En diversos andenes de la zona comercial, en el centro de Cali, se pueden observar mujeres vistiendo atuendos de cromas tan vivos que se resisten a sucumbir ante el tapiz grisáceo de mugre que los cubre, en compañía de infantes para quienes la urbe es su patio de juegos; viven a la expectativa permanente de la conmiseración de los transeúntes traducida en una moneda o un bocado de comida.

Por: Edward Gómez Silva

Las inmediaciones de la plaza de Caicedo y del Terminal de Transportes, así como la carrera 15, son algunos de los puntos donde suele vérselas con mayor frecuencia.

DESPLAZAMIENTO INDÍGENA EN CALI.

En abril del año pasado se dio a conocer en Ginebra (Suiza) el informe del Centro de Monitoreo del Desplazamiento Interno (IDMC), en el que se afirma que Colombia encabeza la lista como uno de los países con más desplazados en el mundo. La investigación dice que entre 4.9 y 5.9 millones de personas han sido obligadas a salir de su lugar de origen.
Lo anterior se puede evidenciar en Cali, la tercera ciudad más importante de Colombia, y en donde minorías étnicas como los afrodescendientes, indígenas, gitanos y raizales, se encuentran en una situación de vulnerabilidad social.

Basta con salir a la calle a dar un paseo, a pie, en carro o en el transporte público para ver a una mujer con uno o varios niños pequeños pidiendo una moneda con la que seguramente comprará algo de comer.
Muchos de los desplazados se encuentran asentados en el barrio El Calvario, en condiciones que no son adecuadas. Decenas de ellos llegaron a Cali sin nada más que la ropa que traían puesta, entre las miles de personas que tuvieron que salir corriendo a las ciudades a mendigar, a tener que aguantarse insultos y malas miradas de los demás.

En el proceso de adaptación a la ciudad y mientras se acostumbran al ritmo de vida citadino, se van perdiendo o eliminando poco a poco todas aquellas tradiciones que tienen. Por ende, se corre el riesgo de que desaparezcan las expresiones socioculturales que hacen de Colombia un país multicultural.

Lenos Ramos, asesor de la Defensoría del Pueblo, afirma que la defensoría elaboró un reporte de riesgo en torno a la situación de los indígenas en Cali, que concluyó que el territorio de donde son provenientes estos desplazados está aún en riesgo, lo cual impide que se realice el retorno, por lo menos por ahora.
Mientras tanto, los indígenas siguen en condiciones inapropiadas, pasando hambre y frío, solo con el anhelo de estar pronto en el lugar que los vio nacer.

DURAS EXPERIENCIAS.
En medio del puente peatonal que enlaza la Terminal con el hospital Rafael Uribe, una joven amamanta a un bebé enrollado en una sábana estampada con motivos de Barney, el dinosaurio. Se llama Marina, tiene veintisiete años y uno de vivir en Cali.

Llegó desde el resguardo Embera Chamí de Pueblo Rico, un pequeño municipio ubicado al noroccidente de Risaralda que desde mediados de los años noventa ha padecido el infortunio de ser escenario de hostilidades entre las Fuerzas Militares y la insurgencia. Huyendo de la guerra, varios centenares de indígenas Embera Katío y Embera Chamí se han dispersado por las principales ciudades del país, en busca de la supervivencia.


Marina vive en un inquilinato en el barrio El Calvario, donde por cinco mil pesos puede refugiarse de la intemperie con su pequeño Manuel, de cuatro meses de nacido.
Diariamente sale temprano y camina hasta su puesto de trabajo, el puente, donde permanece hasta que el ocaso se adueña del cielo. Cuando le pregunté cuánto dinero hacía por jornada, me dijo que es muy variable: “hay días buenos, como otros que no tanto”; en un día “bueno” puede recaudar entre veinte y treinta mil pesos, usufructo del espíritu solidario de los caleños.

Pero vecinos del sector denuestan la forma en que Marina y cerca de otros 200 Katíos y Chamíes se ganan la vida a través de la mendicidad.
Oscar trabaja vendiendo collares artesanales y, como Marina, también llegó como víctima del desplazamiento forzado. Dice que su orgullo no le permite comerse un pan que no ha sudado, por lo cual trabaja sin descanso para que a su esposa y sus dos hijos no les falte nada.

Algunos comerciantes del centro de Cali, como Arles Majín, afirman que este fenómeno es solo otra facción de la trata de personas. Él mismo ha visto que “un individuo arrima en una moto donde las indias, les entrega contenedores de icopor con almuerzos y les recoge dinero”. Esta versión la ratifica otro negociante, Carlos Inéstora, quien dice que las indígenas se prestan y se rentan los hijos entre sí, como si fueran herramientas de trabajo.

Según Lenos Ramos, asesor de la Defensoría del Pueblo, hay censados 218 indígenas Embera dentro de la ciudad, de los cuales 12 son mujeres embarazadas. Su despacho está al tanto de su situación y ha estado mediando con su par de Risaralda para propiciar las condiciones de regreso de los indígenas a su territorio, en tanto se les brindan atenciones en salud y alimentación, en concordancia con el Enfoque Diferencial, una figura jurídica aplicada a los individuos de ciertas etnias que por motivos de lenguaje y contexto cultural de procedencia presentan más dificultad para adaptarse al entorno urbano que un desplazado promedio.

El informe ejecutivo sobre la situación de la población víctima del conflicto armado entre 2013 y 2014, expedido por la Personería Municipal de Santiago de Cali, enuncia que de las 138.060 víctimas del conflicto armado asentadas en la ciudad, sólo el 2% se auto reconocen como indígenas, una cifra estadística que se queda corta en contraste con la abundancia de indígenas en situación de mendicidad en el centro.