Yo soy amargado, mi mamá ya me lo dijo; de hecho, todo el tiempo me lo dice. No sé por qué soy así, si por genética o porque hay niñitos en la casa pensando de qué manera dañar su santa paz o porque mi mamá siempre me sirve sin cubiertos y me toca ir por ellos; quizá sea porque nunca me echa sal al huevo, pues, según ella, la mantequilla ya viene con sal o tal vez, simplemente, porque siempre le sirve de tomar a todos menos a mí. He llegado a pensar que todo eso me lo hace de maldad, y entonces me digo que la amargada es ella, no yo.
Dejando atrás los demonios de mi mamá quisiera hablar sobre la figura del amargado. Antaño los amargados eran populares y queridos. Basta ver a Gárgamel, que siempre se quería comer a los pitufos, más por inquina que por hambre, y ahí está, querido por muchos. Incluso hay un personaje que define exclusivamente la amargura: Olafo, que a veces es el Horrible y otras el Vikingo, pero siempre es amargado y todos muy contentos, tanto así que desde 1973 hasta nuestros días se sigue publicando esta caricatura. No me imagino hoy a alguien inventándose un personaje amargado y que guste tanto. Por lo regular la amargura es el enemigo número uno en la televisión. La princesa Grumosa, Calamardo, Rita Repulsa… son villanos amargados y a casi nadie les gusta, salvo a uno que otro amargado; a tal punto que los malos de la actualidad están tan contentos como el protagonista y eso es triste.
Hoy es pecado ser infeliz, entiéndase carente de entusiasmo. Cada que abro el Feisbuc veo imágenes y mensajes que hablan de la risa, de la felicidad, del amor, como si todos fueran sinónimos ¡y no lo son! Quién dijo que uno tiene que estar alegre para ser feliz (?) o que tiene que gustarle todo (?) la gente se lamenta cuando lo ven a uno. Siempre que digo que no me gusta viajar o que soy malongo para comer dulce la gente me mira, luego a mi novia y se van con un rictus de tristeza; cada vez que digo que detesto ir al circo, las ferias y los conciertos, un payaso se muere en algún lugar del planeta. O al menos eso es lo que me da a entender mi interlocutor con su cara de sorpresa y decepción. Al parecer los amargados no somos buenos para el mundo.
Hay que buscar la felicidad, nuestra meta como humanidad es la conquista de la felicidad, hay que pensar positivo, tenemos que estar alegres; a ver, muéstrame una sonrisa… ¡por Dios, no! ¿Qué es todo eso?, con esa carga a cuestas ¿quién puede ser feliz en estos días? Yo no puedo. Pero no por eso pienso en matarme o en maripositas negras. No por eso veo una cuchilla y me desparramo a escuchar los Relicarios pensando en el corte más bonito para las venas. Los amargados tenemos nuestra felicidadcita: pequeña, timorata, tímida, pero ahí está. Que nos cuenten un chiste y no nos riamos no quiere decir nada o que nuestra meta en la vida no sea ser felices tampoco es razón para que se encomienden misas en nuestro nombre. Realmente disfruto ser amargado; sí, mamá, me lo gozo. No tienen por qué estar pensando en lo aciago que debe sentirse ser yo; bueno, no es la maravilla, pero ahí va.
A mí las personas felices me dan miedo. Todos conocemos una “personita”, porque los felices siempre dicen “personita” y toda clase de diminutivos, que tiene una sonrisa de oreja a oreja y sus palabras siempre son de ánimo, perseverancia y otros tantos valores propios de cartelera de ética y valores o de página de la Atalaya. Los felices dan abrazos todo el tiempo y te dicen cosas como “me encanta verte”, “genial y mejorando”, “hoy el día está radiante y maravilloso”, realmente los signos de admiración no alcanzarían para tanta felicidad. Tristemente a la gente se le está pegando eso. Una amiga hace poco estuvo en una abrazatón, donde te manosean, pero no dan nada; un conocido se disfrazó de payaso y fue a visitar personas moribundas; la tía que mejor me cae publica a cada rato mensajes llenos de cosas lindas, pero no sé, como soy amargado pienso que eso no sirve de nada.
De hecho; ¿hay razones para no ser un amargado? El mundo está podrido. En este país los sueldos son miserables, quitan el agua, el Internet se cae, la que nos gusta no nos quiere, nos salen espinillas, pelos en la espalda, comer mucho da diarrea, fumar da cáncer, estudiar no sirve de nada… La lista puede ser infinita y yo sí que lo sé. Con todo lo anterior no veo por qué estar contento, no hay motivos; no faltará el Troilo que diga que estar vivo ya es motivo de felicidad, pero quiero decirle a usted, querido Troilo, que por lo menos en este país no se vive, se sobrevive, y eso ya es otro verbo con sus respectivas y muy propias implicaciones.
La amargura tiene sus encantos. No hay cosa más rica que quejarse de todo y por todo; yo por mi parte seguiré en mi desazón. Amargura, señores, que a veces me da, y la cura resulta más cara que la enfermedá.
Joan Manuel Camargo
Estudiante de Historia Universidad del Valle.