidas por las personas a quienes les voy a presentar.
Mandó a traer a tres jóvenes de buen semblante, pero con cierta actitud nerviosa. No logré detectar su origen, por las prendas civiles que llevaban y el hecho de que ya les había crecido el pelo.

-Compañeros soldados. Tengo el gusto de informarles que hoy mismo ustedes quedan en libertad. Aquí está la comisión humanitaria que los va a bajar.
Sorprendidos y muy conmovidos, los soldados nos abrazaron y nos agradecieron efusivamente. Seguidamente, uno de ellos preguntó:
-Comandante, el problema es ¿qué tal que nos descubran en el camino y nos maten para echarles la culpa a Ustedes?
-Tiene usted toda la razón. Pero no se preocupe, que eso lo cuadramos nosotros. Alístense, no lleven pendejadas, solo lo que quieran conservar.
Mientras los muchachos organizaban su precario equipaje y se despedían de sus captores, Fayad dio respuesta a muchos de los interrogantes que comenzaron a cruzar por nuestras mentes:
-Compañeros periodistas. Hace dos meses, en un operativo dirigido por el comandante ‘Oscar’, fue derribado un helicóptero. Hubo varios militares que murieron y estos tres fueron tomados como ‘prisioneros de guerra’. Pero como Ustedes lo entenderán, el momento es difícil para nosotros y no podemos estar moviéndonos con ellos. Además, ya se cumplió el objetivo político, no nos vamos a volver secuestradores de estos pelados, ¿de qué nos sirve tenerlos acá en el monte? Bueno; ahora quiero explicarles cómo va a ser la operación de liberación de ellos. Tiene razón el soldado cuando dice que tienen que entregarlos en un sitio seguro. El jeep ya está listo. Pero va a ir una avanzada de dos compañeros en moto para ir mirando el camino; así evitamos que caigan en un retén, porque esto está muy complicado.

Nos despedimos rápidamente porque ya iba cayendo la noche y sabíamos que la jornada sería larga y difícil. Nunca me imaginé que ese abrazo presuroso sería el último que me daría el Turco Fayad, quien moriría cinco meses más tarde en un operativo de la Policía, nunca aclarado jurídica ni políticamente.
Comenzó una jornada de ocho horas esquivando retenes del ejército y de la policía, de algunos trayectos de jeep y otros a pie en la oscuridad absoluta en medio de cañaduzales del norte del Cauca y del sur del Valle. A las tres de la mañana entramos a territorio caleño, sin saber muy bien qué hacer con estos pobres muchachos, que todo el tiempo hablaban de su agradecimiento eterno, pero también de un extraordinario temor a sus propios superiores.
-¿A dónde los llevamos, muchachos?
-A la Cruz Roja- dijo uno de ellos.
-A un noticiero- dijo otro.
Ninguna de las dos ideas nos sonó. ¿A la Cruz Roja, después de que se había negado a ir a recogerlos? O ¿a un noticiero vacío a esa hora de la madrugada?
De repente, a uno de los periodistas de la radio local que iba en el grupo se le ocurrió que nos encamináramos hacia la parroquia de uno de los sacerdotes más populares de la ciudad.
-Él sabrá qué hacer.
En efecto, cuando el padrecito de El Templete -medio dormido todavía- nos abrió la puerta de la casa cural, supe que habíamos tomado la decisión acertada.
-Muchachos, bienvenidos. Ya les preparo algo de comer. Y ustedes, periodistas, váyanse a dormir, que yo me encargo de todo.
-¿Qué va a hacer, padre?
-Mire, mi niña, si yo llamo ya a la Brigada, se los llevan y quién sabe qué hagan con ellos. Y yo me gano amenazas e intimidaciones para que me quede callado. Lo mejor será que descansemos todos y a las seis y media de la mañana yo llamo a los noticieros.
Los soldados nos pidieron estar allí a esa hora. Sobre las siete de la mañana, tuvimos nuestros minutos de fama y luego nuestras horas de zozobra, cuando nos interrogaron con cierta agresividad para tratar de descubrir si había algo irregular en todo lo sucedido. Recibida la información en Bogotá por el ministro Vega Uribe, su aversión hacia mí se intensificó aún más. El ministro de la Defensa Nacional estaba a punto de perder la paciencia.

***
El lunes cuatro de noviembre amaneció lluvioso. “Qué jartera, mi primer día de licencia y me recibió con agua”. Había pedido permiso no remunerado por una semana al Noticiero 24 Horas, para preparar el lanzamiento de mi primer libro, “Las Guerras de la Paz”, que publicaría Editorial Planeta ese viernes. Las tareas diarias en mi actividad como reportera no me permitirían adelantar toda la gestión en medios de comunicación por lo que mi jefe, Mauricio Gómez, estuvo de acuerdo en que me ausentara durante esa semana laboral.

El director del Noticiero 24 Horas era otra de las cinco personas que sabía de mi aventura literaria. Es más, le parecía interesante que yo hubiera decidido reunir reflexiones y testimonios que por asuntos de tiempo o de política editorial, no salían en los medios de comunicación. Siempre consideró Mauricio que yo escribía bien y me alentó a que produjera algo más que algunas páginas de los libretos que a diario elaborábamos para la emisión de las siete de la noche.
Con Mauricio Gómez y un equipo muy profesional y balanceado políticamente, teníamos casi a diario batallas campales por las posiciones que asumíamos los unos y los otros frente a las temáticas de la política y la violencia. Casi siempre ganaba la información y con frecuencia yo salía triunfante de la reunión. Aunque después, hacia las once de la mañana, se hacía el silencio en la redacción y todos esperábamos, nerviosos y con el sable desenfundado, la finalización de la charla entre nuestro director y su padre, Álvaro Gómez Hurtado.

Aunque Gómez Hurtado era el embajador de Colombia en Washington, siempre sacaba unos momentos para hablar por teléfono con su hijo. En las charlas no faltaban el análisis y la discusión sobre el contenido del noticiero. A veces, Mauricio colgaba y cuando abría la puerta de su oficina, sabíamos que ardería Troya. O nos tumbaba nuestro tema del día, o había algún tipo de modificación en el concepto editorial. Por supuesto, alegábamos y vociferábamos, pero si papá lo había dicho, era el fin de la conversación. He de reconocer que en muchas ocasiones, Mauricio utilizaba nuestros argumentos y le ganaba la batalla a su propio padre.

Para mí, ese ambiente era un alimento intelectual que degustaba con fascinación. Nunca me incliné por el camino fácil. Y cuando los argumentos tenían un espacio, era definitivamente tentador dar las peleas. Casi siempre contaba con el apoyo de Javier Darío Restrepo, ese gran periodista y mejor ser humano que hizo sólidos mis mandamientos éticos durante los dos años que tuve el privilegio de trabajar a su lado. Y en Amparo Peláez encontré a una hermana que siempre me acompañó en los éxitos y en los sinsabores profesionales y personales. Ambos disimulaban mis ausencias, cuando estaba haciendo alguna entrevista para el libro o buscando el documento esquivo. Y bromeaban cuando simplemente le anunciaba a Mauricio que me ausentaría por uno o dos días –o quién sabe cuántos-, asegurando que por ahí tenía un “tinieblo” en provincia y que me dejara disfrutar de las mieles del amor. Ellos también sabían y compartían mi secreto: el libro era el que me quitaba el sueño.

Con Mireya Fonseca, Editora de Planeta, se convino que el lanzamiento sería el viernes ocho de noviembre de 1985, a las siete de la noche. Uno de los mejores amigos de mi padre, el empresario paisa Jaime Posada, ofreció el salón principal del Hotel Belvedere, de su propiedad, para el evento. Hasta grupo vallenato contratamos para esa noche. Era mi entrada al mundo de las letras y yo sentía que por fin, mi verdadera vocación era un sueño cumplido.

Durante ese lunes lluvioso y todo el día martes visité medios de comunicación. Los periodistas con quienes hablé aceptaron a regañadientes el embargo de la información hasta el viernes. El miércoles seis de noviembre tenía tal vez la cita más importante. Antes de mediodía me recibirían en la revista literaria dominical de El Tiempo. En aquella época, salir en ese diario era como lograr la joya de la corona; y más aún, si las páginas literarias acogían mi escrito.

Como era mi costumbre, tenía la radio encendida. Pasadas las once de la mañana, escuché el extra de Caracol, anunciando que algo pasaba en el área de la Plaza de Bolívar y que se creía que el M-19 se había tomado el Palacio de Justicia. Fue un momento de mucho desconcierto para mí. Me preguntaba por las motivaciones de esta acción y temía consecuencias funestas. Aunque el M-19 había sorteado con éxito otras batallas, como la toma de la Embajada Dominicana, en esta ocasión sentí que habían ido demasiado lejos. Los altos mandos militares estaban con deseos de guerra reprimidos y esto estallaría como un volcán.
Claro, nadie medianamente lúcido hubiera imaginado que el contra ataque sería tan feroz, despiadado e irracional. Pero lo fue y durante las siguientes 28 horas viví, con angustia y desespero -al igual que la mayoría de los colombianos- el episodio más triste de nuestro país,. Allí murieron tantos buenos amigos, tantos conocidos y, sobre todo, tantos colombianos inteligentes y capaces, que nuestra patria aniquiló de tajo a una generación que pudo haber contribuido a forjar un país mucho mejor que el que tenemos.

Cuando comenzaron a entregarse las listas de muertos y desaparecidos, sentí que yo también moría un poco. Siempre se nos ha dicho que debemos ser objetivos, que nuestra misión es ver los toros desde la barrera. Pero en esa desgraciada jornada entendí que el periodista suele tener una máscara de ausencia de emociones, de neutralidad, hasta cierto punto de indiferencia. Y que yo, ese papel no lo jugaría nunca más. Desde esos hechos infaustos, abracé el periodismo comprometido, el periodismo de autor.

Saber que el magistrado Manuel Gaona Cruz –que semanas atrás me había hablado con tanto cariño de sus bebés- estaba muerto, produjo en mí un gran dolor. Contertulio (con menos frecuencia de lo que yo hubiera querido) sobre temas de libertad, de paz y de democracia, era para mí un adalid de la justicia. También estaban otros magistrados de la Corte Suprema de Justicia y consejeros de Estado con quienes había tenido contacto con cierta regularidad. Los admiraba y respetaba. Sabía de sus altos valores morales y de su lucha contra la corriente, contra las violaciones de los derechos humanos y los golpes a la democracia que se estaban dando durante esos años.

Pero también estaban los miembros del comando del M-19, varios de los cuales habían contado sus historias para mi primer libro, Las Guerras de la Paz. Allí estaban Lucho Otero, Andrés Almarales, Alfonso Jacquin y se decía que algunos otros como Vera Grabe y Rafael Arteaga –quienes luego se supo, no habían entrado al Palacio-. También estaban muertos o desaparecidos seguramente muchos otros a quienes nunca identificaría, pero que era probable que hubiera conocido durante mis visitas a los campamentos guerrilleros.

Tanta gente joven, brillante, entregada a sus ideales. Muchos inocentes, otros equivocados que no tuvieron la opción de la rendición y de un juicio justo. Creo que, aparte de los procesos políticos y jurídicos, aparte del juicio de la historia, algún día se deberá hacer un análisis de cuánto perdió Colombia con una generación mutilada y los principios democráticos cercenados. Fue el comienzo del “todo vale”, de la sentencia maquiavélica “el fin justifica los medios”, del “salvando la democracia, maestro”. Después de los hechos del Palacio de Justicia, Colombia se acostumbró a las soluciones de fuerza, irracionales y desmedidas. Las organizaciones guerrilleras traspasaron las fronteras de la ética, llegando incluso a mezclarse con la producción de drogas alucinógenas, asesinando fuera de combate, secuestrando a diestra y siniestra.

Por su parte, el Estado se creyó el cuento de que era necesario combatir a la guerrilla creando ejércitos paralelos. Y si para derrotar a los “terroristas” era necesario hacer masacres, asesinar selectivamente a los líderes de la oposición y tomarse las mejores tierras del país sacando de ellas a los supuestos auxiliadores de la subversión, esos eran los caminos que había que transitar. La cruenta solución al Palacio de Justicia trastocó todos los valores y generó la espiral de violencia de la cual todavía hoy no hemos logrado librarnos.

Pero esa noche del siete de noviembre de 1985 todavía no se vislumbraban tan fatídicas consecuencias. El país, desconcertado y agobiado, lloraba a los muertos del Palacio de Justicia. Durante los siguientes días, solo tuve cabeza para ayudar a las familias a encontrar a sus seres queridos. Fui con mi camarógrafo al Instituto de Medicina Legal, a pedirle al director –un alemán insensible y antipático- llamado Egon Lichtenberger, que me dejara filmar a los muertos, con el compromiso de que no los exhibiría en el noticiero (sobraba la aclaración, pues nunca lo hubiera hecho, pero con la clase de colegas que a veces tenemos…). Al principio se negó rotundamente.
-No tengo autorización.
-Pues consígala.
-Usted a mi no me da órdenes.
-Tiene razón, pero cuando le caiga la Procuraduría por haber enterrado en fosa común a quienes podrían haber sido identificados, no se queje.
Al final accedió. Es la experiencia más macabra que he vivido. Acompañé a mi camarógrafo y presencié cómo sacaban, una a una, las bandejas de las neveras. Con dolor observé cada cuerpo inerte; allí había una historia de vida y muchos familiares buscando a ese ser perdido. Finalmente nos llevaron a una mesa metálica larga, sobre la que habían depositado unas bolsas negras.
-Estos son los calcinados.
Apenas abrimos una, tuvimos que cerrarla de inmediato. Los cuerpos quemados, destrozados, las partes amontonadas sin orden alguno en la bolsa de basura, irreconocibles a la vista, fueron el fin para nosotros. Nos miramos, camarógrafo y yo, con los ojos llorosos y decidimos salir de allí. A partir de ese momento, infinidad de personas pasaron por nuestro noticiero, para ver las imágenes y tratar de encontrar a su familiar perdido. Creo que en algunos casos, lo lograron. Pero una buena parte terminó en la fosa común del Cementerio del Sur, con la desafortunada circunstancia de que, una semana después, terminaron encima de ellos decenas de muertos por la tragedia de Armero1. ¿Por qué transportaron estos cuerpos desde el Tolima hasta Bogotá? Nunca he escuchado una respuesta coherente; siempre he pensado que fue una decisión deliberada, para sepultar doblemente a los muertos del Palacio de Justicia. Para sepultar la verdad.
Por supuesto, el lanzamiento Las Guerras de las Paz, realizado el viernes 8 de noviembre, a las 7 de la noche, parecía más un velorio que un evento cultural. Por razones obvias, la música fue cancelada y lo que se respiró esa noche en el Hotel Belvedere fue más el aliento de quienes queríamos estar acompañados, para llorar juntos las tristezas de ese amargo noviembre.

1.El 13 de noviembre de 1985 hizo erupción el Volcán-nevado del Ruiz y la mezcla de lava, deshielo, piedras y lodo produjo una avalancha que destruyó a la población de Armero, dejando casi treinta mil muertos.

30 AÑOS DEL PALACIO DE JUSTICIA. XI LLAMARADA

En nuestra entrega de hoy, reproducimos el capítulo XI del libro Noches de Humo, de nuestra directora Olga Behar. @olgabehar1

Comenzaron a sentir el calor y la falta de oxígeno.
-Mi capitán, esto está ardiendo.
-¿Qué hacemos?
Como pudieron, acabaron de revisar el cuarto piso, en donde no quedaba nadie vivo. Salieron del área de oficinas para intentar bajar, pero un grupo de guerrilleros los recibió a bala en el tercer piso. Decidieron buscar la escalerilla que conduce a la azotea, que permanecía oculta por la puerta de metal que un rato antes habían destruido los efectivos del GOES para penetrar el cuarto piso. Ascendieron y, desde allí, los impresionó la dimensión del incendio, que consumía las entrañas de esa mole de mármol, cemento y madera, llamada Palacio de Justicia. Mientras los policías esperaban su evacuación, el fuego consumió parcialmente algunos cadáveres, entre ellos el del Presidente de la Corte, Alfonso Reyes Echandía, y los de los restantes integrantes de la Sala Penal, que habían compartido con él las once catastróficas horas finales de sus vidas.

Claudia no supo exactamente a qué hora empezó el incendio. Como estaba oscuro, era imposible calcular el tiempo y ella no miraba el reloj.

De pronto, empezaron a sentir un calor infernal, cada vez que abrían la puerta del baño se entraba un aire ardiente y se colaban los gases, como si estuvieran allí comprimidos.

‘Pedro’ le comentó al magistrado Gaona Cruz, que en una oficina cercana había una línea telefónica en funcionamiento.
Gaona se acercó a Almarales y le planteó:
-Quiero hablar por teléfono con amigos míos, que algo podrán hacer ante esta emergencia.
-¿Con quién piensa halar, doctor?
-Con Oscar Alarcón, compañero de oficina mío, y con el doctor Fernando Hinestrosa, el rector del Externado.
Almarales aceptó y decidió salir junto con Gaona y ‘Pedro’ hacia ese teléfono. Tardarían una media hora, después de la cual regresaron tiznados y sudorosos. Había tenido que arrastrarse para escapar a las ráfagas. Después de un penoso trayecto, habían podido entrar a la oficina, pero ya el teléfono estaba descompuesto. Emprendieron regreso al baño y llegaron ahogándose del calor y del humo, porque el incendio ya era muy intenso.

Un rato después, golpearon a la puerta. Claudia abrió y encañonó al que se presentaba. En ese momento entró un calor que le quemó todo el cuerpo. Quedó haber quedado envuelta en candela. Era inexplicable la forma como lo guerrilleros seguían aguantando afuera el endemoniado tropel. Como estaban justo encima de la cafetería, no veían las llamas, pero el incendio lo sofocaban.

Empezó a faltar el aire, la gente no podía respirar y se desesperaba. Los heridos y algunos civiles perdieron el sentido. Claudia seguía vigilando, de pie y, en un momento, se le cayó el fusil. Se asustó mucho, al igual que todos los demás. No sentía ni miedo ni cansancio, solo la angustia terrible de la falta de aire y pensaba que morirían asfixiados. Con dificultad, Claudia llenó dos cubos de agua, uno para los guerrilleros que seguían combatiendo y otro para mojar los pañuelos de los civiles. Al agacharse para humedecer uno de ellos, se fue encima de la gente, pues la debilidad ya no le permitía mantenerse en pie.
Trataba de sacar fuerzas de donde no las tenía. Otros civiles más perdían el sentido y Ariel, el mando militar de esta área, le propuso a Almarales dar la orden de salir del baño, para trasladarse a un piso más abajo. Ya Ariel Sánchez no cubría flanco, sino que controlaba esta área, porque estaba muy malherido. Claudia estaba tan agotada, que no pudo caminar, guardó el walkietalkie y el radio en el morral, que dejó en el piso, con la esperanza de poderlo recuperar después, y se arrastró con el resto de sobrevivientes.

En el trayecto, divisó una ventana. No pudo resistir la tentación de mirar a través de ella. Vio la Plaza de Bolívar. El cielo estaba oscuro, muy oscuro. Caía un aguacero torrencial y el agua, a borbotones, golpeaba la marquesina del Palacio de Justicia. No se veía tropa. Siguió avanzando, por los resquicios se veía el interior de algunos salones. El piso estaba completamente mojado.

Y llegó a sus ojos una imagen dantesca, que nunca lograría borrar de su mente: ‘Pedro’, fusil en una mano y una manguera en la otra, intentaba desesperadamente extinguir el fuego: cubría a todos los que pasaban con su fusil, mientras peleaba contra las inesperadas llamas. Vio su hermosa cara iluminada y a varios de sus compañeros completamente negros, empapados en sudor y sin una sola herida, batallando sin parar.

Por fin llegaron al baño. Lo encontraron totalmente inundado, porque los muchachos intentaban apagar el fuego con las mangueras y mojaban todo el piso. Aunque había dejado los elementos indispensables para seguir buscando la comunicación, lo que la obsesionaba eran los heridos, a quienes no había podido jalar, debido a su propia debilidad física. No creía que pudieran sobreponerse allá, en el baño de arriba -desvalidos y solitarios- al drama del incendio.
Claudia se recostó contra la puerta, casi desmayada. ‘Bernardo’ entró y le pidió salir a reforzar una posición de combate. Le contestó:
-No puedo, me estoy cayendo.
Él le reclamó:
-Qué falta de colaboración-. Almarales intervino para hacerle caer en cuenta que Claudia no era físicamente capaz ni de pararse y mandó a ‘Natalia’. A los pocos minutos regresaba ‘Natalia’, encalambraba. Enseguida, llegó un guerrillero con el equipo de campaña de Claudia. Sacó el radio y el walkietalkie e intentó lograr comunicación. El radio estaba empapado y ya inservible. El walkietalkie sí funcionaba, pero nadie respondió.

Este baño estaba mucho más fresco y se podía respirar. Encontraron a otra gran cantidad de civiles, que habían sido reunidos por los guerrilleros hacía mucho rato. Se trataba de quienes, horas atrás, gritaban: “somos rehenes, no disparen”. Los magistrados les indicaron que sus voces se escuchaban desde el baño de arriba, seguidas de intensos rafagueos.

La gente se moría de sed y los guerrilleros que estaban combatiendo ya se habían comido las pocas naranjas que habían llegado a sus manos. Claudia no quería gastar la escasa agua destilada del equipo de primeros auxilios, pero los rehenes le decían:
-Mona, regáleme aunque sea una gotica de agua.

Sintió lástima y abrió una de las bolsas, que repartió entre los que pudo. Ella no tomó ni una gota, aunque no resistía la sed.

En el nuevo grupo estaba el magistrado Reinaldo Arciniegas. Al ver a sus colegas Humberto Murcia Ballén y Manuel Gaona, se puso feliz y los abrazó efusivamente, se dieron ánimo mutuamente, en un diálogo en el que resaltaba el tuteo familiar. Todos los presentes se fueron recuperando, pues allí no se sentían tan fuertemente las consecuencias del incendio.

Después de medianoche, dieron la orden de volver a subir.

El incendio había sido sofocado. La orden se debía a que ya el baño de arriba estaba en buenas condiciones y el de abajo era vulnerable a los tanques, que recorrían el primer piso, de lado a lado.

Al regresar, encontraron a los heridos, vivos, tendidos en los lavamanos, tal y como los habían dejado. Nadie se explicaba cómo sobrevivieron en ese cuarto hirviendo y sin oxígeno. Tal vez, al salir la mayoría de la gente, se despejó el ambiente y pudieron respirar mejor. Los reacomodaron en las largas mesas de mármol en las que estaban empotrados los lavamanos, les aplicaron inyecciones, los lavaron, les dieron a beber agua destilada y los muchachos se fueron recuperando. Ya los civiles se sentían mejor, también. Claudia recobraba las fuerzas, pero comenzó a hacerle mella el cansancio, se dormía parada. Para evitarlo, sacó el primer cigarrillo que quería fumar desde el inicio de los acontecimientos. Lo encendió nerviosamente, pero una de las aseadoras le pidió:
-Mona, por favor, apague ese cigarrillo, aunque ya pasó todo, todavía nos cuesta trabajo respirar, aquí no hay aire puro.

Claudia pidió disculpas y lo apagó.

***
El magistrado Hernando Tapias Rocha tomó por fin la decisión de salir de su despacho, ubicado en el costado norte del tercer piso. Si no fuera por el ahogo, producto del humo, y el calor incinerante, se hubiera quedado así, acostado sobre el tapete, a la espera del fin de los acontecimientos. Casi no se había movido en las crueles nueve horas de soledad cautiva, pero ahora tenía que gritar: “soy Hernando Tapias Rocha, magistrado de la Sala de Casación Civil de la Corte”. Tres guerrilleros lo recibieron en el pasillo y le dijeron:
-Vamos a llevarlo a un baño, en donde encontrará a varios colegas suyos y a un buen número de civiles. Vamos rápido doctor-. Segundos después, los hallaría en el baño de la muerte.
***
‘Rambo Criollo’ miró su reloj de nuevo. Eran las diez y cincuenta de la noche. De pronto comenzó el incendio. Soldados y policías iniciaron un vertiginoso descenso. Para ‘Rambo Criollo’, el fuego surgía en la esquina de la carrera séptima con doce. El capitán dijo: “Bueno, a bajarse todo el mundo”.
El teniente Mejía ordenó:
-Nosotros quedémonos aquí mientras pasa el incendio.
Había mucho humo y empezó el pánico colectivo:
-Manden bomberos, para que apaguen esta vaina- gritaban desesperados.
Lo que no podían ni imaginar es que los guerrilleros estaban cerca del sitio donde se había originado el incendio y comenzaron a escalar, al no poderlo apagar con los extinguidores. Subían empujados or el fuego. Cuando iban a bajar los últimos soldados –grupo en el cual se encontraba ‘Rambo Criollo’- se produjo el encuentro y fue un enfrentamiento brutal. Un capitán de la Policía cayó herido encima de ‘Rambo Criollo’, gritando “me despedazaron mi pierna”. ‘Rambo Criollo’ lo cargó en el hombro, ensangrentándose el chaleco antibalas. Además de izarlo, le quitó el fusil y comenzó a disparar, subiendo de nuevo a la azotea, con varios integrantes del Ejército y la Policía.
‘Rambo Criollo’ vociferaba, presa de la histeria: -Se nos van a subir, nos van a matar a todos-. No tenían munición y, además del oficial, había otros cuatro heridos.
De repente, sintieron un ruido como de polea. Se asomaron con mucha cautela y no menos miedo y vieron un carro de bomberos que elevaba una canasta. ‘Rambo Criollo’ intentó lanzarse, pues la canasta no alcanzaba a llegar hasta la terraza pero sintió que lo jalaban del chaleco. Era el capitán que comandaba el grupo del ejército de “infrarrojos”:
-Quítese.
Y se tiró a la canasta, dejando a su tropa acéfala en la azotea. Había cupo para cuatro más. ‘Rambo Criollo’ alzó al capitán herido y a otros cuatro. Desde el vehículo gritaban:
-Ya no más, porque no caben-. Pero finalmente, se llevaron a los seis.
Decidieron numerarse, para saber cuántos viajes tendría que hacer la canasta, para evacuarlos a todos. Eran 39. Cuando terminaban de hacerlo, comenzó la plomacera. Los guerrilleros habían abierto un vidrio del techo del cuarto piso. Alguien dijo:
-Esa es la cocina y allí hay tanques de gas-. Arreció entonces el pánico, porque si ocurría una explosión, no habría salvación para nadie.
El teniente Mejía ordenó al personal “tenderse”, ubicó a un soldado al inicio de las escaleras, para contener el posible ingreso de guerrilleros y dijo.
-Si subimos y nos tocó morirnos, pues nos morimos. Aquí no quiero cobardes. De aquí, o salimos todos, o nos morimos todos. Si ocurre lo segundo, no conoceré a mi hijo, que debe nacer de un momento al otro.

El incendio arreciaba. Se sentía un calor infernal. La plancha de concreto hervía. A los diez minutos, llegó un vehículo de bomberos, desde el cual elevaron una escalera, por la que bajó el personal, en orden, primero uno de la policía, enseguida uno del ejército, intercalados. Después de 37 descensos, ‘Rambo Criollo’ tuvo su turno. La operación fue cerrada por el teniente Mejía, quien había relevado al soldado de la contención de la escalera. Mejía caminó de espaldas, siempre apuntando hacia los escalones,. Hasta que la perdió de vista.

Abajo estaba la Cruz Roja. Al apearse de la canastilla, el teniente Mejía enfrentó al capitán que se había bajado con los heridos:
-¿Por qué no se quedó con nosotros?, ¿para no quemarse con todos?
Y enseguida dio la vuelta y ordenó:
-Vamos a meternos por debajo, porque por arriba no pudimos.
Al arrancar, ‘Rambo Criollo’ tropezó y se tronchó los dos pies, que estaban completamente hinchados. Se levantó y, como pudo, llegó hasta un muro, para recostarse. Entonces dijo:
-No puedo más, me voy para mi casa-. SE escondió detrás de la pared, para ponerse la chaqueta encima del chaleco antibalas, invirtiendo la posición original de la ropa. Escondió la pistola debajo del cinturón y se montó en un taxi que estaba estacionado muy cerca.
-¿Qué pasó allí?- le preguntó el taxista.
-Es que soy mensajero del Palacio de Justicia y acabo de salir, por favor, lléveme al Hospital Militar.
-Pero, cuando iban por la calle 26, rumbo al centro asistencial, le pidió que desviara hacia su casa, ubicada en el noroccidente de Bogotá, no muy lejos del Aeropuerto Internacional el Dorado.

***
La angustia aumentaba con el paso de las horas. En la noche, cuando desde su casa veía el fulgor del incendio del Palacio de Justicia en las imágenes de los noticieros de televisión, lo carcomía la sensación de impotencia. Umaña insistió por teléfono, para que la familia del magistrado Carlos Medellín siguiera presionando una solución para los civiles. No pudo conciliar el sueño hasta las cinco de la madrugada, cuando lo venció el cansancio.
***

Nadie durmió. Pero tampoco vieron televisión –deliberadamente evitaron que la esposa del penalista siguiera los hechos- y por la radio supieron que había llamas, pero nadie alcanzó a imaginar la magnitud del incendio. Apenas amaneció, Yesid se presentó en la oficina de Juan Guillermo Ríos. De allí siguió para Caracol. A las diez, cuando Reyes Echandía llevaba más de catorce horas muerto, Yamid Amat se comunicó con el director de la Policía y el hijo de Reyes Echandía, que desconocía la suerte de su padre, también le habló:
-General, ¿qué sabe de mi papá?
-No se preocupe, Yesid, acabo de hablar con él y me dijo que se encuentra bien. Pueden estar tranquilos.

Ecos de un conversatorio

ROMPIENDO PARADIGMAS

El conversatorio empezó con algo diferente: se acomodaron sillas en forma de media luna para que los asistentes pudieran sentarse ahí, junto con los expositores. Al llegar el periodista invitado, Jorge Manrique, se dio inicio a la exposición en la que Olga Behar, periodista y docente de la Universidad Santiago de Cali, formuló una serie de preguntas a su colega, así como también él interrogó a su interlocutora, lográndose un ambiente de confraternidad y agradables relatos sobre las experiencias de ambos. 

Por: Viviana Quijano.

No faltaron las anécdotas y los ‘cacharros’ que, como siempre, suelen pasar en toda profesión y aún más en la labor de reportero.

Esta conversación realmente fue muy amena, tanto así que, entre risas, el periodista Jorge Manrique contó cómo le tocó viajar junto a la caja negra de un avión para comprobar qué podía captar este artefacto durante un viaje. Además de risas y elogios entre ellos haciendo mérito a las buenas labores como periodistas, también expusieron sus opiniones acerca de la ética de un periodista, tomando como ejemplo la catástrofe de Armero en la que unos periodistas filmaron la muerte de una niña, Omaira, y la publicaron en los medios.

Aquel tema sin lugar a duda puso en evidencia el dilema de la labor de un periodista, puesto que muchas veces se encuentra en la posición de decidir qué está primero, si el amarillismo para vender o si hace uso de su ética para lograr un buen periodismo, uno que maneje el contenido adecuadamente y en el que no se añadan falsedades ni tampoco se exagere la realidad.

Después de este diálogo, la moderadora, Liliana Marroquín (Directora del Programa de Comunicación Social de la USC) dio paso a los presentes para que pudieran aclarar sus dudas con los exponentes.

Y sorprendió una pregunta, proveniente, no de un estudiante sino de un profesor, quien cuestionó el subjetivismo en la labor periodística. En contraste con lo que tal vez el profesor esperaba escuchar, recibió esta respuesta de Olga Behar: “ El periodismo, ha cambiado, ahora se puede hablar en primera persona”. Jorge añadió que “antes el periodista no podía opinar, se manejaba un periodismo ‘objetivo’ pero ahora las cosas han cambiado y se puede dar el punto de vista”.

Explicaron que el reportero tiene que involucrarse con la comunidad, víctima de una crisis social y política, para poder conocer realmente su situación.

‘Oficio de Reportero’ nombre del nuevo libro de Jorge Manrique, reseña cómo no se trata de una labor de “calentar asiento” sino al contrario, es un oficio que exige estar alerta de las situaciones, no hay lugar para estar desparchado, porque siempre en esta profesión hay algo por hacer. Y, como le dijo Manrique, el periodista “nunca puede dejar la capacidad de asombrarse”.

OFICIO DE REPORTERO: CONVERSACIÓN CON JORGE MANRIQUE.

Por: Marco Páez.

Manizaleño, comunicador social-periodista con una maestría en tecnologías de la información aplicadas a la educación y especialización en informática para la docencia, Jorge Manrique es una biblia de la reportería.

Después de 24 años intensos en el periódico bogotano El Espectador y en el Canal Caracol, hoy transmite sus experiencias a estudiantes de Comunicación en la Universidad Javeriana (sede Cali).

Recientemente, lanzó en la Universidad Santiago de Cali su libro ‘Oficio de Reportero’ (Sello Editorial Javeriano Cali, 2015). Utópicos conversón con él.

U. ¿De dónde surge su idea de ser profesor universitario?

JM: Inicialmente, el tema de ser profesor no me llamaba mucho la atención, porque ya había estado en los medios, me había tocado recibir los estudiantes de periodismo y no les tenía mucha paciencia. Entonces, imaginarme yo, del otro lado, en la universidad, no me identificaba mucho. Sin embargo, también fue algo muy casual, me fui dando cuenta de que con los jóvenes, si usted sabe sembrar una buena semilla, puede construir potencialmente buenos reporteros. Y yo me precio, de verdad, de haber sido profesor de gente muy valiosa que hoy se encuentra en los medios.

U. Háblenos de su nuevo libro.

JM: Es una recopilación de 12 crónicas de mi autoría, en él se conjuga el oficio de reportero con el oficio del profesor, ya que el profesor de hoy interroga al reportero de hace 30 años y le pregunta por lo que salió bien, lo que no salió tan bien, por aquellas cosas que resolvió sobre la marcha.

U. ¿Cuál es el trabajo periodístico que más lo enorgullece?

JM: El cubrimiento que marcó mi vida como reportero, sin duda alguna, fue el de la tragedia de Armero, la erupción del cráter Arenas del Volcán Nevado del Ruiz, el 13 de Noviembre de 1985. Fueron los días más intensos de toda mi existencia. Todavía ese acontecimiento me mueve bastante por la magnitud y, sobre todo, porque me mostró la dimensión humana que puede tener el periodismo. Se van a cumplir 30 años y estoy preparando un especial con mis estudiantes de la Universidad Javeriana de Bogotá para los medios de la universidad y también para el diario El Espectador de Bogotá.