Utópicos web 2.0 reproduce un especial periodístico de nuestro medio aliado mexicano www.lopolitico.com
SEGUNDA ENTREGA
Un aroma intenso calienta una fría casa en las afueras de Frosinone, al sur de Roma.
El café está listo.
En este gran salón espartano, con las persianas todavía cerradas, no hay ni una fotografía; ni cuadros en las paredes. Ningún objeto decora el ambiente.
Sólo una gran chimenea apagada en el centro de la habitación.
—En Afganistán, el huésped es sagrado —dice Wali tras una afectuosa bienvenida—nosotros tomamos el té, pero el café es una de las cosas que más me gusta de Italia.
Y pasa entonces una tacita…
—La casa la he alquilado y la he arreglado un poco —dice el joven afgano mientras muestra los muebles que ha juntado gracias a su trabajo en una empresa de mudanzas.
Llegó a Italia desde hace ocho años, cuando sólo tenía 16 y hoy vive con otros dos chicos afganos y un sirio, su familia en Italia.
Gracias a su personalidad extrovertida, Wali siempre es el punto de referencia en casa. En su trabajo. En su familia.
Quería ir a Inglaterra, pero su viaje se detuvo en Roma “su segunda prisión”. Se siente atrapado. No puede continuar con ese viaje imaginario que tenía como destino final Londres. Levanta la mano y señala entonces la pared de su habitación donde hay una imagen en blanco y negro delTower Bridge con la bandera británica; rojo y azul son el único toque de color en todo el departamento. El punto de partida fue Afganistán, el que se truncó fue Inglaterra, donde grupos de la extrema derecha marcan con pintura roja las puertas de los refugiados.
Wali fuma enciende un cigarrillo tras otro. Es momento de confesar por qué dejó Afganistán.
Abrimos el balcón, hace un día soleado, tomamos un poco de aire fresco, hay ropa colgada fuera: unas sudaderas, pantalones vaqueros. Hace frío; se arropa en su chamarra de piel y mira su proprio reflejo en el cristal de la ventana.
—Es peor que una mujer, es un vanidoso, se la pasa pensando en el pelo y en arreglarse el flequillo —se burla Talib, su amigo desde el otro rincón de la habitación.
Wali abre esos ojos negros en forma de almendras. Lo delata su mirada triste detrás de una blanca sonrisa. Es chaparrito, la piel morena. Habla un italiano perfecto que le permitió integrarse rápidamente, no obstante sus amigos coinciden:
— Él es un buen chico, me gusta mucho su personalidad. Lleva una vida limpia aquí. Trabaja duro, piensa solo en su familia. Su único defecto es que se ha quedado aquí… él tenía que haberse ido a otro lugar.
Las revueltas…
—Tengo nueve hermanas que iban a la escuela. Era mi deber hacer algo por ellas.
Décimo de 12 hijos y el menor de los varones, Wali tenía una tienda de ropa y cosméticos e iba a la escuela vespertina en Jalalabad; cuando vivía en el pueblo, estaba en contacto con un grupo de jóvenes que vivían en Inglaterra y le platicaban cómo es la vida allí: democracia, libertad.
Mujeres con los mismos derechos que los hombres.
En 2006, mientras estudiaba el bachillerato, se organizó una huelga a nivel nacional en nombre de los derechos de la mujer en Kabul, Kandahar, Jalalabad, Herat, Mazarlas, las cinco principales ciudades de Afganistán.
Marchar por la libertad y el valor de las mujeres. Fue la única culpa de Wali.
Durante lo que se suponía que iba a ser una manifestación pacífica, iniciaron las revueltas; se quemaron edificios públicos y museos. Los soldados estadounidenses y afganos intervinieron y hubo más de 30 muertos, muchos de ellos policías.
El rumor era que los talibanes se habían infiltrado y habían reventado la marcha; que el gobierno lo sabía pero era cómplice de ellos. Sin embargo los adolescentes cargaron con la culpa y pese a no portar armas, terminaron acusados por la masacre.
—Mi hermano mayor me dijo: ‘te han visto tu cara en la televisión mientras te manifestabas. Tienes que irte del país… te están buscando’.
Así organizó Wali su huida de Afganistán.
Pan y queso
16.000 dólares para llegar a Italia.
Los traficantes se encargan de todo: tú les dices a dónde quieres ir, pagas y ellos te llevan.
—Yo quería ir a Inglaterra —insiste Wali.
Su travesía inició a bordo de un auto que lo llevó al sur de Afganistán hasta llegar a Pakistán. Cruzar esa frontera no fue complejo, al contrario, en Irán, a la mínima te disparan. Irán es un país que no tiene piedad para estas cosas.
A partir de ahí comienza el riesgo real y el verdadero viaje.
Hasta 20 personas subidas en una camioneta. Hay que cruzar el desierto. Si se ve un coche de la policía, paran en la orilla de la carretera, hay que bajarse y continuar a pie por un tramo. Se han tardado más de una semana para cruzar Irán y otra en la frontera con Turquía.
Es difícil entrar a Turquía porque se necesita mucho tiempo para obtener información: si están los militares, cuál es su rutina; saber qué camino es el más libre.
—El contrabandista no quería dejarme ir, me decía: ‘eres demasiado simpático’ —Wali sonríe y enciende otro cigarrillo. Bromea— quédate a trabajar conmigo me insistía.
Huellas dactilares, nombre y apellido, edad, “¿por qué?” “¿a dónde?”.
La rutina del arresto se repetirá decenas de veces.
La primera vez que intentaron cruzar la frontera con Turquía, los arrestaron inmediatamente y los enviaron de vuelta a Irán. Los militares iraníes los hacían limpiar el cuartel, recoger las colillas de sus cigarrillos y hacían lo que les daba la gana con ellos; luego, los enviaban de vuelta a Turquía.
Siguieron durante días con ese juego de ir y venir.
Parecía como si estuvieran jugando un partido de fútbol con los refugiados como pelota, esperando a ver quién era el primero en meter gol; quien era el primero en enviarlos a la portería adversaria.
La escena era siempre la misma: los militares llevaban a los chicos —unos cincuenta, muchos de Afganistán, oriundos de Bangladesh y Pakistán— y disparaban al aire para avisar a los soldados en el otro lado que estaban enviando a los refugiados donde eran recibidos, para luego, ser enviados de vuelta. Cuando los chavales encontraron una manera de escaparse a la montaña empezó la verdadera supervivencia.
Muchos no pudieron, murieron en el camino.
Trepar en la montaña era agotador para los que venían de Bangladesh pero normal para los afganos. Afganistán es un país montañoso, lleno de piedras.
—No se les podía ayudar mucho. Una vez llevé a un chico en hombros. Pero no se puede por mucho rato. Sólo los que tienen la fuerza en las piernas sobreviven y siguen adelante.
En el camino había muchos cadáveres que estaban hinchados, muertos desde quién sabe cuánto tiempo; el hedor era tan terrible como el frío en la montaña; como el hambre. Como el cansancio a matar.
—En este trayecto nos quedamos tres días sin comida. Había pastores pero nos habían advertido no confiar en ellos. Encontramos refugio en una cueva, pero el hambre era demasiada, entonces vimos a un niño pequeño. Los kurdos también hablan un poco de persa y conseguimos hacernos entender. A cambio de unos pocos dólares el niño nos trajo pan y queso; por agua no teníamos que preocuparnos, había abundante en las montañas.
El tío del niño que nos había salvado era un contrabandista y dijo que les podía ayudar. A pesar de que sabían que podría tratarse de una trampa, aceptaron. En un persa perfecto, dijo que por 200 dólares los llevaría hasta Estambul. Aceptaron con la condición de que el dinero se entregaría al traficante llegando al destino. Se subieron a un camión pero alguien ya había alertado a la policía. Cerca de la ciudad de Van fueron detenidos y arrestados. 72 personas, un tráiler lleno. Divididos según la nacionalidad, desde Van los militares los trasladaron a una ciudad más pequeña.
—No sé cuánto tiempo llevaba viajando, pero empezaba a estar cansado. En la cárcel empecé una huelga de hambre, los militares me daban patadas para que comiera. Seguía sin comer, lo único que yo quería era hablar con el juez.
Después de tres días llegaron unos voluntarios que habían traído ropa limpia y, finalmente, llevaron Wali a la corte. Hablando en inglés suplicó al juez que le dejara continuar su viaje. Pero la ley dice que todos los inmigrantes irregulares detenidos en territorio turco deben ser repatriados a su país de origen, sobre todo si se trata de menores de edad. Saldría en avión desde la capital, Ankara hacia Kabul. Llamó a su hermano y le compró un billete que le costó más de 500 dólares para hacer más ágil el trámite de la deportación.
El salto
Salimos en dos autobuses llenos de chicos, 16 militares nos vigilaban y dos coches de la policía nos estaban escoltando. Todos estábamos esposados como criminales. Después de cuatro horas de viaje, hicimos una parada en una estación de servicio. Eran casi las nueve de la noche y nos detuvimos para la cena. Nos quitaron las esposas para que pudiéramos comer una rebanada de pan, queso y un pepino.
El restaurante tenía dos pisos, en la planta de abajo estaba la gente normal y en la planta de arriba estábamos nosotros, los deportados.
Volver a casa significaba la muerte.
Les dije a los chicos que me ayudaran a escapar de los militares.
—¿Quién está conmigo? —pregunté.
Desde la ventana se podía ver que abajo el suelo estaba mojado, que hace poco la tierra había sido trabajada por un tractor.
Entonces volví a preguntar:
—¿Quién está conmigo? —nadie respondió, nadie se movió.
Sólo Roomal, el chico afgano que había salido conmigo, tuvo una reacción: comenzó a llorar; él me miraba con una expresión entre el horror y la resignación, le costaba incluso tragar saliva. La huida no era ni siquiera imaginable, porque para escapar deberíamos de correr por un buen rato en el campo libre, por delante de los militares que te disparan; entonces sería suficiente un solo golpe de la ametralladora para matarnos a los dos.
Pero en cualquier caso, moriríamos.
Así que hicimos lo único que quedaba: el intento de la desesperación.
Saltamos.
Primero empujé a Roomal, porque no estaba convencido a dar el paso, y luego salté yo.
Y corrimos…. corrimos y corrimos.
El barro llegaba hasta las rodillas. Había luna llena. Con toda la energía de nuestros 16 años corrimos sin parar, sin mirar atrás, sin aliento.
Pasaron apenas cinco minutos antes de que los militares se dieran cuenta de que habíamos escapado. Con antorchas enormes iluminaron el campo hacia nosotros y empezaron a disparar al aire para marcarnos el alto y para asustarnos.
Pero yo nací en un país en guerra, vengo de un país todavía en guerra ¿tú crees que me puedan asustar simplemente al disparar al aire?
Seguimos corriendo y corriendo.
Cada vez que me caía Roomal me decía:
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —y me levantaba y seguía corriendo.
Durante toda la noche y hasta las seis de la mañana seguimos corriendo. Nos detuvimos en una casa en construcción, estábamos mojados, cansados, hacía frío, nos abrazamos. De repente escuchamos el ruido de los coches que pasaban, las voces de los niños que jugaban. Nos habíamos quedado dormidos.
Levanté la cabeza y vi a la carretera, donde justo estaban pasando los militares. Nos limpiamos un poco con agua de la lluvia y nos cambiamos de ropa. Tenía una mochila con un jersey y unos pantalones limpios. El dinero enrollado y escondido en una bolsita de plástico dentro de la botella de champú. Nos enjuagamos y lavamos el pelo, también me puse gel, la única vez en mi vida porque me da alergia. Sólo nos faltaba tener zapatos de repuesto, los que teníamos estaban sucios de barro y podrían delatarnos.
El hombre sabio
Yo tenía un teléfono. Al llegar a una parada de autobús, me puse a jugar con el móvil para disimular, confiado en que mi cara no destacaba —como me pasa aquí en Italia— yo podía pasar fácilmente por un muchacho turco. Nos montamos en el primer autobús que pasó. Todos se fijaron en nuestros zapatos.
En Turquía no se valida el ticket al subirse al autobús, sino que el chofer lleva un ayudante que recoge el dinero. Al cobrador le di un billete de 100 dólares, lo único que traía. Él me miró y me preguntó si yo era musulmán, le dije que sí. Que si era de Afganistán, dije que sí. No me cobró nada.
Cuando el autobús llegó a la terminal, me llevó a una especie de bar y nos ofreció un poco de té; dijo al camarero que él nos invitaba.
Nos miraban, nos acariciaban la cara y lloraban de felicidad.
Creo que los turcos tienen un gran corazón, una gran humanidad.
Luego el camarero me dijo que esperáramos allí mientras llamaba a una persona. Se me vino el mundo encima. Los kurdos secuestran a la gente y llaman a las familias para pedir rescate. Tenía miedo, existía el riesgo pero pensé que no había escapatoria.
Llegó un hombre viejo y nos ordenó que fuéramos con él.
Él iba delante de nosotros y mientras caminábamos por la ciudad todos le saludaban. Nos llevó a un restaurante y nos pidió comida hasta reventar, vimos la tele, jugaba su equipo de fútbol. Una vez fuera de allí nos llevó a un supermercado, nos compró ropa nueva, zapatos, nos llevó a su casa. Sólo entonces me calmé y me di cuenta que no nos habría vendido a los kurdos.
Él gastaba su dinero en nosotros sin pedir nada a cambio. Se trataba de un hombre sabio, un funcionario jubilado de esa ciudad. Su esposa era muy mayor y enferma de cáncer: tenían tres hijos que ya no vivían con ellos.
Nos alojamos en su casa durante tres días, nos dijeron que podíamos quedarnos todo el tiempo que hacía falta pero quisimos seguir nuestro camino y así el destino nos llevó a Estambul.
Una vez llegados a la estación de autobuses de esta ciudad, nos encontramos con otra realidad: aquellos que creíamos ser taxistas, eran traficantes de personas. Nos detuvieron en su casa y nos quitaron el dinero que nos quedaba. Nos quedamos a la espera de poder zarpar hacia Europa. Después de un mes llegamos a Izmir. Desde allí nos embarcamos en un bote inflable rumbo a Grecia.
Era la primera vez que veía el mar
Ese mar, el Mediterráneo no es un mar cualquiera. Es un poco como una caja que durante miles de años ha grabado sonidos, voces, olores, colores, gritos. Hay de todo en ella. La vida y la muerte. Una vez que se llega a la costa griega, se ve la luz de la esperanza: Europa.
En Grecia pasé mucho tiempo a la espera de poder encontrar la forma de seguir mi viaje. Las autoridades y la policía eran muy blandas, nunca detenían a nadie. Para buscarme la vida y poder comprar algo de comida, todas las mañanas iba a la plaza del pueblo en busca de cualquier tipo de trabajo. Hasta el día en el que, escondido en el fondo de un camión, llegué a Roma. Un carabiniere me vio y me llevó en tren a la casa de acogida en Frosinone donde terminó mi viaje y donde se apagó mi sueño.
El reglamento de Dublín
Italia es el primer país donde llegan muchos refugiados en busca de una oportunidad para reconstruir sus vidas lejos de la barbarie y la violencia. Wali fue una víctima más de la aplicación del Reglamento de Dublín, que prevé la necesidad de solicitar asilo en el primer país de llegada a Europa. Italia estaba de paso en su camino hacia Inglaterra y hasta que no obtenga la ciudadanía, no puede moverse. Se necesita residir en Italia durante 10 años para poder solicitar la ciudadanía y podrían pasar otros dos o tres años más antes de su concesión.
—Mientras tanto, me hago viejo —dice un Wali abatido— Italia es el país de la eterna espera. Han destrozado todos mis sueños y mis deseos. Yo era menor de edad y me detuvieron aquí encerrándome en una casa de acogida. Pero si me obligas a permanecer en este país, también tienes que ser capaz de ofrecerme algo. ¿Cuáles son los planes para mí? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Por qué no tengo un trabajo?
Wali tiene el candor de un niño mezclado con determinación de la madurez. No tiene la nacionalidad italiana, lleva unos meses desempleado y así también se arriesga a perder su permiso de residencia. Dice que siempre le gustó ir a la escuela y que quería continuar sus estudios pero tan pronto como cumplió los 18 años lo echaron de la casa de asistencia, le quitaron la protección subsidiaria y lo dejaron solo, sin ningún apoyo. Se vio entonces obligado a buscar un lugar para vivir y también un trabajo. No fue su elección. Dice tener el remordimiento de no haber podido hacer nada de lo que soñaba.
Su apodo en Facebook es lo straniero, el extranjero, y así es como se siente.
Vivir en una pequeña ciudad de provincia y no ser italiano se nota, pesa, es como una marca.
En el bar donde comemos juntos un pedazo de pizza y una ensalada caprese a Wali le conocen, saben que es un buen tipo, pero cuando se le pregunta al gerente qué piensas de estos chicos, dice:
—Estoy asustado, me pregunto qué le pasa por cabeza —se ríe, pero no es una broma divertida. La gente en Italia es sospechosa, no les gustan los extranjeros. Primero fueron los de Europa del Este, los hombres robaban en las casas y las mujeres roban maridos. Ahora es el turno de los migrantes del mar, son todos potenciales terroristas.
De vuelta a casa…
Después de siete años de ausencia Wali pudo visitar a Afganistán en enero de 2015.
El viaje del retorno de Ahmadwali, el hijo pródigo, duró tan sólo ocho horas; cuando se fue por primera vez, este viaje le tomó ocho largos meses. Hoy en la maleta lleva regalos y fragancias para las hermanas y su madre, además de algo de café; en cambio ayer, al huir de Afganistán, sólo cupieron en su mochila unas camisetas, un par de pantalones y algo de dinero.
— Aterricé en Kabul, pero pensé que estaba en Estambul —dice con la mirada orgullosa de alguien que ha sido capaz de tocar de nuevo el suelo de su tierra.
Y es que con su breve visita, Wali percibe cómo ha cambiado todo: carreteras pavimentadas, edificios nuevos. Hoy día la suya es una ciudad moderna. Dice haberse quedado impresionado por los avances de la tecnología. Los que aquí son los últimos modelos de teléfonos móviles, allí ya son viejos. Skype, por ejemplo, es la prehistoria, hay un nuevo programa llamado Imu para hacer la video-llamadas. En su joven mente, es un gran avance el que en su país la gente pueda comprar coches nuevos. Tras una larga ausencia, considera que si la situación se calmase un poco, gracias a las inversiones internacionales, en Afganistán “se podría hacer mucho más”.
Actualmente Afganistán no es un país estable, no hay seguridad. La vida en el país no vale nada. Si desde el frente político la situación es difícil pero se ha normalizado, no se puede decir lo mismo para el frente militar: los talibanes siguen teniendo el control de una parte de la nación.
Desde el 2002 hasta hoy ha habido muchas operaciones militares pero los talibanes nunca han dejado sus incursiones y ataques tanto contra el gobierno ‘amigo’ de los americanos como contra las fuerzas de ocupación. Las continuas escaramuzas entre las dos facciones siguen causando numerosas víctimas civiles.
Gracias a este estado de continuo enfrentamiento, en ningún momento Wali ha pensado de quedarse o de regresar a vivir allí.
— No hay aquella libertad a la que me he acostumbrado aquí. No hay libertad de expresión, de salir, de pensar y creer lo que quieres. No es que aquí se pueda hacer lo que te pasa por la cabeza sin regla alguna, pero hay tolerancia, mientras que en Afganistán sea por la cultura o por la religión, siempre hay límites, restricciones —el relato continúa, aparta el cuello de la sudadera verde que lleva puesta para mostrar algo.
Quizás mostrará una herida, una cicatriz, pero es sólo un tatuaje, un tribal. También tiene otro de escorpión, su signo del zodiaco.
— Si los vieran los talibanes, es probable que me matasen. Esto son cosas de occidentales.
Las niñas de las zonas más remotas son quemadas si violan la ley religiosa, las apedrean en las plazas. Las mujeres por lo general cuentan poco. Donde valen mucho es en la sociedad, pero sólo en su papel de esposa y madre. La mujer es la encargada de la casa mientras los hombres llevan el sustento de la familia. Las familias son numerosas y permanecen juntas, como la de Wali.
La matriarca con 66 años, 12 hijos y 65 sobrinos coordina los esfuerzos para preparar la Sciola que se servirá en el banquete de bienvenida: arroz, lentejas, carne de guisado y salsa de tomate serán sazonados y cocinados durante horas. Las nueve mujeres de la casa preparan además ensalada, garbanzos y yogurt natural.
—Han preparado una gran fiesta para mi regreso, una mesa inmensa y mi hermana cocinó mi plato favorito.
Los amigos que se han quedado allí han hecho un montón de dinero y todos están casados. También la chica que amaba profundamente. Ella era la cuñada de uno de sus hermanos e iba a su casa una vez al mes. Wali odiaba jugar con las muñecas con sus hermanas, pero al hacerlo con ella era liberado de todos los prejuicios.
Fue una larga historia de amor de seis años, hecha de miradas.
—Nunca nadie se enteró, excepto mi hermano mayor. Me esperó tanto tiempo, pero cuando volví ya estaba casada, eligió como marido a un chico con el mismo nombre que yo.
Por eso Wali dice que para él en Italia no hay una historia seria de amor… que no quiere que alguien le haga daño.
Por: Maddalena Liccione
Nacida en un pueblito del sur de Italia, Maddalena supo que quería descubrir qué había más allá de su pequeño entorno. Estudió Economía en Milán y tiene una especialidad en Dirección de Instituciones Internacionales. Ha trabajado para Naciones Unidas en Ginebra, para una ONG en Dublín y en 2006 llega a Madrid para dedicarse al mundo de las finanzas.
Su inquietud natural y su convicción de que los números siempre esconden una historia que contar, hacen que dé un giro radical en su formación para comenzar el Máster en Periodismo de Investigación, Datos y Visualización en el diario El Mundo. Uniendo los puntitos de su pasado, dibuja el contorno de su futuro. Después de un breve paréntesis colaborando para los periódicos El Mundo y Expansión, ahora es redactora jefe de la revista financiera Funds People. Madre y motociclista, recorre Madrid en su vespa.
A partir de hoy, utópicos web 2.0 reproduce un especial periodístico de nuestro medio aliado mexicano www.lopolitico.com
Sin maletas busca crear conciencia sobre la migración forzada como una problemática mundial y reconoce las contribuciones positivas que los refugiados aportan a las sociedades en las que conviven. Con este trabajo periodístico, queremos promover la tolerancia y la diversidad, conocer si los valores fundamentales de la protección de la vida y la defensa de los Derechos Humanos, pueden librarse de los prejuicios cuando tocan a tu puerta. Las historias que aquí se publican, son para que se compartan libremente con la única intención de contribuir al debate informado.
PRIMERA ENTREGA
El exilio es una mochila y dos chaquetas. También un puñado de monedas de distintos países. Para Essa Hassan, la palabra exilio está al este y el hogar está hacia adentro. Siria significa ca un amigo muerto en prisión. A veces significa también un hermano en El Ejército.
¿Qué requiere el exilio? Nada. Una frase: hoy me tengo que ir.
El 19 de marzo de 2012 Essa empacó 22 años de vida, su carrera de bibliotecario y una decena de libros que durante tres años llevó cargando desde Masyaf, un pueblo en Siria famoso por su castillo medieval incluido en algunos videojuegos, hasta Aguascalientes, México.
Essa Hassan lo supo desde que cumplió la mayoría de edad. Aunque siempre guardó la esperanza de no tener que salir de su país, de que las cosas cambiaran, de que esa guerra idiota y sin sentido terminara antes de cumplir los 22. Esa esperanza se evaporó como quien guarda agua en el desierto. Nada fue de sorpresa.
Hassan ahora está sentado, con la espalda recta, los ojos al frente, sin esa aura de víctima con la que regularmente se dibuja el exiliado común. Tras él los árboles robustos de la Universidad de Aguascalientes se mueven con un atípico viento de noviembre.
El sol dibuja el único futuro que Hassan ve con certeza, autocrítica y mucha comicidad: la calvicie. Desde el día que inició su viaje, Essa prefirió enfrentarse al dilema que viven cientos de miles de jóvenes en su país. La guerra en Siria polarizó a la gente entre muertos y asesinos; pero a las personas como él, las puso junto a la palabra marica, a la palabra bastardo. Escuchó a sus padres llamarlo así por considerar la idea de salvar la vida.
—Yo sabía que no iba a matar, eso lo supe siempre. Pero tampoco quería morir, así que lo único que pude hacer fue salir de Siria. Desde ese día se esfumaron los debates y una sola palabra gobierna la mente de Essa:
Exilio… Exilio…. exilio.
La primavera en Siria
Durante las protestas que terminaron con el régimen en Egipto y que se extendieron a otros países de Medio Oriente, Siria alzó la voz. En pleno 2011, a pocos meses de la ‘primavera árabe’, el actual presidente Bashar al Assad, decidió enfrentar a los manifestantes opositores a su gobierno con una fuerza calificada como desproporcionada.
Sin embargo antes hay que entender la realidad religiosa-política de Siria: en aquel país predominan las corrientes islámicas del Chiísmo y Sunismo. Los primeros consideran que sólo los descendientes directos de Mahoma están autorizados para ser líderes religiosos, mientras que los Sunitas no creen que sea un requisito necesario. En Medio Oriente, ambas partes están relativamente divididas en territorios establecidos, pero en Siria se encuentra la mayor tensión por su diversidad étnica-religiosa. Bashar al-Assad pertenece a la minoría chiíta, mientras gobierna a un país mayormente sunita. El temor de la minoría es que, de ser derrocado, quedarían a la merced de la oposición. En medio de este conflicto comienza la Primavera Arabe, que buscaba remover a al-Assad.
El régimen sirio ha acusado a los ejércitos foráneos de apoyar con armamento y dinero a grupos terroristas, mientras la oposición denuncia que el Ejército de al-Assad ha masacrado a centenares de personas.
Un lugar para el verano
Hay una necesidad en Essa por eliminar etiquetas. Dice ser sirio solo porque fue etiquetado hace más de cien años. Sin embargo, si hay algo que caracteriza a Hassan es su falta de ataduras.
Essa Hassan no tiene lugar, ni religión, ni ideología política; no tiene ni si quiera fecha de nacimiento. De él se puede decir que nació en octubre de 1988, pero también puede que haya nacido en noviembre de 1989. Nació en Siria, eso lo sabe, aunque su país le fue arrancado a los 22.
Su acta de nacimiento asegura que nació en noviembre de 1989 en la aldea de Masyaf, que significa ‘un lugar para el verano’. Su madre cuenta que nació en casa, a manos de una partera y es el tercero de ocho hermanos, sin embargo ella afirma que el parto fue en octubre de 1988. Pero si uno ve su pasaporte, la fecha anotada es de enero de 1989.
Essa cuenta que tuvo una infancia ordinaria.
Fue un niño de un pueblo pequeño, de una familia de clase media con una madre que se dedicó al hogar y un padre profesor. Creció bajo la tutela de dos hermanos y guiando el camino para otros cuatro. Estudió en escuelas públicas, fue un estudiante promedio y en el examen de aptitudes su futuro lo marcó como bibliotecario.
—Yo escribí veinte deseos de profesión y la vida eligió para mi bibliotecario, era algo relacionado con los libros y para mi estuvo bien —cuenta un Hassan sonriente. Siguió su destino y en 2011 se graduó de bibliotecario, se mudó a Damasco donde trabajó en la biblioteca de Bellas Artes de aquella capital. Luego cambió su lugar de trabajo por otra biblioteca de una universidad privada en la misma ciudad, pero ahora como director.
Aquí viene un silencio.
Antes de continuar el relato, Hassan voltea los ojos al cielo haciendo imposible saber si está recordando o es una manera de evitar que las lágrimas rueden.
—Luego me tuve que ir. Pero el llanto no aparece. Su rostro dibuja una sonrisa amplia, algo común en él. Da entonces un trago al jugo de naranja que repetidamente ha pasado de una mano en otra durante toda la entrevista.
—Me tocaba el servicio militar, a los 22 y ya no podía retrasar más el servicio. En febrero dejé mi trabajo, regresé a mi pueblo a recoger mis cosas, vendí libros, muebles y conseguí 450 dólares. En casa anunció su partida una semana antes.
Como era de esperar para un joven de un país en guerra, sus padres lo llamaron marica, bastardo; en cambio sus hermanos se mostraron felices por su decisión. A este momento en su vida, Essa lo llama La Gran Pelea.
—Ellos no entienden que no vale la pena… para ellos es demasiado tarde para abandonar la pelea, creen en la causa —explica un Hassan frustrado con aspavientos en las manos. Sus padres están convencidos de que se trata de una guerra contra los Sunnis, la facción mayoritaria en el mundo islámico, llamados así porque además de ser devotos del Corán, adoran la Sunna, una colección de dichos de Mahoma el profeta.
—Para mis padres Bashar Al Assad es el líder máximo, es un salvador. Ellos realmente creen que el régimen los ha salvado —cuenta negando con la cabeza pero con una pequeña sonrisa dibujando su rostro. Ese marzo de 2012 Essa dejó aquel lugar para el verano. Pero en noviembre del mismo año regresó una última vez.
— Quería ver qué estaba pasando, además fui por mi título universitario y otros documentos que olvidé… descubrí que uno de mis amigos cercanos, de la universidad, murió en la cárcel, descubrí que en ocho meses todo estaba peor, esa fue la confirmación de que no había fin al conflicto. Fue su última vez en Masyaf, la última vez que pisaría suelo sirio hasta quién sabe cuándo. En su viaje de regreso a Turquía su primer lugar de exilio, Essa llevó en la mente una historia que sucedió durante sus años de universidad en Damasco y en su maleta los únicos diez libros que pudo salvar junto a su pasado.
Allahu Akbar
Soy Essa Hassan y estoy dormido. Comparto departamento con otros tres estudiantes también matriculados en la Universidad de Damasco. Son las dos de la mañana y hay silencio absoluto.
Por la ventana entra un grito que despierta mis sentidos:
¡Allahu Akbar…!
Es la alabanza a Alah, una alabanza cargada también de simbolismo político entre quienes apoyan al régimen y quienes lo rechazan.
Sólo puedo abrir los ojos. Nadie dice nada.
—¡Allahu Akbar! —otra vez.
Y luego otra.
Las luces del dormitorio universitario se empiezan a encender una tras otras. Los gritos ahora son de mujer, vienen del edificio de enfrente.
Un lamento desde la habitación de al lado.
Enciendo la luz de la habitación. Mis tres compañeros están igual de espantados que yo… Los gritos se intensifican.
Conforme avanza el tiempo la situación es aún más confusa y parece que todo se acelera: las luces de los dos departamentos se apagan: alguien bajó el interruptor general.
De las habitaciones del primer piso se escuchan golpes, gritos, plegarias.
—Sé que son las fuerzas policiales… por la ventana se ven las luces de la policía… lo que no puedo creer, es que hayan entrado hasta la universidad, como si fuera cualquier cosa. Los gritos y los golpes suben piso por piso.
Los policías están a punto de entrar a nuestro cuarto. Le digo a mis compañeros que saquemos nuestras identificaciones, nos acostemos en las camas y estemos tranquilos. Nada de gritos, nada de plegarias, todo será un trámite burocrático. La puerta de al lado cayó de un golpe; esto no nos va a suceder. Dejo entreabierta la puerta de la habitación.
—Los soldados entraron sin batallar, cuando pusieron las lámparas frente a nosotros vieron de inmediato nuestras identificaciones. Todos sentados sobre nuestras camas, en silencio. No les dimos tiempo ni de enojarse. Nos sacaron por un pasillo y nos formaron en el patio central de los dormitorios. En camino vimos a jóvenes golpeados, habitaciones destrozadas. Cientos de policías y militares… La irrupción duró cinco horas. Cuando comenzó a amanecer, las filas ya se habían dividido entre los pro régimen y los rebeldes. Durante todo el camino hasta las habitaciones, viajaba de la última fila de los oficialistas a la primera fila de los opositores.
—No hay vuelta atrás.
Essa se fue de Masyaf a Damasco a estudiar. Aunque preveía que algún día iba a tener que salir del país. Su próxima parada la hizo en Turquía, un lugar que había considerado ya desde sus 18. [bubble background=”#FFF” color=”#666″ border=”3px solid #ccc” author=””]“Pensé que era el mejor lugar para partir, nada en particular,” confiesa. De ahí partió a Líbano donde vivió por dos años y dos meses”[/bubble]
Pidió dinero a un amigo, 100 dólares para irse a Líbano. Con eso tenía suficiente, allí su vida cambió de verdad, para bien. Pudo renovar su pasaporte y empezó a generar dinero en un restaurante; luego, en Beirut, enseñó árabe a extranjeros por unos meses y consiguió trabajo con la asociación Action Against Hunger como supervisor de campo. Este refugiado habla tranquilo, sentado en el sillón de su sala en Aguascalientes, México, con las piernas cruzadas, las manos acariciando el descansabrazos.
En Beirut Essa pensó por primera vez en un futuro seguro. Trabajando para una organización no lucrativa, intentando cambiar el mundo, ganando algo de dinero. Pero a la vuelta de dos años sucedió algo: la guerra se intensificó en Siria y entonces había miles de Essa en Líbano.
—Había otros miles o millones de yos en Líbano. Las medidas migratorias se intensificaron también para no recibir más sirios, y otra vez no había futuro para mí.
Essa tramitó una visa para entrar a Italia y el primero de agosto de 2014 se fue para Roma. Allí se comenzó a formar el mapa de México en su cabeza. Poco a poco, como quien traza el contorno de un país a lápiz, sin prisa:
—Conocí a Adrián Meléndez, me pidió ayuda para organizar la llegada de 30 sirios a México —Adrián es el fundador del Proyecto Habesha, una idea que se consolidó con la llegada de Essa Hassan a México. A pesar de que Essa era inicialmente colaborador del proyecto, terminó por ser el primero en viajar. Este proyecto está dedicado a abrir los brazos a las víctimas del conflicto sirio, como lo pone Luis Sámano, organizador de la iniciativa: “Queremos ser un trampolín que ayude a estudiantes de calidad en Siria a tener futuro. Habesha nació hace dos años y se alimenta de fondos de la sociedad civil o crowd funding. Essa es el primero, pero vienen 29 más, todos jóvenes que buscan estudiar y pensamos que México es un lugar que puede ser hospitalario” explica Sámano.
Essa es así, se toma las cosas como vienen y además se relaja.
—Cuando llegué a Roma sabía que no iba a regresar ni a Líbano ni a Siria, así que planeé un viaje por toda Europa durante 20 días. Luego regresé a Roma y renté una habitación pequeñísima—. Aún sin empleo, Essa siguió apoyando al Proyecto Habesha y eventualmente aplicó como estudiante, esa promesa quedó escrita desde febrero de este año. De Roma finalmente viajó a Quito, Ecuador, donde el embajador le dio asilo mientras tramitaba su visa como estudiante para llegar a la Ciudad de México. Pasó dos semanas en la capital mexicana hasta obtener finalmente su visa de estudiante residente y se trasladó a Aguascalientes.
Sirios en México
El último censo en México dibuja a la población siria en el país es del año 2000, con 246 personas. De acuerdo al archivo histórico de la Nación, en 1890 México recibió a más de mil sirios y para 1930 había más de cinco mil.
En el Archivo General de la Nación existe una carta fechada el 9 de agosto de 1927, firmada por Julián Slim Haddad, un inmigrante libanés llegado veinte años atrás cuando apenas tenía 14. La carta, un memorial tan extenso como una autobiografía, fue enviada al presidente Plutarco Elías Calles y relataba dos realidades de aquel entonces que con los años han quedado archivadas junto al documento: la primera, que las leyes mexicanas incitaban abiertamente al racismo; la segunda, que había una fuerte ola de migrantes árabes buscando refugio en México.
Slim Haddad, padre del actual hombre más rico de México, el tercero en el mundo, pedía al Presidente que se respetara a la comunidad libanesa en México. Le explicaba, en calidad de presidente de la Cámara de Comercio Libanesa, que su pueblo no era tan diferente al de Calles. El comerciante quería decir al gobierno mexicano que terminara con las leyes de extranjería celebradas ese mismo año, que restringía la inmigración de negros, indobritánicos, sirios, libaneses, armenios, palestinos, árabes, turcos y chinos, con el fin de proteger el empleo nacional, “evitar la mezcla de razas” y que dejaran de usar el territorio mexicano como un punto de entrada a Estados Unidos.
Actualmente existen dos iniciativas más para traer a sirios a México. Por un lado, a través de la plataforma Change.org, los firmantes de la petición hicieron un llamado tanto al Presidente Enrique Peña Nieto como a la Secretaria de Relaciones Exteriores, Claudia Ruiz Massieu, para recibir a más de 10 mil sirios en calidad de refugiados. Además, la Asociación de Sirios en México cuenta en este momento con alrededor de 120 pasaportes de sirios que buscan refugio aquí.
Lamentablemente algunos han fallecido desde que recibimos sus documentos. Sin embargo, contamos con medios de comunicación para poder coordinar de manera rápida, ordenada y supervisada una salida de hasta cinco mil Sirios, incluyendo niños, mujeres y hombres honorables que en este momento se encuentran en zona de guerra buscando un lugar de refugio que les abra las puertas, responde la Asociación en un correo electrónico tras una solicitud de entrevista.
Americanos sin visa
Para un sirio planear hoy sus próximos seis meses de vida es un lujo. Essa en cambio, por primera vez en su vida, puede proyectar sus próximos tres años. La palabra México significa oportunidad. Significa también no regresar a Europa, ni a Líbano… ni a Siria. Para Essa México es un lugar desde donde puede ayudar a la sociedad, así lo explica.
—México es una oportunidad que no tuve en Europa, siempre me he visto como un mentor, no como un líder y desde aquí puedo hacer algo por la sociedad. Pensé que los mexicanos verían a los sirios como iguales, no como los europeos que nos ven como menos que ellos, con cierta compasión.
—Los mexicanos son como americanos, pero sin visa —bromea Essa antes de hacer una seña de que eso no quede en el registro. —Me siento que estoy en Siria antes de la guerra, no somos muy diferentes, aunque hay una diferencia clave, las relaciones de género aquí son mucho más abiertas. Para Essa y los próximos, México será una oportunidad porque hoy no existe una ola de sirios exiliados aquí. El primer día de Essa en México lo pasó en la casa de estudiantes que habita hoy, junto a dos sudamericanos. Bebieron un par de cervezas, alguien le regaló a una canasta con comida árabe, fumaron un par de cigarros y se fue a dormir. Cuando Hassan dice que desde aquí piensa ayudar a la sociedad, habla específicamente de la ingeniería social, la carrera que busca completar.
Los Fuereños
A la casera de Essa, la señora Susana, le preocupa una cosa: “La sociedad de Aguascalientes sigue viviendo el miedo a todo lo que confronta a sus costumbres, es una sociedad puritana, que estigmatiza”. Susana lo ha vivido en primera persona. Tras enterarse por spots de radio y televisión sobre el Proyecto Habesha para adoptar un sirio, sus amigas le advirtieron: “Susana, ni se te vaya ocurrir recibir a sirios”.
—Aquí se piensa que podrían volverse radicales —dice Susana, fumando un cigarro mentolado frente a su nuevo huésped. Susana tiene un programa de casas para estudiantes, residencias enormes donde se les ofrece además de una habitación a cada uno, servicios de limpieza, cocina, si quieren, también lavado y planchado de ropa.
Sin embargo, las advertencias orillaron a Susana a colocar al exiliado sirio con Los Fuereños, en una de las residencias a las afueras de la ciudad. La casa que habita Hassan está lejos del tercer mundo, tiene pisos de mármol, acabados de madera, pilares interiores, un jardín verde dentro de un residencial privado. Además, la universidad a que asiste está cruzando una avenida de dos carriles.
A Susana le preocupa que su inquilino sienta rechazo de la gente por no ser de la ciudad —porque es un chico con suficiente apertura que además viene aportarle a a mi país, eso es lo que va a hacer. Essa despierta cada tercer día para asistir a una clase privada de español por dos horas pero no encuentra con quien practicar, todos quieren hablarle en inglés, “aunque yo le intente hablar en español”.
En lugar de regresar a casa al salir de sus clases, Essa pasea por la universidad. Se ha hecho adicto al Ping Pong, reta a los otros estudiantes. Es su manera de comunicarse con ellos, lanzando una pequeña pelota, recibiendo derrotas, buscando un triunfo.
Cada noche, Essa se pregunta lo mismo:
— ¿Qué dejé atrás? Luego confirma lo que ya sabe.
— Dejé gente. Essa tiene una mochila y dos chaquetas. Junto al resto de las monedas que ha juntado hay una de cinco pesos y otra de diez; también tiene sus diez libros y muchos retazos de papel impreso que se niega a tirar.
—A ellos los llevo en papelitos, recibos, tickets del cine… cada vez que me muevo dejo algo y siempre necesito de algo que me recuerde esos momentos especiales… Así ha sido todo mi viaje.
Por: Luis Chaparro
Periodista independiente nacido en 1987 en Ciudad Juárez. Es colaborador de Proceso, VICE News, Fusion, Letras Libres y LoPolitico.com entre otras revistas nacionales e internacionales. Actualmente reside en la Ciudad de México junto a una gran danés llamada Herta.
A partir de hoy, www.utópicos.com.co, en alianza con www.Lopolitico.com recorre las calles y las profundidades de una parte de la frontera mexicano-estadounidense, que renace de las cenizas, en una serie de cinco capítulos.
Capítulo 1. Juárez, ayer y hoy
A cinco años de ser considerada la ciudad más violenta del mundo, Juárez (México) pasa del miedo a la esperanza: 28 meses sin un secuestro, la extorsión fue erradicada y hubo 2 mil 700 asesinatos menos, comparados con el 2010. La fórmula está en el valor de su gente.
Enero de 2016. —Estamos próximos aterrizar en el Aeropuerto Internacional Abraham González de Ciudad Juárez, Chihuahua. Son las 9:30 de una mañana de domingo en que el frío sopla con fuerza. Dice la azafata que se esperan temperaturas máximas de 15 grados y mínimas de seis. Juárez vive en medio de inclemencias. La violencia dejó más de 10 mil asesinatos entre 2009 y 2011, el clima en verano supera los 40 grados y las heladas del invierno registran cifras históricas de menos once grados, como las ciudades más frías de Canadá.
¿Me permite por favor su equipaje abierto sobre la mesa?
—Sí claro—
¿De dónde viene la señorita?
—Del Distrito Federal—
¿Por cuántos días?
—Cuatro—
¿A qué se dedica?
—Soy periodista—
Claro, vino a ver la visita del Papa Francisco, bienvenida a Ciudad Juárez.
El uniformado de café y manchas verdes no es policía; es un militar fornido, amable, que mira a los ojos. Hace cinco años, 5 mil soldados del Ejército Mexicano llegaron a esta ciudad fronteriza con los Estados Unidos, para hacerle frente a la delincuencia organizada que había convertido a Juárez en la ciudad más violenta del mundo, con 3.007 asesinatos en 2010. Pero no, ahora no hay ni cien, ni tanques de guerra con ametralladoras, ni soldados -uno detrás del otro custodiando un arma de largo alcance-. La fila para rentar autos en el aeropuerto supera las quince personas en una ciudad que alberga a millón 500 habitantes, la más grande de Chihuahua.
Algo ha cambiado Por la Avenida de los Insurgentes una muchacha mueve las manos en el volante mientras espera que cambie el semáforo; escucha música. Del lado derecho, una camioneta deja la ventana abierta para que un perro saque la cabeza. Un joven ofrece a los conductores dulces, chicles, aguas. Esa escena resultaría normal de no ser porque hasta hace cinco años, en Ciudad Juárez ningún automovilista miraba a los ojos, ni se hubiera atrevido a observar en detalle lo que ocurría con el auto vecino, menos utilizaría el claxon para poder pasar. Mirar de frente sin fijarse en nadie, era una especie de código de protección en una ciudad que se desangraba por una guerra frontal entre los Carteles de Juárez y Sinaloa, en albores del 2010. Así, mirando al otro por el espejo retrovisor, pitando desesperado en una avenida o fijándose en el auto del lado, murieron cientos.
Ya en el centro, los locales de ropa, zapatos, artesanías, bisutería, restaurantes, carnicerías, papelería, sacan bocinas a la puerta, se escucha un reguetón, una canción de banda norteña, una salsa más allá. Parece una fiesta vecinal donde los microempresarios compiten con canciones pegajosas para avivar las ventas. De frente, un letrero de ‘Yo amo a Juárez’, el refugio de uno que otro indigente que se echa una siesta mientras otros se montan en las letras rojas, se toman la fotografía obligada con la catedral de fondo, la fuente en el parque.
Es el centro de la ciudad, el mismo que años atrás sumergió a decenas de jovencitas de de escasos recursos a la explotación a la esclavitud, explotación sexual, venta de drogas. Así lo detalla un expediente de la Red por las Mujeres de Juárez, que documentó cómo delincuentes coludidos con la policía municipal, sometieron a niñas para luego asesinarlas y tirarlas en un campo algodonero.
Un escenario distinto.
El congreso estatal de Chihuahua reformó el marco jurídico y los códigos penales, les cambió la jugada a los delincuentes. Desde hace dos años, todo aquél que secuestre o extorsione en Ciudad Juárez, tendrá prisión vitalicia. De octubre de 2010 a diciembre de 2015, capturaron a 37 secuestradores que no recobrarán la libertad, al igual que a 117 extorsionadores que cobraban derecho de piso empresarios.
Al fondo está Francisco I, sí, la imagen del Papa, próximo invitado especial de la ciudad. Llegará a Juárez dentro de trece días. En la silueta de cartón, cualquiera puede acercársele y ver como el santo pontífice te abraza. Dentro de una carpa blanca, un libro del mismo color espera el mensaje de la gente.
—Querido Papa Francisco, su visita alegrará los corazones de tantos fieles olvidados. Ciudad Juárez necesita su plegaria para sanar las heridas de una sociedad doliente —atentamente, Teresa. 11.035 fieles han puesto un mensaje como el de Teresa en tres libros que deambulan por el centro, las escuelas, oficinas y zonas marginales. Cuando Bergoglio se despida de la ciudad, llevará en su equipaje los libros blancos.
Pero hubo un día en el que nadie quería visitar Ciudad Juárez, parecía que allí el mundo giraba al revés. Las maestras tenían miedo de los alumnos, los alumnos eran los sicarios de hoy, los policías cuidaban los bares donde explotaban mujeres, las mujeres no regresaban a casa, la casa era un lugar donde mamá debía irse por más de doce horas a una maquiladora a ensamblar partes de un celular. Ese día fue un lunes, un sábado cualquiera del 2010 cuando ni el alcalde de la ciudad vivía en la población que gobernaba.
Al profe Alberto le mataron a su hermano, también profesor, por robarle la camioneta; dejó una viuda con dos hijos pequeños. A Cindy, una policía de 35 años, la delincuencia le quitó a una amiga, también policía municipal. Su cuerpo quedó tendido junto a la patrulla que hoy ella conduce. Ese mismo año, El Mix era un pandillero y se debatía entre la vida y la muerte después de 118 puñaladas mientras a la señora Lupe Cadena, le avisaban que su hijo, estudiante de la preparatoria, había sido masacrado en una fiesta junto a catorce jóvenes más.
En ese oscuro 2010 Juárez perdió… un hijo, un primo, un amigo. Un hermano.
—Más de mil 200 delincuentes que pusieron de rodillas a 5 millones de chihuahuenses, de ese tamaño era el calibre de perversidad de estos hombres que hoy están tras las rejas —reconoce César Omar Muñoz, Secretario de Seguridad Pública en una oficina donde San Judas Tadeo tiene un altar con dos velas, una manzana y un escapulario.
Muñoz está al frente de una corporación policiaca de 2 mil 500 uniformados, 30 por ciento mujeres. La Policía Federal y El Ejército Mexicano se han ido a otras ciudades con altos índices de violencia como Reynosa, Cuernavaca y Acapulco. Juárez ya no aparece en esa lista. Hoy, los municipales son quienes resguardan la ciudad natal del cantante Juan Gabriel.
Juárez sana sus heridas en tiempo récord. De 3.057 homicidios dolosos en 2010, el 2015 cerró con 311. De 76 secuestros se pasó a ninguno, sí, se erradicó el delito. De 93 extorsiones hace cinco años, ahora se registran cinco. Y así el robo con violencia, el de vehículo.
¿Qué pasó en estos cinco años?
—Un gobierno decidido a poner las cosas en orden, a recoger ese clamor de la gente que requería paz y tranquilidad, un gobierno que modificó 220 leyes penales del Código Sustantivo, Penal y Procedimientos Penales para hacer posible que los delitos de alto impacto fueran elevados a la pena máxima. Se hicieron reformas importantes en el sistema penitenciario, que era el centro de operaciones de grupos delincuenciales, se inició una intensa actividad del gobierno y desde la misma sociedad en recuperar sus espacios públicos para que los niños salieran a jugar a los parques, se detuvieron varias bandas de secuestradores, asesinos, extorsiones— contó Javier González Mocken, antes de asumir como alcalde de Ciudad Juárez. Su antecesor, Enrique Serrano Escobar —quien orquestó la mayoría de las transformaciones de la ciudad fronteriza desde que era Diputado Federal en el 2009— hoy quiere competir para ser el próximo gobernador de Chihuahua, una silla que en el 2010 era impensable para un edil que gobernaba la entonces ciudad más violenta del mundo.
Por Margarita Solano
Jefa de Información de www.lopolitico.com Corresponsal de www.utópicos.com.co en México
En casa suele soltarse el cabello, pintarse los labios de rosa. Cuando sale a bailar con su esposo, prefiere los pantalones pegados, una falda, un vestido. Entonces usará tacones y con suerte medirá 1.67 metros. Entonces llegará la pregunta incómoda, esa que responde con una franca sonrisa, —Soy policía—.
Capítulo 3 Cindy: la mujer del rifle
El arma larga que sostiene Cindy con la mano derecha le rebasa la cintura casi a la altura del ombligo. Camina con temple, espalda erguida, sin doblegarse al peso de cargar un chaleco antibalas de tres kilos que junto con el rifle, la hacen pesar 58 kilos, seis más de lo habitual.
Cindy llega exaltada, las palpitaciones encuentran reposo cuando narra que viene de interponerse en una riña callejera donde esposó a dos hombres tendidos en el pavimento, de espaldas a su rostro y entre forcejeos, escuchó el clic del cerrojo para subirlos a la patrulla de la Policía Municipal que maneja en Ciudad Juárez. Cuando el agresor escuchó la voz de mujer ordenándole pararse del suelo, le pidió disculpas; antes había intentado escupirle sin atinarle.
La noche anterior había cocinado hamburguesas para sus dos hijos de cinco y doce años mientras veían una película. Vecinas imprudentes la han increpado sobre su profesión “poco femenina”, dicen. Que si le gustan los hombres aunque saben que está casada, que si sabe cocinar y del cuidado del hogar, que si es femenina o más bien machorra. Pero Cindy va más allá de un estereotipo milenario, que comenzó al ser la única mujer de cuatro hermanos y de quince primos
Tiene 35 años, de los que ha dedicado once a la policía de un municipio que navegó entre la sangre y el dolor en vísperas del 2010 cuando más de 3 mil personas fueron asesinadas en la ciudad fronteriza con El Paso, Texas, Estados Unidos. La lucha a muerte por la plaza entre el Cartel de Sinaloa y La Línea, brazo opresor del Cártel de Juárez, dejaron a miles sin hijos, primos, hermanos, mamás, amigos. Cindy perdió a una.
—Era mi amiga, una gran compañera, también policía. Conocía a su esposo, sus hijos, su barrio. Una mañana me tocaba patrullar y me avisaron de un tiroteo cerca, me acerqué a colaborar y allí estaba ella, en el suelo, muerta. Todas las mañanas pensaba en que quizás no iba a regresar, estaba embarazada de mi hijo menor, pero sabía que por él y por mi ciudad, teníamos que seguir dando la batalla. — ¿Qué fue lo más difícil de ese 2010? —Ver morir tanta gente y sentir el desprecio de la sociedad. La policía estaba desprestigiada, las miradas de los vecinos como reclamándote, los comentarios fuertes de la gente. — ¿Qué te llegaron a decir? —Que no servía para nada, que defendiera mi ciudad.
Cuando Cindy se embarazó, estuvo allí. Cuando su amiga murió, estuvo allí. Cuando la sociedad la increpó, ella también estuvo allí. Cuando Juárez fue la ciudad más violenta del mundo, ella estuvo allí. Ocho años al compás de una policía municipal que en 2010 tenía un diagnóstico desalentador: decenas de uniformados coludidos con la delincuencia.
En ese entonces, la mujer patrullaba las zonas marginales con el mismo rifle que hoy la acompaña a recorrer la Secretaría de Seguridad Pública de Ciudad Juárez. Perseguía asesinos, veía cuerpos destajados en bolsas plásticas, le hablaban microempresarios para reportar extorsiones o amenazas. Hoy, los robos a casas y vehículos son su principal dolor de cabeza.
Se ha enrollado el cabello ensortijado en un nudo a la altura de la nuca que descubre sus orejas puntiagudas. Su rutina arranca a las tres de la mañana cuando deja uniformes y loncheras listos porque una hora más tarde comienza a patrullar las calles de Juárez. Y antes de las tres de las tres, debe estar en la puerta de la escuela donde Joaquín cursa tercero de Kínder.
Cindy habla en clave con sus compañeros, los llama elementos; saluda con firmeza, las voces del radio que escucha a cada paso dicen cosas como “C4”, “confirmado”, “en camino”. Es una de las 523 policías mujeres que resguardan su ciudad como quien cuida de un rebaño de ovejas que a veces se descarrían. Era la única de un salón de clases que formaría a cientos de policías varones. Ahora la acompañan cientos de jovencitas o mujeres maduras a quienes no les tiembla nada cuando de combatir al crimen se trata. Está por concluir sus estudios en Criminología sin pagar un solo peso, la institución avala y modifica los turnos de policías que como ella, quieran obtener un título universitario.
—Esa es la clave, capacitación y cercanía con la comunidad— explica el hombre al frente de la Secretaría de Seguridad Pública, César Omar Muñoz Morales. —Anteriormente todos los elementos tenían apenas la secundaria; hoy, el 90 por ciento tiene preparatoria (bachillerato) y un 30 por ciento -como Cindy- está terminando sus estudios profesionales.
— ¿Las mujeres policías tienen un rol diferente en la institución? — La policía es una sola corporación, somos dos mil 500 policías municipales hombres y mujeres.
Margarita Solano /Jefa de Información de www.lopolitico.com Corresponsal de www.utópicos.com.co en México
Valle del Cauca destaca en cultivo de algodón con semillas genéticamente modificadas, aumentando productividad y tolerancia a plagas. La siembra de algodón en 2023 se realizó de febrero-abril, con cosecha esperada en octubre-noviembre. pic.twitter.com/Ie1joNyLZ9