Utópicos web 2.0 reproduce un especial periodístico de nuestro medio aliado mexicano www.lopolitico.com
Sin maletas busca crear conciencia sobre la migración forzada como una problemática mundial y reconoce las contribuciones positivas que los refugiados aportan a las sociedades en las que conviven. Con este trabajo periodístico, queremos promover la tolerancia y la diversidad, conocer si los valores fundamentales de la protección de la vida y la defensa de los Derechos Humanos, pueden librarse de los prejuicios cuando tocan a tu puerta. Las historias que aquí se publican, son para que se compartan libremente con la única intención de contribuir al debate informado.
SEXTA ENTREGA
Todo o nada, siempre ha sido así. Quedarse y morir o marcharse y vivir. Tomar sus valijas y un avión o esconderse en casa. Ser un obituario en las noticias o una cifra dentro de la etiqueta de los refugiados. Español o inglés. Familia o soledad. Guatemala o New York.
Una mañana recibió la llamada en el despacho. Nadie habló del otro lado del auricular. La respiración pausada, ronca, seca, se le filtró por la oreja. El miedo recorrió el cuello, colgó.
Llegaron las advertencias,
intimidaciones,
sobornos, cartas, sumarios,
indirectas, directas,
disparos y atentados fantasmas.
Otra llamada, mismo ritual.
—¡Tuuuuuuuuu! —colgaron.
Una día cualquiera. Camina por el centro de Guatemala y un hombre en sentido contrario golpea su hombro, le entrega una bala. Toma el proyectil en la palma derecha, increpa: “¿Qué quieres que haga con ella?”. El tipo se esfuma en medio de la multitud de un centro abarrotado, no hubo respuesta.
—¿Cuánto quiere?
—Ese contrato se firma antes del mediodía.
Mensajes escritos con tinta negra, órdenes entre líneas, archivos que se desaparecían de su despacho.
—Puedo hacer una lista de sucesos, por categoría si quiere. Llamadas, golpes, vigilancias, correos filtrados. Yo podía salir del apartamento y no regresar. Tomar un café implicaba que aparecieran hombres armados, se paseaban por mi lado para mostrarme la dotación que portaban, luego se marchaban y llegaban otros hasta que dejaba el lugar.
Llamar a la policía en Guatemala no era una opción. Ellos también jugaban en su contra.
Nueva York, 2015.
—Me llamaré Jorge. Siempre me ha gustado ese nombre. No fotos, no videos.
—¡Pero han pasado 18 años!
—Sí, pero el estado no muere, no descansa; nunca olvida.
Es noviembre, el invierno juega a esconderse. Nueva York se viste de otoño.
En la capital del mundo el frío llega con calma, da espera bajo la amenaza de aparecer sin piedad. Jorge está sentando en una de las mesas de una famosa cadena de café, entre Lexington 42 y la Tercera Avenida cerca de la estación de trenes más grande en el mundo, la Grand Central.
El encuentro llega en pistas:
—“Tengo suéter negro” —escribe por mensaje.
En sus cuentas sólo existe la misma imagen. Foto de perfil no hay, por Whatsapp tampoco. Sólo la imagen de una silueta blanca con las que se identifican, los que como él, ocultan su identidad.
No Facebook, no Twitter.
El misterio se rompe a las 11:00 de la mañana. Jorge es un hombre blanco con líneas de expresión que hace pensar que pasa de los cincuenta y tantos. Esbelto, ágil y clásico como un musical de Fred Astaire, utiliza una camisa blanca de cuello y mangas que sobre salen por debajo del suéter de lana de llama, carga un abrigo extra, un maletín negro de cargaderas y sus ojos bailan en todas las direcciones.
Sus palabras monosilábicas comienzan a inquietar. Omite detalles, las respuestas evaden las fechas.
Asilo … político, diputado, Guatemala.
El café se hace largo, pasan 30 minutos; pasa una hora y media.
Lo cierto es que Jorge desde hace 18 años llegó a Nueva York buscando el asilo, pero tan solo hace ocho se alejo por completo de su país, cuando estando desde suelo neoyorquino sus llamadas seguían siendo intervenidas, cuando recibió un mensaje contundente y su mamá comenzó a ser vigilada, sus cuentas congeladas. Fue cuando por vigésima vez se sintió amenazado.
No fotos, no videos.
Él está seguro que su silueta puede ser descifrada.
Se queda obnubilado observando la ventana, pero el movimiento en sus manos no se detiene. Toma la taza de café, golpea con los dedos la mesa, se frota las manos aunque no hace frío. Detrás del vidrio la avenida, un paisaje concurrido, Manhattan acelerado, las personas caminando a paso ligero queriendo ganarle al tiempo.
Jorge no conoce de Las Maras, pandillas que hoy someten Centroamérica entre extorsiones, secuestros y asesinatos. De las pandillas y las problemáticas del nuevo siglo no quiere saber… ¿para qué otro motivo de angustia?, suficiente con haberlo dejado todo.
Un hombre cualquiera camina de un lado al otro afuera de la cafetería, le roba la atención, se queda viendo su aspecto de frente, sigue sus pasos de allá para acá. Jorge se hace el tranquilo pero no le quita la mirada con el rabo del ojo.
—¿Se quiere cambiar de asiento? —le pregunto mientras me levanto del asiento para que el gesto le haga sentir que podemos conversar desde otro ángulo… que estamos en confianza.
—No, acá estoy seguro, estamos en Nueva York.
La memoria revive su historia, esa que lleva guardada en el pecho por años.
Su rostro permanece tranquilo, no hay lágrimas, no se escucha un suspiro, pero su tono de voz por lo regular se convierte en un susurro, como un secreto entrecortado.
Es la voz de la nostalgia.
Así empieza este retrato de un Jorge que confiesa un pasado que se aferra a olvidar en los rascacielos de Nueva York.
Un camino hacia la muerte
Eran finales de los 70: el general Romeo Lucas, anteriormente Ministro de Defensa, era el Presidente de Guatemala. Gobernaba con mano de hierro y encabezaría una de las temporadas con mayor cantidad de violaciones de los derechos humanos, entre ellas desapariciones forzadas y represiones estudiantiles.
Los estudiantes e indígenas fueron el blanco dentro de su régimen y entre las acusaciones en su contra se encuentra el asalto e incendio a la embajada de España en Guatemala , en donde murió Vicente Menchú, padre de la premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú.
Sin embargo, contra viento y marea, la universidad de San Carlos donde estudiaba Jorge, se mantendría firme, salían a las calles, orquestaban reuniones universitarias para luchar por soluciones por el alza del pasaje al transporte urbano, la privatización de la educación pública, la explotación de petróleo y níquel en la llamada franja transversal del norte, una superficie de 16 mil kilómetros cuadrados ubicados en la región petrolífera más rica de Guatemala, dominada bajo la firma del terror de Romeo Lara .
Una vez más sus voces no serían suficiente y lo único que conseguirían los marchantes sería dibujar un camino hacia la muerte.
El mismo lugar que le abría fronteras entre saberes de geología, minas, hidrocarburos y energías hizo que cambiara su estilo de vida.
Antes apostado en una clase media acomodada; ahora, en manos de la universidad pública, dejaba su niñez, crecía y se topaba con una realidad desconocida. Fue el momento para que descubriera las desigualdades por las que nunca había trasnochado en una casa con nevera llena.
Ahora estaba conociendo un nuevo país, esa Guatemala enferma con una llaga ignorada llena de pobreza; el lugar donde apenas él se reconocía. Una bofetada con pala en la cara.
Empezó a tomar pequeños respiros en el intermedio de las clases para apoyar marchas y movimientos que se realizaban en el campus. Líderes estudiantiles alzaban su voz con el propósito de hacerse escuchar porque “la resistencia pacífica es un derecho”, así se leía en uno de los carteles que adornaban las marchas de la época contra la dictadura.
Jorge respira hondo, suelta el café en la mesa. Su pelo largo y sus días sin utilizar lentes de aumento se han esfumado, los recuerdos en su mente parecen estar ajustándose para recordar lo que no quiere, lo que al corazón le duele.
—Amigos, gente excelente, cerebros apagados.
—¿Le puedo preguntar algo?
—Sí usted me quiere preguntar por guerrilla, nosotros éramos estudiantes, yo puedo responder por mí, yo nunca he militado…
El mismo año en el que el general Romeo Lucas se hizo presidente, asesinaron a Oliverio Castañeda, secretario de la Asociación de Estudiantes Universitarios. Días más tarde, los dirigentes estudiantiles y profesores comenzaron a recibir amenazas. Los que continuaron al pie del cañón murieron o no se sabe dónde están.
Guatemala al igual que otros países de América Latina como Nicaragua, Perú y Colombia, padeció un conflicto armado por décadas.
Entre guerrillas y dictaduras, dejaron un saldo 200 mil muertos, otros miles desaparecieron y unos más fueron torturados. En 1996, cuando lograron llegar a un acuerdo de paz, el país había sepultado la justicia y desterrado los líderes a la tierra del nunca jamás.
Las injusticias sociales se habían apoderado del país, dejando una patria de heridas abiertas, con respuestas inconclusas, cansada y vulnerable a engendrar nuevos grupos violentos y delincuenciales.
—¿Y la multitud universitaria y soñadora de Guatemala?
—Desaparecieron, eso es todo.
Ellos le enseñarían que los letreros de rebelión se los trago la tierra y con él quedó sepultado ese espíritu universitario.
Llegó a la cabeza la palabra exilio.
Entre rascacielos
Nueva York nunca estuvo en la lista de las alternativas cuando pensó salir de Guatemala.
No le llamaba la atención el corazón del imperio, donde los rascacielos hacen sombra tapando el sol y donde Times Square le abruma la pupila. Él quería un lugar diferente, un lugar que le permitiera seguir su carrera política, un lugar del mundo donde pudiera seguir siendo Jorge.
Formularios y aplicaciones por Internet para cumplir con las amonestaciones de asilo, hizo por montón. Pero fue la Gran Manzana la que se atravesó en su camino.
Jorge llegó el 25 de octubre con visa de turista al Aeropuerto John F. Kennedy. En su equipaje 50 libras de papel, todas las pruebas para que no existiera oportunidad para un “no”, él quería el asilo.
Tenía premura, el periodo para aplicar una vez pisado el suelo neoyorquino era de 30 días, de lo contrario podría ser obstruido el proceso. Un día después de haber dejado las chamarras, algunos pantalones y los libros, buscó un abogado.
Realizó la búsqueda de entre diarios e internet hasta encontrar el Centro de Ayuda para Refugiados Salvadoreños y Guatemaltecos. Se equipó con la mayor cantidad de pruebas y llegó a su primera cita con el encargado del caso.
Su mirada lo dijo todo
su comportamiento
su actitud ansiosa
el juego de las manos
las pupilas despiertas
los reflejos en alerta
Todas las señales dieron luz verde al centro de refugiados para tomar su caso.
Entre los números tres, cero, siete, cinco está hoy día un expediente con el que se comenzó a entretejer el armazón de un rompecabezas. Incluía fotos de las placas de los carros que en las noches lo acosaban, números de teléfono con decenas de llamadas sin respuesta, cartas de ayuda que realizó a la Comisión de Derechos Humanos. Gritos de auxilio, peticiones, cartas, anécdotas… Todo quedó registrado.
También su voz, su rostro, sus lunares.
Las autoridades neoyorquinas concluyeron, después de varios días de investigación y cotejo de documentación, que todo era un complot para que Jorge muriera en el encierro o en algún accidente inexplicable.
El empujón final fue la carta que presentó el Programa para Sobrevivientes de Tortura de la New York University (NYU Program for Survivors of Torture) el contenido certificaba que Jorge era una víctima. Con ese veredicto, completó los requisitos y su asilo empezó.
Han pasado 18 años fuera del país que lo vio nacer.
El hombre de gabán negra va caminando en la acera ancha de la 5a Avenida, se dirige hacia la biblioteca pública de Nueva York, uno de los refugios que ha encontrado para mantener viva su pasión por la lectura. Su segundo refugio es la iglesia. Allí dentro cuenta de su fe que siempre ha mantenido viva.
No fotos, no videos.
Jorge es un alma política extraviada en la Gran Manzana que recorre los lugares que hacen parte de su rutina diaria. Ahora toca el turno de Harlem, un barrio donde no necesita hablar inglés, encuentra café colombiano y tamales mexicanos, en un mercado hispano donde los precios son más accesibles comparado con las tiendas comunes.
Harlem es el lugar de los inmigrantes, legales e ilegales.
Comienza el invierno, se siente el viento frío en la nariz y las pestañas.
Es curiosa la forma en la que el frío va congelando el cuerpo por cualquier agujero que exponga la piel a la superficie. Las orejas, los labios y las manos, son un blanco seguro.
El punto de encuentro es el Mc Donald’s de la calle 138, la parada es City College de la línea 1 del tren. A Jorge no le molesta el frío, le gustan las calles blancas.
Ahora es el turno es conocer el City College, también en Harlem, el barrio que lo adoptó. Jorge sonríe, se siente en casa. Empuja la puerta, se abre un edificio.
Jorge es ex alumno de pregrado de artes liberales y hoy estudia una maestría en estudios liberales lo que le permite permanecer en contacto con lecturas políticas y filosóficas. El rumbo nos dirige hacia la biblioteca, el lugar donde pasa la mayoría de sus días retomando las líneas de la academia. Lee en inglés, escribe en inglés, piensa en español. Se reúne con su grupo de trabajo por Skype —como la mayoría de veces, todo es virtual—. El tiene la mitad de un siglo y sus compañeros de clase aún no superan los 30.
Hace un año, cuando se graduó del pregrado, a su lado posaron para la fotografía del recuerdo jóvenes pubertos con el acné a flor de piel, otros parecían recién salidos de la secundaria. Clases en inglés, ensayos en un idioma que se obligó aprender siendo adulto. Fue estudiante de tiempo completo financiado por el sistema educativo de préstamos hasta lograr la meta, otro título, otra prueba.
Empieza un nuevo año, el 2016.
Jorge cumple años y no le gustan los regalos. Está de vacaciones de los estudios de maestría. Hace dos días nevó 12 pulgadas, la primer tormenta de nieve en la ciudad ruidosa en la que nunca contempló estar. Disfruta de las calles como copos de algodón. No quiere volver a Guatemala.
Hora de comer. En el Mc Donald’s de la avenida Madison y 40 Street venden dos hamburguesas por tres dólares. Viste camisa y pantalón de vestir, ya es ciudadano americano. Se acercan las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Jorge tiene publicidad electoral en sus manos, le apuesta a un candidato demócrata. Se trata de Bernie Sanders. Le hace fuerza, habla de él, conoce sus propuestas. Le escribió un correo de apoyo y recibió respuesta. Ahora le hace propaganda, seguro votará por él.
Tres meses de encuentro, tres comidas y varios cafés, biblioteca, universidad, en medio de Manhattan. La toma es perfecta. No fotos, no video.
Entonces Jorge se deshace de su gabán negro, se quita los zapatos. Accede a que otro luzca como él. La cámara hace click a este Jorge reconstruido por la imaginación.
Una curul, un exilio…
Eran los 90. Su bajo perfil y su rol de empresario agrícola, cosechar y surtir mercados móviles al que se había dedicado después de dejar los estudios de la universidad, se vieron interrumpidos por una campaña política que lo situaría por un periodo de cuatro años como diputado. Una campaña que llegó como pedida del cielo. Resultó teniendo una acogida exitosa, no tuvo que invertir mucho dinero ni publicidad, la gente parecía conocerlo y obtuvo los votos suficientes para ser elegido por el partido de empresarios que representaba. De avanzada nacional, un partido de derecha, llamado al igual que un partido mexicano y que aún existe.
Sus noches empezaron a empalmar con las auroras y el trabajo que se dispuso hacer fue velar por el sueño,
la voz,
el anhelo,
todo eso que por años había permanecido en un alma inquieta. Una utopía rota por la gratitud de un cargo que lo obligaba a implementar desde el legislativo, leyes justas para garantizar unas condiciones de vida digna. El corazón volvió a latir, los años de juventud en medio de las revueltas lo hacían vibrar ahora desde las esferas del poder.
El camino estaba minado. Que la derecha apoyara a un diputado con alma de izquierda, resultó una mezcla explosiva. Guatemala no le estaba ofreciendo lo suficiente a su gente —no porque la patria no lo pudiera hacer sino porque muchos dirigentes, eran individualistas y egoístas—, enseñados a subyugar con ínfulas de capataces como si hubieran llegado desde la conquista con el mismo Pedro de Alvarado.
Como legislador, Jorge logró acuerdos que aseguraran nuevas políticas públicas para el país. Ayudo a que el presupuesto incluyera suficientes gastos en educación, salud social, cultura y planteó una reforma para reducir la cantidad de homicidios: la alcanzó a lograr. Se trataba de reducir el gasto militar y re establecer una nueva policía nacional, con apoyo de las instituciones educativas para jóvenes, donde se explicará el valor a la vida, el respeto por el otro y que entendieran que solo había una oportunidad de vivir y era está.
Estaba funcionando, pero implicaba seguir invirtiendo en educación. Los que se nutrían del presupuesto militar no estuvieron de acuerdo.
La depresión llegó primero, después la desolación. Vio de cerca a la corrupción desmontado sus proyectos políticos y todo lo que con tanto esfuerzo orquestó como diputado. Con los mismos ojos café oscuros que alcanzaron a ver el progreso en las vías, la salud, la disminución en la tasa de mortalidad, vio la verdadera miseria de América Latina: corrupción, corrupción, corrupción.
Un año después de su mandato, los carros armados lo esperaban en la puerta de su apartamento. Jorge se había convertido en esperanza en una Guatemala desgarrada.
La situación se salió de control. Su espalda no podía sostener el peso de una persecución que aunque no le arrancaba la vida, amenazaba con enloquecerlo.
Hace una pausa, viene la pesadilla.
Una mañana recibió la llamada en el despacho. Nadie habló del otro lado del auricular. La respiración pausada, ronca, seca, se le filtró por la oreja. El miedo recorrió el cuello, colgó.
Llegaron las advertencias,
intimidaciones,
sobornos, cartas, sumarios,
indirectas, directas,
disparos y atentados fantasmas.
Otra llamada, mismo ritual. ¡Tuuuuuuuuu! colgaron.
Una mañana cualquiera camina por el centro de Guatemala y un hombre en sentido contrario golpea su hombro, le entrega una bala. Toma el proyectil en la palma derecha, increpa: ¿qué quieres que haga con ella? el tipo se esfuma en medio de la multitud de un centro abarrotado, no hubo respuesta.
Llegó el momento de abandonar la tierra del jocón, el pepián, los paches, las enchiladas, los tamalitos de Chipilín.
Entonces todo o nada, siempre ha sido así. Quedarse y morir o marcharse y vivir. Tomar sus valijas y un avión o esconderse en casa. Ser un obituario en las noticias o una cifra dentro de la etiqueta de los refugiados. Español o inglés. Familia o soledad. Guatemala o New York.
Me llamaré Jorge… siempre me ha gustado ese nombre.
Por: XIMENA VELEZ
Comunicadora Social y Periodista por la Universidad Autónoma de Occidente de Cali, Colombia. Incursionó en el 2010 al equipo de comunicaciones de Esquina Latina, una organización no gubernamental donde trabajó proyectos sociales sobre la cimentación de memoria y no repetición, con niños, adolescentes y mujeres víctimas del conflicto armado. En el 2014 con su equipo de trabajo ganó la convocatoria Crea Digital con la que desarrollaron una plataforma digital para reconstruir historias en formato de radioteatro y participó en la recopilación del libro “Grandes Creadores del Teatro Colombiano”. Desde Marzo del 2013 hace parte del equipo periodístico de hechoencali.com un medio de comunicación independiente que aborda temas de Derechos Humanos en el Valle del Cauca y Colombia. En el 2014 estuvo nominada a los premios de periodismo regional de la revista Semana en la categoría: Mejor cubrimiento de un proceso regional sobre reconciliación y paz con el trabajo Mujeres y Conflicto. Actualmente reside en la Ciudad de Nueva York y estudia a distancia la especialización en educación en Derechos Humanos en la universidad Católica Lumen Gentium
Utópicos web 2.0 reproduce un especial periodístico de nuestro medio aliado mexicano www.lopolitico.com
Sin maletas busca crear conciencia sobre la migración forzada como una problemática mundial y reconoce las contribuciones positivas que los refugiados aportan a las sociedades en las que conviven. Con este trabajo periodístico, queremos promover la tolerancia y la diversidad, conocer si los valores fundamentales de la protección de la vida y la defensa de los Derechos Humanos, pueden librarse de los prejuicios cuando tocan a tu puerta. Las historias que aquí se publican, son para que se compartan libremente con la única intención de contribuir al debate informado.
QUINTA ENTREGA
13:25 hrs. Agosto de 2015, Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Compró una chamarra café para llegar a la cita. Cerca de la playa, donde vive exiliado desde hace treinta años, taparse es una grosería, podría morir cocinado, pero a estas alturas, la muerte le ha susurrado tantas veces al oído, que morir acalorado, le resulta un poema.
13:32 —¿Llegaste? 13:40 —Voy bajando del avión. Ansiedad… 13:43 —Mándame una foto para reconocerte 13:45 —Aquí va
Camisa amarilla, cabello negro, un mechón tapando el rostro completo, la imagen de un perfil inconcluso muestra un asiento de avión; un ojo derecho. Medio bigote.
El equipo de televisión lo espera en la sala A justo debajo del pizarrón eléctrico de arribos nacionales como habían quedado. El vuelo ha llegado a tiempo. Como una especie de parodia donde el ladrón siempre logra escabullirse de quien lo espera, Markos sale por otra puerta. Se ha justificado la llegada de cuatro personas de televisión a las autoridades del Aeropuerto de la Ciudad de México con cámara, tripié y micrófonos, avisando el arribo de un “escritor colombiano”. Apuntan su nombre real, así completo con nombre y apellido. En México,Carlos Alberto Méndez Contreras, escritor, poeta, periodista, corrector de estilo, maestro de literatura y periodismo. En Colombia, Markos, así a secas, estudiante de la Universidad Nacional de Bogotá, ex militante de la otrora guerrilla colombiana conocida como El M19, encarcelado un año y ocho meses por subversión.
***
Ningún mexicano del común que te viera hoy con tu pantalón de vestir beige, cinturón café que hace juego con la chamarra, camisa amarilla de cuello perfectamente planchada y un bigote arreglado, pensaría que veinte años atrás eras un guerrillero alzado en armas. El estereotipo de un insurgente en este México donde decidiste venir a salvar tu vida, tiene que ver más con un campesino de rasgos prietos, inculto, tímido al hablar, medio ignorante, humilde hasta en el vestir. En cambio tu, Carlos, pese a tu raíces campesinas y un pasado de carencias, te pareces más a esta vida nueva que te has impuesto a kilómetros de distancia, ¡de verdad que si luces como todo un famoso escritor!
La cámara sigue tus pasos en medio de las miradas curiosas de la gente que intentan familiarizar tu cara con la de un actor, un cantante de la televisión, quizás un artista internacional. Mientras tanto tú, pareces perderte en el relato de un pasado que pasa frente a ti en cámara lenta como tu andar.
¿Quién es? —pregunta la gente al crew de televisión… — Un poeta —responde el productor sabiendo que seguirá un gesto de decepción. La gente reclamaría la selfie en caso de haberse encontrado con un deportista… con un cantante.
No es la primera vez que viajas de Cancún a la capital. Sí la única ocasión desde el exilio, en la que confiesas esta historia que llevas protegiendo, escondiendo durante treinta años.
—¿Quién es… quién es? —pregunta la multitud. En el fondo de tu clandestinidad hay una sola respuesta.
Yo era Markos.
—Escribía Markos con `k´, era un militante del M19, un joven rebelde colombiano, un revolucionario convencido desde muy chico, un joven lleno de ideales, que creía en que la humanidad tenía salvación—
Tus ojos se han llenado de lágrimas Carlos y has olvidado un detalle…
La silla que te ha elegido a ti para el confesionario de tu vida, da la espalda a una biblioteca con libros que no son tuyos; tu pantalón beige y tu estilo de profesor de literatura, han construido una atmósfera más parecida al Carlos de hoy que al Markos del ayer con su melena larga, bigote descuidado y jeans para la ocasión.
En esa fotografía que sostienes con la derecha mientras el lente se clava en el primer plano de tu rostro, apareces delgado, con un bigote puberto apenas asomado. Tú estás sentado en una cama individual junto a una muchacha que te clava una mirada coqueta, estabas en la cárcel de máxima seguridad de Bellavista en Medellín, donde pasaron grandes capos de la mafia colombiana.
¿Quieres llorar?
Agachas la mirada, te suda la nariz. Tu pose intelectual ha quedado sepultada. Ahora pareces más una víctima, un hombre consternado por el recuerdo de un proyecto perdido, porque lo reconociste Carlos, los rebeldes como tú, lucharon y perdieron.
—Es la primera vez que cuento esta historia en México. Mientras yo estoy aquí sentado, muchos compañeros murieron y no pudieron contar la suya.
Has olvidado un detalleCarlos…
A menos de dos metros de ti está un muchacho de quince años, la edad que tenías cuando ya leías a Marx y cantabas trova cubana. Comparte tus ojos miel y el lacio de tu cabello negro, incluso ahora que los comparo, se parece mucho a ti en la foto que enviaste por Whatsapp para reconocerte en el aeropuerto. Es como si elMarkos que dejaste en Bogotá estuviera aquí presente en México, acompañándote a tus espaldas y quien hablase fuera Carlos convertido en escritor. A tu lado está un adolescente que te acompaña mientras te entrevistan para sacar tus secretos desde el exilio para un canal de televisión de la ciudad que te vio nacer: Bogotá. Me habías contado ya, que el muchacho iba en la prepa en el Distrito Federal, que había algunos problemas con su mamá y que guardabas cierto enojo porque un día de pleito, la mujer quemó todos los recuerdos de Markos afuera de la casa donde vivían y sólo alcanzaste a recuperar un dibujo entre las llamas. Hecho cenizas quedaron fotografías, una autobiografía, cartas de tus compañeros de lucha en prisión, dibujos, el periódico donde escribías, revistas de la época y entonces decidiste desterrar ese amor de tus entrañas.
Omar, ese chico que hoy te acompaña, ha venido a escuchar tu entrevista creyendo que viene a oír el testimonio de un periodista, escritor de poemas, de un literato, de Carlos, su papá.
Pero insisto Carlos, olvidaste un detalle… Omar, tu hijo, no conoce la historia de Markos ¿Cómo pudiste esconderle tu pasado tanto tiempo?
Cuando dijiste a la cámara “Markos era yo cuando era guerrillero”, el muchacho alzó la vista con asombro para tratar de encontrarse con tus ojos. Unos ojos ahogados en lágrimas.
El yunque y el martillo
Era un jueves de 1981. El bloque rural del M19 llevaba un año consolidándose en las montañas del sur de Colombia con la ayuda del gobierno cubano y su experiencia en táctica armamentista. La idea era crear una guerrilla cercana a la gente pero alejada de las grandes urbes donde el enemigo acechara. El brazo político del movimiento subversivo fue llamado a la clandestinidad, a ponerse las botas, a ser el brazo armado en las montañas colombianas.
Semanas atrás, un compañero alzado en armas había decidido hacer proselitismo político de puerta en puerta; llegaba a las casas de los campesinos para contarles la lucha que desde las montañas se gestaba “por una Colombia justa”. Pero el Ejército detectó el secreto en las montañas cerca de la frontera con Ecuador. Alistó una fuerza bélica de más de mil hombres dispuestos a todo con tal de detener a decenas guerrilleros anclados en el espesor de la selva.
La travesía por la selva duró varios días. Desde el río Mira, fronterizo con Ecuador, los combatientes entraron al Putumayo y se enfilaron hasta el Caquetá. Desplazar ochenta hombres en lanchas pequeñas llamadas cayucos, con la amenaza de voltearse en el primer mal forcejeo, resultó el primer reto militar del grupo insurgente. Los poblados aledaños tenían reservas. Algunos cerraron las puertas de la casa para volver a salir tres días después, cuando los rebeldes se marcharan. Otros optaron por ayudar a embarcarlos, ofrecieron víveres. Un puñado dio aviso a las autoridades.
Los lugareños aseguran que ahí, la selva es como las mujeres de la zona: impredecibles, rudas, difíciles, tan dominantes. La lluvia haciendo gala de un torrente que se deja caer al salir el sol, con vísperas de arreboles, temperaturas que superan los 28 grados, con el abrazo de la noche. Llueve sobre las ceibas, el choibás, el cagüís, árboles gigantes que sobrepasan los sesenta metros de altura donde los techos de los pueblos y sus pobladores se miran a lo lejos como una caricatura, como la vista de una ciudad desde la ventana del avión a mil pies de altura.
Treinta metros más abajo de las ceibas, el choibás y el cagüís, la selva es inclemente. Ramas perfectamente amarradas durante décadas se hacen nudos impenetrables, hojas que tapan precipicios de diez o quince metros de profundidad, maleza, insectos roedores. Crecen los cedros, los laureles y los cominos, árboles frondosos, gruesos de tallo, que tejen un manto vegetal que podrían ser la muerte para su propia fauna. Escarabajos, hormigas, insectos de colores, se suben en manada por sus ramas, forman espirales, buscan comida, hacer sus nidos.
Llovió ayer, llovió hoy, lloverá mañana.
El río Mira crece en cuestión de horas, se desbordan sus orillas. Algunos campamentos de los guerrilleros se inundaron, evacuar cajas repletas de armas y municiones, les tomó toda la noche, la lluvia no paró. Si no los mata el enemigo declarado, lo hará la selva ese aliado voluntarioso. Traicionero.
Como volcán en erupción, las ondulaciones del terreno selvático se llenan de miles de hombres del Ejército de Colombia. Enemigo a la vista.
Fusiles G-3, alemanes, lanzagranadas, granadas, bayonetas, armas cortas 9 milímetros, municiones, camuflados, sombreros, fornituras, botas gringas de cuero, así recibió la guerrilla al rival cerca del Caquetá. La moral estaba en alto pero no era suficiente para una decena de hombres pertrechados. La debilidad del M estaba en su interior, en sus filas. La mayoría eran guerrilleros formados en las ciudades que desconocían la inmensidad de la selva.
Los fusiles de ambos bandos escupieron fuego, ruido, plomo y muerte. Algunos repelieron la agresión, otros cayeron de inmediato al pasto que en segundos se tiñó de rojo. El flanco fuerte del Ejército utiliza una longeva táctica militar puesta en marcha desde los tiempos de las tropas napoleónicas para combatir al enemigo: el yunque y el martillo.
Aprovechando el número inferior de insurgentes, los militares fueron cercando a los guerrilleros del lado ecuatoriano intentando comportarse como un herrero que aplasta al enemigo. El primero en caer fue un líder campesino cuando una bala le alcanzó la ingle. Era de los pocos que conocía el terreno por donde transitabaMarkos haciendo frente a un combate que más tarde lo llevaría al exilio.
El plan de llegar a fortalecer las filas de la guerrilla en el Caquetá se desmoronó al instante. Los pocos que quedaron del M decidieron entregarse, muchos insurgentes cayeron en la selva. Antes de subir las manos con las armas en tierra, escondieron documentos, cosas comprometedoras que recuperarían después.
Un bloque militar rodeó la parte derecha, otro copó la izquierda y el combate se trabó intenso, con bajas de cada lado. Para ese momento, Markos y sus compañeros retrocedían ante la presión, acariciando el límite internacional donde terminaron entregándose al Ejército ecuatoriano, que horas más tarde, los regresaría a las autoridades colombianas.
—El Ejército nos concentró en una finca, fuimos trasladados en helicópteros, vendados y esposados con las manos atrás. Ibamos de cinco en cinco, nos amenazaban con tirarnos desde las alturas. Luego comenzaron los interrogatorios, la tortura sicológica, la presión— Markos llora. Fue condenado a prisión por un consejo de guerra.
Presos hoy, revolucionarios siempre
Las lágrimas contenidas en la mirada, el tapón para tragar saliva, los recuerdos a flor de piel. La mano de Markossostiene una fotografía con los trazos que hiciera entre 1981 y 1982 cuando estuvo en una celda de aquella cárcel tenebrosa llamada Bellavista en Medellín. Siete puños halando la cola de un caballo desbocado, tres tumbas del costado izquierdo y tu rostro también a lápiz con la lágrima de un país que se resbala por las mejillas.
No era solo el encierro. El Consejo de Guerra realizado en Ipiales, había decidido enviar a los rebeldes a cárceles distantes de sus familias, dificultar el contacto con el mundo exterior, matarlos en vida cortando lazos sentimentales. Markos fue a dar a Medellín, ocho horas en camión desde Bogotá, hogar de sus padres.
Después vino el Consejo Verbal de Guerra. Si los rebeldes aceptaban haberse equivocado en su lucha armada, la pena se reducía a la mitad. No fue el caso deMarkos quien con aire altivo de adolescente retador, se paró y dijo lo que nadie quería escuchar, reivindicar su paso por el movimiento, sostener la lucha armada para quitar del poder a la clase opresora, clamar por una sociedad justa para todos. El yunque llegó primero, el martillo después: le impusieron ocho meses más a su condena de un año por su actitud sectaria y subversiva.
Un acto de valentía, un “cementerio de hombres vivos”, dice la canción de Jairo Varela en el Grupo Niche y así describe Markos su paso por el encierro, en celdas para ocho personas que se convirtieron en espacio para veinte, veinticinco, con telas improvisadas para simular cortinas y divisiones en espacios de quince metros donde los pudientes podían dormir en la plancha fría de cemento, los otros, como él, en el suelo, amontonados.
—Recuerdo dibujar unos carteles con unas manos esposadas pero con las cadenas rotas y un lema de mi autoría que resumía mis convicciones: Presos hoy, revolucionarios siempre—.
Pasarían meses para que Fermín, padre de Markos, pudiera dar con el paradero de su hijo; ver su rostro en el diario más influyente de la capital; llamar a las autoridades para conocer en qué cárcel estaba; volver a llamar para saber cómo podía verlo. Comprar boleto para el autobús que lo llevaría a ocho horas por tierra de su retoño. Mientras tanto, los presos del M se hicieron famosos fuera de las rejas, los estudiantes de las universidades públicas se convirtieron en sus fervientes seguidores, los visitaban los domingos decenas de jovencitas y adolescentes que honraban su valentía, Markos consiguió novia, entró a un taller de carpintería en el patio dos y organizaba actos culturales para los domingos, el único día que lograba salir de la celda.
La solidaridad era intensa. El Comité de Solidaridad con los Presos Políticos visitó a los rebeldes cada fin de semana pero su mayor felicidad llegó un domingo, tres meses después de su detención.
—Recuerdo que mi padre que era de un mutismo asombroso, no ocultó su conmoción cuando me abrazó en la celda del quinto patio
El olor a mierda en las celdas era insoportable, nauseabundo.
Un preso común en cautiverio se dedicó a comer cucarachas. Las agarraba del piso mugroso con las patitas en movimiento y de un momento a otro crack las masticaba en la boca. A otro reo se les subía la causa a la cabeza y trepaba por los muros infinitos del patio gritando, clamando su inocencia. Dos más fueron apuñalados y otro par castigados por asesinarlos dentro. Las condiciones no mejoraban, Markos y sus amigos organizaron un motín después de que los guardias los extorsionaran para dormir o permanecer en la celda durante el día en una plancha. La idea catapultó el pase a la cárcel de la Picota en Bogotá donde estaban recluidos decenas de militantes del M.
Pasó más de un año antes de que Markos volviera a verse de frente con la libertad. Era un jueves, cuatro de la tarde. La Amnistía decretada contra presos políticos daría el pase de salida a decenas de guerrilleros del M19. Los primeros salieron lunes, el resto un martes, Markos hasta el jueves. Cuando por fin pisó la calle no había nadie ahí. Ni la prensa, ni familiares, la calle sola, el sol a punto de ocultarse, tuvo miedo. Caminó cuatro cuadras sintiéndose perseguido sin estarlo hasta hallar un teléfono público.
—Mamá estamos libres, avisa a los medios
Mexilio
Esta es la parte de la historia donde la muerte ronda a Markos y sobrevivir se convierte en la nueva travesía de un joven que se resistió por años abandonar su tierra, su causa, las botas mismas. Mataron a La Chiqui, también a Kike, Javier y Laura. Compañeros de lucha, amigos de adolescencia, intelectuales todos. Dice Olga Behar, periodista colombiana en su libro Noches de Humo, que después de la toma del Palacio de Justicia, quedó sepultada una generación de hombres brillantes, los más cultos que había conocido en su vida. Se refería a Carlos Pizarro Leongómez, máximo comandante del M19, asesinado a sangre fría en abril de 1991, semanas después de desmovilizarse, Jaime Bateman Cayón -el primer Comandante general del M-19- muerto tras caer una avioneta donde viajaba de Santa Marta a Panamá, se refería Carlos Toledo Plata, quien ya había sido asesinado a quemarropa en la ciudad de Bucaramanga por dos hombres en moto, meses después de salir de prisión.
La muerte comenzó a colarse en su almohada, no hubo un solo momento en el que no le apuntara a la cara susurrándole: “eres el siguiente”.
Esta es la parte de la historia donde Markos deja las botas, la ciudad y el campo donde estuvo años de manera clandestina, pide prestada una cuenta bancaria a su tío pudiente y saca visa de turista por 180 días para llegar a la Ciudad de México. Esta es la parte donde el joven de cabello largo, botas y pistola, se convierte en Carlos Alberto Méndez Contreras.
La Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados, dice que el refugiado es una persona que tiene un temor fundado por sus preferencias sexuales, raza, opiniones, religión, temor a que los maten. Se diferencian del migrante porque éstos pueden regresar a su país de origen si la travesía falla, si extrañan más de lo previsto. El refugiado no y tú tampoco Markos. Quedarse en Colombia era comprar un pase directo al cementerio.
México siempre ha sido especial para Colombia, para Markos. Creció al igual que muchos amigos de la época con la música ranchera en las venas, viendo cine mexicano con Antonio Aguilar, Cantinflas, admirando la legendaria Revolución Mexicana de 1910, la extensión territorial, esas grandes fincas con hombres que también usaban botas, bigotes, el sombrero bien puesto, llevando a la mujer de su vida en un caballo que se pierde en el camino. Pero para un revolucionario, México era más que novelas, tequila y mariachis. La relación sostenida con esa Cuba rebelde, ser el escondite de León Trotski, la morada temporal del Che, el surgimiento de algunas guerrillas en Guerrero y la hospitalidad de otros compatriotas que zarparon en el exilio primero que Markos, lo hicieron inclinar la balanza por el país de los manitos.
Décadas después de la guerra civil española, México había abierto la puerta a más de veinte mil refugiados españoles que huían del régimen franquista en la década de los 70 y acogieron a miles de argentinos, brasileños, chilenos y uruguayos, que escapaban de dictaduras militares.
Desde 1980, cincuenta países han figurado al menos una vez entre los veinte países que más expulsa refugiados, Colombia, país de Markos, ha estado ocho veces en la lista de la ACNUR al igual que Camboya y Uganda, por encima de Yemen, Ucrania, Siria, Sudáfrica, Pakistán, Nicaragua y el Salvador.
Era septiembre de 1985 cuando pisaste por primera vez el Aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México.Recuerdas esa sensación de sentirte minúsculo, provinciano ante la inmensidad de una de las ciudades más grandes del mundo. No había fincas a la vista, ni caballos, ni sombreros, la Revolución era una gesta histórica de inicios del siglo XX. Sí un país con un régimen priista gobernando por setenta años, represivo con los jóvenes, de mano dura contra cualquier oposición. Viste un Distrito Federal que se caía a pedazos por el terremoto más grande de su historia en septiembre de 1985: abajo quedaron casas, edificios completos, carros sepultados, ¡más de 20 mil muertos¡. Y de nuevo la suerte echada, el destino haciendo de las suyas, la tragicomedia en vivo y a todo color: Markos pasó por Avenida Revolución, atravesó la avenida de los Insurgentes y fue a parar en Avenida de la Paz, su primera casa en el Distrito Federal, cerca al Nobel Gabriel García Márquez.
Los primeros años los siguió encausando la lucha armada. Esa que venía persiguiendo desde Colombia y que ahora le hacía pensar en Latinoamérica. Participó en esfuerzos solidarios con la Nicaragua sandinista, la revolución salvadoreña, los exiliados chilenos, argentinos uruguayos. Y hasta aquí todo era lucha, utopía, botas, clandestinidad, mientras en su tierra natal en vísperas del 91´, se pactó el desarme del M19, tus compañeros creyeron en los diálogos, dejaron las armas. Meses después fueron asesinados a quemarropa, unos pocos sobrevivieron y hoy tienen un cargo público o viven igual que Markos, en el destierro del exilio.
Para ese tiempo ya habías adoptado tu nueva identidad. Markos se fue, mutó, maduró, cambió, también lo escondiste.
Ya con Carlos al frente, la nueva lucha fue estudiar Filosofía y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, hacerse responsable de tres hijos, pagar una renta, eventualmente una hipoteca, ahorrar para la vejez.Carlos aprendió a comer picante, utilizar sus dotes de baile para ligar, echar los perros, como dicen en Colombia al arte de la seducción. Hablaste de Zapata y Pancho Villa, de rancheras, con tal de sumergirte en una nueva cultura. México desplazó a Colombia y aunque se empeña en decir que es su segunda casa, es la primera.
Han pasado tres décadas de exilio. Subiste un par de kilos, tienes 50 años, cambiaste los jean por pantalones de vestir y usas lentes. Pero ese acento tan cachaco, tan rolo, tan bogotano, tan colombiano, siguen ahí anclados en tu garganta. Sigues leyendo diario las noticias de El Tiempo, El Espectador, Semana, El País, todos diarios colombianos. Conoces las fechas de los partidos de fútbol de la selección de Pékerman y James Rodríguez, hablas de música mientras te bailan los pies y cocinas arepas, sancocho, yuca frita, también uno que otro platillo mexicano ¡no te hagas¡. Estuviste a punto de no volverte mexicano, mexicano naturalizado, en un México que no permite la doble nacionalidad: eres extranjero o eres mexicano, ambas no se puede. Algunos amigos te contaron que la Secretaría de Relaciones Exteriores, te hacía romper frente a ellos el pasaporte colombiano para darte la carta de naturalización que te había un nuevo mexicano pero era tan doloroso el episodio de sentirse desnacionalizado que lo retrasaste décadas enteras. Ahora ya eres Mexicano y esa probable firma con tu nombre donde debiste renunciar a tus orígenes, no es más que un papel, no arrancó tus raíces.
Dejaste el Distrito Federal a finales de los 90´ para encontrar refugio cerca al mar y hacer literatura al compás de las olas. Dos libros, un par de poemarios de aquí y de allá y una novela a punto de publicar, se han gestado en estos últimos años de exilio mientras Colombia ha vuelto hablar de paz.
¿Sabías que el Presidente Santos está preparando el terreno para que millones de colombianos regresen al país? ¿que la guerrilla de las FARC está aceptando dejar las armas y renunciar a reclutar niños? ¿sabías del proceso de paz? pregunta una periodista ochentera que cuando nació, Markos ya tenía puestas las botas y había oído hablar de paz.
—La paz sin justicia social no es posible, la paz con pobreza no es posible, la paz con paramilitarismo no es posible. La Paz es un sueño colombiano que se vuelve pesadilla cada vez que la proclaman— expresa Markos con énfasis porque la última vez que escuchaste esa monosílaba, también fue la última ocasión que viste con vida a tus compañeros de lucha.
Durante treinta años de exilio, Markos se quedó ahí, guardado en su pecho como una mariposa errante que encontró buen nido. Hace un par de años, Carlos mandó por celular una fotografía a Omar, su hijo de quince años. La imagen es la misma que traes contigo hoy, treinta años después del exilio que te arrancó de Colombia: Estás sentado en la celda de Bellavista con otros compañeros del M19. Tu hijo pensó que papá quería ratificar el parecido físico entre ambos, mismos ojos, pelo, hasta el perfil. ¿y eso? respondió el muchacho segundos después. Carlos no devolvió el mensaje.
Pensaba Carlos que las botas, la pistola, la rebeldía, era toro pasado. Entonces de nuevo el celular, el Whatssap de una amiga en el Distrito Federal que pedía tu consentimiento para dar con tu paradero. Una periodista buscaba un compatriota colombiano que contara su historia desde el exilio frente a las cámaras.
Tardó semanas en dar respuesta. Hablar de Markos a treinta años de distancia, a un país con una tasa de asesinatos de 14 mil homicidios en promedio cada año, un proceso de paz en puerta y sus mismos enemigos merodeando, lo hizo actuar con cautela.
Ahora estás aquí. Has volado de Cancún al Distrito Federal, la ciudad que frecuentas de cuando en vez para reencontrarte con tus hijos. Con tu chamarra nueva para salir a cuadro, tus libros, las fotografías de ese Markosque sobrevivió al yunque y al martillo.
La pregunta obligada.
Jamás abandonaste la idea de regresar a Colombia, esa por la que peleaste a muerte en la clandestinidad de la ciudad y las montañas. La maleta con la que llegaste, permaneció intacta por un par de años, esperando la oportunidad de subirte a un vuelo con retorno.
La pregunta obligada.
Estuviste tentado a quedarte para siempre en los 90 cuando pisaste suelo colombiano después de seis años en el exilio. Querías instalarte en un apartamento pequeño en el centro de Bogotá, incluso consideraste competir por la alcaldía de la capital después de constatar la simpatía que aún queda por el M. Pero no, no se pudo, no se puede. Tampoco pudiste regresar a tu terruño ese sábado de 2009. Te preocupabas por el golpe de Estado al Presidente Manuel Zelaya en Honduras cuando sonó el teléfono. Tu hermano del otro lado del auricular confirmó la muerte de mamá. Murió de vieja Markos, murió esperando tu regreso.
La pregunta obligada. A treinta años de distancia, una esposa, tres hijos, una carrera como Literato, el mar danzando en los oídos.
—¿Regresaría Markos a Colombia?—
—Quizás me suceda lo que el poeta Tuerto López se pregunta en unos versos: ¿Y qué hago yo con este fusil entre las piernas?
Margarita Solano /Jefa de Información de www.lopolitico.com Corresponsal de www.utópicos.com.co en México
“Soy Margarita. Recorro América Latina buscando historias con un Ipod que bien pudiera ser el de mi mamá: Leo Dan, Nicola Di Bari, Ana Gabriel y vallenatos del Binomio de Oro, forman parte de un play list donde Roberto Carlos no tiene que esconderse ante la requisa de un amigo. Mamá de un par de varoncitos cuyos ojos como uvas de la huerta, me recuerdan que no hay por qué perder la capacidad de asombro.Markos fue un fantasma sin rostro durante mes y medio. La comunicación comenzó tímidamente a través de un teléfono celular que de cuando en vez daba señales de su vida, esa que curiosamente quería descubrir para convertirlo en uno de los personajes de Relatos del Exilio, un documental dirigido por Luisa López para Canal Capital en Bogotá, la ciudad que lo vio nacer, la misma de la que huyó.Ha pasado casi un año desde que me presenté por Whatsapp como ¨la periodista colombiana que quiere conocer tu historia”. Recibí de vuelta una imagen de una cerveza Póker junto a la bandera nacional, cosas que emocionan a cualquier compatriota lejos de su terruño.Nunca antes entrevisté un ex guerrillero en exilio. Markos duró treinta años escondiendo con sigilo lo que pasó a finales de los 80 cuando peleó en el monte con las botas bien puestas. Ni siquiera sus hijos conocían hasta hoy, su paso por la insurgencia. Esas confidencias que ahora se hacen públicas, mantienen viva mi pasión por contar historias”
Utópicos web 2.0 reproduce un especial periodístico de nuestro medio aliado mexicano www.lopolitico.com
Sin maletas busca crear conciencia sobre la migración forzada como una problemática mundial y reconoce las contribuciones positivas que los refugiados aportan a las sociedades en las que conviven. Con este trabajo periodístico, queremos promover la tolerancia y la diversidad, conocer si los valores fundamentales de la protección de la vida y la defensa de los Derechos Humanos, pueden librarse de los prejuicios cuando tocan a tu puerta. Las historias que aquí se publican, son para que se compartan libremente con la única intención de contribuir al debate informado.
CUARTA ENTREGA
Son las diez de la noche en Gorlovka, Ucrania. Cinco militares derriban con armas largas la puerta del vecino de enfrente, el mismo hombre que los Vikhrov saludan todas las mañanas.
Yanina se asoma por la mirilla de la puerta: De ese lado, sacan al hombre en ropa interior mientras sus padres gritan, lloran. De éste lado, un niño de cuatro años despertado por los gritos, se esconde detrás de las piernas de mamá. El vecino no regresó a casa pero el miedo se quedó en el hogar de Dymitro, Yanina y el pequeño Tymur.
El miedo tocó a las puertas de una familia joven que vivía en un país en guerra.
Y ¿si el siguiente es mi esposo? Se pregunta Yanina atormentada. No quisieron quedarse en Ucrania para conocer la respuesta.
Dymitro
Si Dymitro hubiera nacido un par de décadas antes, su futuro seguramente hubiese estado marcado por las minas de carbón; si se hubiese definido por lo que estudió en la escuela, probablemente hoy trabajaría en una industria como ingeniero en calefacción y gas natural. Pero su primer futuro, el marcado por los inicios en la vida laboral, estuvo regido igual que el de muchas otras personas que viven en zonas económicas deprimidas. “Se trabaja de lo que hay”.
Dymitro nació en Gorlovka, Ucrania en 1985. Su ciudad natal fue construida sobre yacimientos de carbón que en algún momento tuvieron un alto valor estratégico; durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis estaban a punto de ocupar la ciudad, los soviéticos prefirieron inundar las minas antes que dejarlas en manos de los invasores.
Tras la liberación de Gorlovka, sus yacimientos carboníferos alimentaron por años el voraz apetito energético de la Unión Soviética. Hasta el día en que la geopolítica, tras una vuelta de tuerca de la revolución tecnológica, provocase que el carbón ya no fuera un asunto de seguridad nacional y soberanía energética para los gobiernos.
Y no es que a Dymitro hubiese tenido una vida difícil en su ciudad natal, esa población ucraniana erigida sobre un yacimiento de carbón.
Como gerente de ventas de una empresa que vende mariscos, su día a día estaba marcado por inventarios, distribución, cadenas de frío y la exigencia de supermercados que querían ver sus anaqueles llenos de los“frutos del mar” que ofrece un país con miles de kilómetros de litoral.
La imagen de este joven refugiado en España es la de un hombre de complexión fuerte con corte de cabello estilo militar a los lados, pero más largo en su parte superior, con un tono castaño claro, es alto. Lleva una sudadera gris con tres palabras en relieve de color rojo que rezan ‘Paris, London, Tokyo’; sus gafas de aviador con lentes amarillos, reflejan constantemente la luz natural. En otras circunstancias, este joven ucraniano que hoy vive en Málaga, podría hacerse pasar por un modelo de pasarela sin que nadie lo dudara.
Dymitro conoce la situación de su país de origen a través de los relatos de sus padres pero la comunicación con ellos es más analógica que digital, la tecnología no es para él. Mientras hace el gesto de presionar teclas en un teléfono imaginario y no de pantalla digital, cuenta que la información que reciben sabe que “está editada” por sus padres que prefieren no alarmarlos demasiado.
También tiene la versión de los amigos que dejó. Una familia como la suya y con un niño de edad similar que no habla, a diferencia de Tymur que es parlanchín, tampoco puede controlar su esfínteres porque el estrés y el miedo se apoderan de él: tiene que dormir en un pasillo con las ventanas tapadas con cartones que impiden la entrada de luz y aire.
En una ocasión, cuenta Dimitro, cuando iba al trabajo el automóvil que iba delante suyo fue tiroteado frente a un retén; a él sólo lo revisaron y después le dejaron ir.
Yanina
Nació en Gorlovka al igual que Dymitro pero un año después, en 1986.
Su ciudad natal también es ese pueblo ucraniano erigido sobre un yacimiento de carbón en 1906 y que en la década de los 60 emprendió carrera económica en la industria química para poder adaptarse a los cambios de hábitos energéticos que prefirieron adoptar el gas como una fuente de energía más limpia y práctica.
Antes de huir de su pueblo, era profesora y secretaria de medio tiempo. Su principal don, es ser políglota. Yanina habla ruso, ucraniano, inglés, francés y español. Sus días como docente tampoco eran muy complicados ni muy diferentes al del resto de sus colegas en todo el mundo. Su principal tema de preocupación eran el de sus alumnos: los deberes, los exámenes. El fin de curso.
Una pashmina con motivos azules y verdes que hace las veces de bufanda, cazadora marrón y una tez blanca color porcelana, provocan que su acento afrancesado la confundan como una comunitaria más de Málaga en España. Pocos acertarían al saber que en realidad nació en un país que ya no existe: La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas URSS.
En la mesa encuentra su teléfono móvil y un trozo doblado de cartulina rojo que no es otra cosa que la identificación provisional otorgada por el gobierno de España, mientras se resuelve su situación en el país como refugiada.
Aunque es otoño, la ciudad se niega dejar el calor. A este fenómeno los malagueños le llaman el ‘veroño’: un otoño con temperaturas veraniegas que empiezan lentamente a bajar. Nunca similar al glaciar de Ucrania, pero si lo suficiente como para desempolvar los abrigos de los armarios.
Los padres de Yanina, entraron en la era del siglo XXI, tienen Internet en su casa y eso facilita las cosas, pueden hablar y verlos e intentan hacerlo a diario aunque no siempre es posible por la situación de allá. Ellos describen una ‘normalidad que les permite salir y pasear un poco, pero que se ve interrumpida por una semana o más en la que no pueden salir ni a la calle, ni ver la luz del sol’.
—Tuvieron que acoplar una cama y cuando empiezan los disparos ellos tienen que bajar y refugiarse —cuenta Yanina a kilómetros de distancia tras un año de huir de Ucrania.
Ucrania: un hombre, un arma
Gorlovka es la ciudad donde vivía la familia Vikhrov en Ucrania.
También viven ahí los suegros de la joven pareja, incluso sus abuelos, el origen ucraniano les viene de lejos, aunque tienen familia en Rusia. Cuando la independencia, los territorios cambiaron de gobiernos, nacionalidades, ahora viendo Ucrania a los lejos, Yanina, Dymitro y Tymur, tienen familia en el extranjero.
De la casa al trabajo y viceversa era el día a día de una familia normal ucraniana. Trabajar para vivir cómodamente y tener sus lujos, dinero para viajar y dos coches, porque los dos trabajaban en diferentes lugares. Con un buen lugar para vivir, con trabajo y un pequeñín de cuatro años, el futuro lo veían con alegría.
Ucrania se convirtió en país independiente de la Unión Soviética de Mijaíl Gorbachov en 1991 y desde ese momento empezó el conflicto. La pérdida del territorio, poder y casi 46 millones de habitantes no es cosa menor. Desde ese día y hasta ahora con el nombre de Rusia, esta nación ha intentado mantener su influencia sobre este país a través de la política o económicamente mediante el control de diversas mercancías o negocios.
El conflicto actual comenzó prácticamente por las mismas razones, el país se divide entre aquellos que añoran las condiciones que tenían con la URSS, conocidos como los pro-rusos y los que buscan acercarse hacia la Unión Europea, llamados pro-occidentates, lo que llevó a las calles a la milicia y armar a la población civil: un hombre un arma.
El ruido de las balas se volvió un acompañamiento acústico en una ciudad cuyos habitantes tienen que sobrevivir con lo poco que tienen, con cortes de luz y gas que se soportan en los meses cálidos pero se sufren en el invierno.
Málaga: zapatos rojos
Yanina y Dymitro están sentados en la Cruz Roja en una oficina pequeña improvisada para contar su historia. Tiene de fondo tres banderas y una pared acristalada transparente con múltiples cruces blancas y rojas. El acento afrancesado de Yanina la delata.
La violencia no es exclusiva de conflictos bélicos, hay diferentes víctimas.
En Málaga, la Cruz Roja intenta sensibilizar sobre la violencia de género con la campaña Zapatos Rojos. Una docena de tacones, balerinas, sandalias y botas aparecen en cada escalón que conduce a la sala donde está Yanina. Cada zapato representa a las mujeres asesinadas por violencia de género.
—Ellos no están bien —son las palabras más duras de Yanina con la voz entrecortada analiza la situación.
Intenta contenerse con los dedos para no llorar, y esboza una sonrisa para evitarlo, incluso lanza un “lo siento”.
Sus padres están solos y recordarlo a viva voz hace que sus ojos se pongan rojos, las lágrimas empiezan a brotar, sus dedos se mueven con rapidez, los pañuelos desechables aparecen para ayudarla “Como todas las chicas” comenta con actitud vencida refiriéndose al llanto que cubre sus mejillas.
La vida de este matrimonio es muy diferente hoy.
De la comodidad de la casa propia y de dos vehículos, han pasado al piso comunitario, un lugar compartido con otras familias también refugiadas de Siria, China, Marruecos y otra ucraniana. Comparten dos cocinas y tres baños, cada uno tiene su habitación. Realizan actividades, juegos con los niños, y conversan de cualquier tema excepto de los conflictos de sus respectivos países. La gastronomía malagueña les gusta, el pescado y marisco es más accesible que en Ucrania y hay más bares y restaurantes que sirven comidas donde el mar es el protagonista.
El centro de refugiados es el lugar donde pasan la mayor parte del tiempo, ahí hacen vida cotidiana, pero la Cruz Roja, también les organiza una serie de actividades para su integración en la sociedad española, visitas a museos, excursiones, además de cursos de idiomas y de capacitación como el que Dymitro comenzó para su formación como recepcionista de un hotel.
La travesía
Kiev fue la solución más inmediata que encontraron para no correr la misma suerte que su vecino arrestado; o que el hombre en el retén; o que el niño que no duerme y se caga por la noche al compás de los morteros.
Que no quieren el calvario de muchos otros compatriotas.
La situación en Gorlovka se complicaba día a día y optaron por salir hacía la capital, ahí tras dos semanas esperaron con cierta ingenuidad que las cosas se tranquilizaran pero no fue así.
Compraron un boleto de avión hacia Barcelona, España. Tenían dinero ahorrado y podrían pasar un tiempo de turistas mientras se calmaban las cosas y el conflicto terminaba y así evitar el trauma de un niño de cuatro años que no entiende por qué lo despertaron esa noche, pero la situación lejos de solucionarse fue empeorando.
Primero Barcelona, después ocho meses donde una amiga en Madrid. El dinero que hasta entonces no era un problema, se acabó.
La ayuda más inmediata fue la Cruz Roja en Madrid, retornar es imposible. Las bombas han destruido el aeropuerto de la región, incluso el estadio Donbass Arena, sede de la Eurocopa 2012 donde el equipo ucraniano FK Shajtar Donetsk fue atacado. Dymitro era abonado del equipo ahora sus gustos han cambiado y profesa ser hincha del Real Madrid.
Madrid, sin embargo, es una opción saturada, demasiados frentes abiertos en el mundo, muchas guerras y conflictos colman las solicitudes de acogida y la capital no es factible, los meses pasan y la espera llega a su fin: La Cruz Roja encuentra una plaza para ellos pero hay que viajar al sur.
Málaga es la opción, la ciudad natal de Picasso, de la Costa del Sol. La decisión es sencilla, para ellos lo importante es tener un lugar para vivir.
Alojados en el Centro de Refugiados, se instalan mientras su situación se regulariza. Los trámites son largos, los papeles que portan son temporales, España tiene que decidir conforme a la información que los tres ciudadanos ucranianos le otorgan y la situación de riesgo que supone el regresar a su país de origen para que se les reconozca la solicitud de protección internacional.
La Cruz Roja logró ampliar de 22 a 42 las plazas disponibles en la provincia gracias al Real Decreto Extraordinario, que el gobierno aprobó en septiembre del 2015. Esta ordenanza busca ampliar las ayudas a los refugiados y en el caso concreto de Málaga, servirán para afrontar otro de los problemas que requieren la atención de Europa: la llegada de inmigrantes a la costa que huyen desde África hasta la ciudad de Melilla.
Es prácticamente imposible la batalla para lograr un lugar en el saturado Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes, primer lugar donde se accede al continente desde el Mediterráneo en busca de un lugar mejor.
Hoy, a un año de haber dejado atrás Ucrania y sus temperaturas bajo cero, la comida típica española es del agrado de la pareja. La paella que tanto gusta a los extranjeros en las terrazas al lado del mar, no es la excepción para ellos. Sin embargo, el gazpacho los divide: mientras que a Yanina le agrada, a Dymitro no acaba de convencerle. Gracias a la Unión Europea, los alimentos originarios de Ucrania son fáciles de conseguir y algunos sabores y olores le regresan un pedazo de patria.
Yanina obtuvo un contrato para un empleo temporal como parte de un proyecto de integración en McDonald’s en una nueva franquicia que se abrió en Málaga. Fue seleccionada para laborar allí despachando hamburguesas.
Dymitro no ha tenido suerte laboral pero continúa con sus cursos de formación mientras el desempleo en España ronda en más de cuatro millones de personas.
Hoy, los Vikhrov los invade la nostalgia aunque el anuncio que acaban de escuchar no les sorprende. La Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos advierte sobre las violaciones sistemáticas de las garantías básicas en el este de Ucrania. Como ejemplo están los bombardeos, ejecuciones, detenciones arbitrarias y torturas. Cinco millones de personas permanecen en zonas de conflicto, entre ellos sus padres, amigos, los amiguitos de Tymur. Hasta mayo del año pasado, 6 mil ucranianos perdieron la vida, otros 16 mil fueron heridos.
Para Tymur el principio fue complicado. Los niños no lo entendían y él tampoco. El ruso, ucraniano y el español son una mezcla complicada para un infante de cuatro años, la frustración le llevaba al llanto hasta que aprendió a relacionarse en castellano con los niños del jardín. Ahora su español es más fluido, va a la escuela y está contento, incluso a veces le reclama a Yanina cuando no le entiende las frases en español. Las actividades para él, dentro de la escuela y del comedor comunitario, hacen que cada día se convierta en un malagueño más. Tymor Crece ajeno a la palabra guerra, cerca del mar donde le gusta romper las olas con los pies.
Por: MODESTO FRÍAS
Nacido en Ginebra, Suiza, este español, chilango por adopción, vivió durante casi 30 años en la Ciudad de México; ha sido colaborador de diario Excélsior y trabajado para empresas del sector informático. Hoy utiliza la pluma para describir lo que ve, a través del periodismo y compartiendo el sabor de la cocina mexicana.
Utópicos web 2.0 reproduce un especial periodístico de nuestro medio aliado mexicano www.lopolitico.com
Sin maletas busca crear conciencia sobre la migración forzada como una problemática mundial y reconoce las contribuciones positivas que los refugiados aportan a las sociedades en las que conviven. Con este trabajo periodístico, queremos promover la tolerancia y la diversidad, conocer si los valores fundamentales de la protección de la vida y la defensa de los Derechos Humanos, pueden librarse de los prejuicios cuando tocan a tu puerta. Las historias que aquí se publican, son para que se compartan libremente con la única intención de contribuir al debate informado.
TERCERA ENTREGA
“Cuando los elefantes luchan, la única que sufre es la hierba”.
Antiguo proverbio africano
Esta historia comienza un domingo, a la hora del desayuno. Los once están sentados a la mesa y en los tres sillones contiguos del angosto comedor, fingiendo que no pasa nada, que es un domingo más. El sol asoma por el ventanal y le ilumina el oscuro rostro a Martina: una mujer de 38 años, oriunda de la República Democrática del Congo, África, que viste una camisola negra, una pollera larga de varios colores y una peluca castaña oscura de pelo lacio, que apenas le roza la nuca. Su verdadero pelo es corto y crespo, suave como una lana de acero, pero cuando sale de su casa suele tapárselo con la peluca o con un pañuelo de arabescos naranjas, amarillos y azules.
Su mirada es profunda y achinada. No la decora con maquillaje. Sus pómulos son generosos y su nariz tiene forma de cereza. En sus años de estudiante de psicopedagogía, su cintura fue fina. Ahora su cuerpo de curvas generosas está semi volcado sobre la mesa, sirviéndoles dos docenas de croissants a sus diez hijos –Silvia, Kevin, los mellizos Carla y Carlos, las mellizas Ana y Anette, Fortunata, Huberto y los mellizos Benedicto y Benedicta- junto con las bebidas.
Comer en la casa de Martina Kyakimwa Kitsa y su marido Pascal Kamate Kavigha, también del Congo, es como una reunión de cumpleaños constante. Su hija mayor, Silvia de 16 años, junto a Carla de 13, son las únicas que la ayudan. El resto se dedica a ser niños.
—Yo quiero té, mamá – le dice Kevin, el más alto, flaco y mayor de los hermanos varones, en swahili, la lengua africana que hablan en la casa, además del francés. —Yo, leche –le pide Carlos a su melliza Carla. —Yo té, también –indican Ana y Anette de 11 años, sacudiendo las extensiones de lana marrón que llevan en su pelo. —Yo también –dice la coqueta de Fortunata de 7, mientras se acomoda el vestido negro de seda que le pasa las rodillas.
De fondo, se escucha un coro de “y yo, y yo, yo” del inquieto Huberto de 5 años y los hermanos menores, Benedicto y Benedicta.
En otro sillón del comedor, que está frente a los demás, como un espectador, está sentado Pascal. Recién se une a la escena cuando Silvia le sirve agua caliente en una taza de otra época.
Los niños, sobre todo las niñas, se ríen de la peluca de su madre. La más pequeña, Benedicta, con su cuerpo diminuto y cara de muñeca, intenta pararse arriba de una de las sillas de caño para alcanzar a Martina, sacarle la falsa cabellera y ponérsela ella. Algunos mechones le tapan los ojos.
Todos ríen.
Al terminar el desayuno, cada niño sabe qué hacer: algunos levantan la mesa y llevan las tazas sucias a la cocina, otros se van a cambiar a los dormitorios.
Ana, callada, hace sonar a Daddy Yankee en Youtube en la sala de la computadora de azulejos celestes, que antes era un baño.
Los más pequeños se van al patio trasero -rodeado de sogas con ropa colgada, caniles con conejos, una pileta de plástico y una jaula con una gallina que le cuidan a un vecino- a reírse de Huberto, que minutos atrás se había quitado toda la ropa: corre desnudo por el patio.
Una de las hijas más pequeñas, Benedicta, haciendo de fantasma
Mientras tanto, su hermana menor, Benedicta, se cubre su cabeza con una caja de cartón y se convierte en fantasma.
—Buuu, buuu -le dice a sus hermanos.
Hasta que Martina les grita a todos que se apuren y a Huberto que se vista que faltan pocos minutos para las once de la mañana, ese horario en el que asisten religiosamente cada domingo a misa. Todos le hacen caso. Empiezan a salir del hogar de fachada amarilla y techo de tejas y caminan unas pocas cuadras hasta la Iglesia.
Martina en la puerta de su casa en Buenos Aires.
Pascal y su familia corren peligro. Varias veces han recibido llamados de parte de hombres que se hacían pasar por amigos suyos al teléfono de la casa, preguntando por él. Los niños saben que si alguien pide por su padre, tienen que decir que es número equivocado.
A la salida de la misa, Pascal con su camisa blanca dobla en la esquina de la calle de la Avenida de la Misión al 100. El barrio es de construcciones bajas, muchas de madera, de la localidad de Hibi, en la ciudad Goma, capital de Kivu del Norte, en la República Democrática del Congo.
Ve que en la puerta de la casa hay dos hombres esperándolo. Se adelanta y les pregunta qué está sucediendo.
—Cuídate Pascal. Conocen todos tus movimientos. — ¿Quiénes? —Tienes suerte, nosotros sabemos que sos una buena persona, que ayudas a la gente y no te queremos matar. Pero hay otras personas, esta noche, que van a venir a tu casa. Cuidado, esta noche es tu último día.
Pascal Kamate
Dominado por el miedo, Pascal decide avisarle a la policía y esa noche todos en la familia, incluida Martina, duermen en casas separadas.
Durante la madrugada, cinco hombres traspasan las altas rejas negras del angosto jardín de su casa de Goma. Lo hacen de manera sigilosa, evitando el crujir de las hojas y las piedras volcánicas que pisan. La policía ve la escena detrás de los arbustos de un vecino. Cuando observan que estos individuos intentan forcejear la puerta blanca de madera, empiezan a disparar. Todos salen corriendo, menos uno que queda tirado en el suelo. Los oficiales se le acercan. Sus signos dejaron de ser vitales. Le revisan los bolsillos y encuentran una foto carnet de un hombre de piel de chocolate, frente ancha, pelo crespo cortado al ras, ojos oscuros, bigotes finos y camisa blanca. Es Pascal.
Inmediatamente, lo llaman.
— ¿Vos tenés problemas en el trabajo, Pascal? —No. — ¿Conocés a una persona que se llama Bachi? —Sí, si yo la conozco. Trabaja conmigo. —Ah. Bueno, esta persona trabaja con la milicia, ha dado tu dirección, tu foto y fue la que te estuvo llamando por teléfono.
Sin dudar más, aunque el miedo y el desconcierto lo acompañan, Pascal decide dejar el centro del continente africano para irse hasta Butembo, 300 kilómetros al norte, donde viven sus padres y abuelos.
Mientras tanto, Martina se queda en la casa con sus hijos. Ella insiste en que sigan con su agenda habitual –cada día de la semana, la cena está a cargo de un hijo distinto- y que continúen yendo al colegio y al jardín, que tanto esfuerzo le demanda: en África la educación y la salud son privados.
A la tarde, cuando están todos en la casa, hay algunas risas, pero también temor.
Cuando el alma no está tranquila, se nota por todo el cuerpo, sobre todo a la hora de la oscuridad.
Desde las seis de la tarde hasta las ocho de la noche, la Sociedad Nacional de Electricidad corta el suministro de energía en todo el Congo, un servicio al que sólo el 16% de la población accede.
En este contexto, la familia de Martina y Pascal tienen un bien de afortunados y para los momentos del “encendido-apagado”, cuentan con una lámpara de querosén. Sin embargo, Martina no tolera que el gobierno tenga complicidades con las milicias.
Al momento de oscuridad, los delincuentes con armas se aprovechan y asaltan a la gente. Es muy difícil identificar una persona que viene enmascarada. Entran a las casas y gritan todos al piso. Primero piden los celulares a la mesa, para que no llamemos a la policía, les sacan los chips y los tiran. Otros, se quedan en la puerta para controlar que nadie entre ni salga. A partir de las 8:30 o 9, cuando vuelve la luz, empiezan las noticias en la tele sobre los lugares donde entraron a robar y mataron gente.
¿Qué pasa en el Congo?
La República Democrática del Congo es una de las locaciones de esas películas donde Leonardo Di Caprio, procedente de algún país del primer mundo, lucha por apropiarse de las riquezas naturales africanas, como los minerales – allí está el 80% de las reservas del coltán, conocido como oro gris, que permite que los teléfonos celulares de todo el mundo funcionen-, y desata una ola de conflicto locales e internacionales. La única diferencia es que esto no es ficción.
Hace 25 años que en esta parte de nuestro país, en el este del Congo, hay problemas de guerra: hay guerra civil, guerra política, guerra mineral.
Las milicias transformaron el lugar en un infierno.
Las más de 500 tribus que hay en Congo tienen sus propios grupos armados con el fin de controlar la riqueza natural, sobre todo dominar las zonas donde están las minas de coltán. A este escenario hay que sumarle los poderes gubernamentales que bajo el objetivo de instaurar la paz, establecen lazos políticos y económicos con estos grupos.
Desplazados congoleños huyen de enfrentamientos armados.
Martina es una mujer que cuando habla multiplica sus 38 años: parece una de esas ancianas sabias que aprendió de su vida lo suficiente para ahora transmitir la experiencia en forma de leyendas o fábulas.
En el Congo, el pueblo no tiene derecho. Cuando los elefantes se pelean son las yerbas que sufren. Cuando la población sufre, no sabemos bien qué sucede. Pero los gobiernos sí. Ante eso, a nosotros sólo nos queda, defendernos.
Martina conoció a Pascal en Goma. Ella estudiaba psicopedagogía y él era trabajador social. Se llevan diez años. A los 21 de ella, se casaron, como lo hacen la gran mayoría de parejas africanas: la familia del novio paga a la de novia entre U$3000 y U$5000, y llevan adelante una ceremonia religiosa -ellos son católicos protestantes- con muchos familiares; menos la madre de ella que al vivir lejos, no pudo asistir y recién vio a su hija, tiempo después, con el vestido blanco, el tul sobre la cabeza y un collar de flores fucsias naturales en una fotografía.
Casamiento de Martina y Pascal en El Congo.
Por el trabajo de Pascal, decidieron quedarse a vivir en Goma. Él integra la Federación Luterana Mundial. Allí se ocupa de brindar asistencia a los miles de desplazados internos que hay en África. Es que la ciudad donde viven tiene una posición estratégica: está justo en la frontera con Ruanda, donde fue el genocidio en 1994 -el intento de exterminio de la población tutsi por parte del gobierno hegemónico hutu- que terminó con una cifra de víctimas que rondó el millón.
Por eso, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), hay 247.033 refugiados en Congo – en todo África hay alrededor de 5,4 millones de desplazados y la mayoría son de Ruanda y de República Centroafricana- que necesitan protección y asistencia. Esta situación hizo que en la última zona se sufriera una grave crisis humanitaria por la falta de agua y comida.
Conseguir armas en Congo es tan sencillo como comprar una Coca Cola. Por diez dólares te dan una.
En este contexto, el rol de las ONGs se vuelve fundamental. Hay 250 ONG en África, incluyendo a 60 organizaciones nacionales.
Para ellos, todo empeoró cuando llegaron las elecciones en 2011. Como Pascal conocía la zona de conflicto, era bienvenido en las comunidades más difíciles de acceder y fue convocado por diferentes organismos internacionales a ser observador. El favorito en las elecciones era el actual presidente, Joseph Kabila, hijo de Laurent-Désiré Kabila, presidente desde 1997 hasta enero de 2001 hasta que fue asesinado durante el transcurso de la Segunda Guerra del Congo. Su hijo ganó las elecciones presidenciales de 2006 por lo que continuó en el cargo. Su partido político es el Partido del Pueblo para la Reconstrucción y la Democracia.
Pascal recorrió la región y denunció lo que vio:
El presidente tenía buena relación con las milicias. Entonces al momento de la votación, la población decide hacerle la contra a las milicias y no lo votan. Pero los militares que controlaban las urnas venían con armas, obligaban a la gente a elegir las boletas a su favor.
Después de dos postergaciones -sin embargo- los resultados oficiales de la Comisión Electoral del país africano dieron a Kabila como vencedor de los comicios con el 48% de los votos, mientras que su máximo rival, Etienne Tshisekedi, obtuvo 32%.
Ante los medios internacionales, Pascal relató el fraude: cómo las tropas llegaban a los lugares de votación, los desalojaban y completaban las planillas a favor de Kabila. El International Crisis Group alertó para los días siguientes un posible recrudecimiento de la violencia ante las incipientes dudas sobre la legalidad de los comicios, casos de intimidación a los votantes y desaparición de papeletas.
Cuando las milicias pertenecientes a la tribu de los Hunde se enteraron de la participación de Pascal, comenzaron a buscarlo para matarlo. No fue el único blanco: esos días al menos 18 personas murieron en enfrentamientos.
Según el coronel congoleño Baliwa Flamand, Kabila siempre fue el «candidato» elegido por Occidente, al ser «mucho más maleable» que líderes como Tshisekedi, exministro durante la dictadura de Mobutu Sese Seko y autodenominado el Mandela del Congo: “la comunidad internacional no tiene una verdadera disposición en acabar con la infamia del país”.
Martina continúa sola en la casa con sus hijos. Este tiempo de espera no es sencillo para ella. Conoce por experiencia propia de lo que son capaces de hacer las milicias a mujeres solas. Entre los nacimientos de sus hijos, formó parte de la Asociación Solidaria Francesa, donde promovía el cumplimiento de los derechos de las mujeres y niñas que fueron violadas por integrantes de las milicias; y de los bebés mal nacidos, fruto de estas violaciones. Ella escuchaba a estas mujeres y las aconsejaba. Trataba de lograr que las familias vuelvan a aceptarlos.
Estos niños son mal queridos. Nosotros en francés les decimos “les fils non reconnu », el hijo que no es reconocido. Te asaltan, te violan delante de tu suegra, de tus hijos, delante de tu marido, o te piden de tener relaciones sexuales con tu marido delante de tus hijos.
Martina cocinando en su casa
La lucha es una marca más en la oscura piel de Martina, pero sabe que no puede vivir continuamente así.
Mi padre me decía que en la vida uno tiene que decir que nació “gagner”, ganador.
Por eso, debía tejer una estrategia para irse de la tierra que la vio nacer y que ahora quiere a su marido muerto.
Martina de bebé con su madre y hermanos
Durante la estancia en casa de su padre, Pascal recordó que había entablado una amistad con un compañero latinoamericano, Marcos, que le hablaba mucho de su país. Un país muy extenso, alejado del sur. Un país totalmente desconocido por Pascal: Argentina.
La mayoría de los congoleños nos vamos a Europa o Estados Unidos. Pero cuando mi amigo me habló mucho de Argentina, que es un país en paz. Me gustó mucho.
Pascal llama a Marcos.
—Estoy siendo amenazado, no sé qué puedo hacer –le dice Pascal a Marcos. Su voz se siente serena, pero tiene miedo. Más miedo que el que jamás sintió en su vida. —Como te expliqué antes, Argentina es un país en paz para que te puedas mudar allí. Yo puedo ayudarte –le responde su amigo.
Pascal le comenta la idea a Martina de irse solo a Argentina, ver qué puede hacer allí y después que viajen todos. Ella acepta. Este amigo lo ayuda a hacer los papeles. Pascal viaja primero a Nairobi, Kenia, para pedir la visa y después ir a la embajada argentina en África, donde su amigo le envía una invitación para que sea recibido en su país.
Luego de tres semanas de trámites, Pascal llama a Martina para despedirse. Del otro lado del teléfono, sólo la escucha llorar.
—Ya no tengo dinero y sigo recibiendo amenazas. Yo sola no puedo seguir, es muy difícil. No quiero ser una viuda con diez hijos. Mejor vayamos juntos a buscar una oportunidad donde sea.
Entonces Pascal vuelve a hablar con su amigo Marcos, quien le presta plata para que también le haga los papeles a su señora y los tres hijos más pequeños, Huberto y los mellizos Benedicto y Benedicta.
Si tenemos que pensar en el futuro, en francés se dice “Ne pas se croiser des bras”. No podemos cruzar los brazos. Si nosotros cruzamos los brazos, ya seríamos todos esqueletos.
Casi un mes después del intento de asesinato, Pascal y su amigo, a través de una agencia de viaje argentina, consigue que le presten los boletos de viaje –cada vuelo está cotizado en U$3.000- con la condición de que al llegar al país pague los boletos. Martina le comunica al resto de sus hijos que no pueden viajar todos, que debe quedarse con sus tíos y esperar noticias de ellos. Cuando están en el colegio, ella arma un pequeño bolso con un poco de ropa de ella y los más pequeños, y muchos pañales.
—Mamá, ¿te vas? -le pregunta Fortunata de cuatro años, la única niña que queda en la casa y que no viajará con ellos. —Yo tengo documento. ¿Me puedo ir contigo? —Ahora no. —Yo creo que un día, usted va a venir a buscarme. —Sí, lo haré. —No me olvides.
Martina sale de la casa, atraviesa el angosto jardín y viaja más de un día entero, con los tres niños a cuestas, en tres autobuses hasta llegar a Nairobi, donde estaba Pascal. El 1 de marzo de 2012 se suben a un avión en el Aeropuerto Internacional Jomo Kenyatta en Kenia, que hace escala en Amsterdam, para luego partir rumbo al Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, en Ezeiza, Buenos Aires.
Al aterrizar en Argentina, sienten alivio y a la vez temor. Marcos, a lo lejos, reconoce el rostro de Pascal y corre a recibirlos. Pasan el primer día con él y después van a una casa de campo a las afueras del centro de Buenos Aires, en Loma Verde, Escobar. Por ser de una conocida de Marcos, pueden quedarse a vivir, pero bajo la condición de que Pascal, el trabajador social de manos suaves, fuera el casero. Debe arar la tierra y cuidar los caballos y los perros.
Al amigo que los ayudó le tocó seguir viajando por trabajo, así que no vuelven a verlo por mucho tiempo. Su nueva rutina ahora es cuidar esa casa, vivir de la tierra, cortar el pasto, atender a los animales y limpiar. No pueden hablar con nadie porque no entienden el español -la única palabra que saben es hola porque la conocieron cuando bajaron del avión- ni tampoco tienen nadie con quien hacerlo: alrededor de la casa sólo hay pastizales.
Viven una vida muy alejada de la que ellos imaginaron. Lo más grave de todo es que no pueden comunicarse con el resto de sus hijos que están en casas de familiares en el Congo porque no tienen a quién pedírselo, no saben cómo, ni tienen dinero para hacerlo. Lo que ganan al mes, U$200, deben dedicar la mayoría al crédito de los pasajes.
Ya pasamos un año sin hablar con los chicos. No sabemos dónde están. Vivimos una vida muy difícil, muy complicada. No, no, con esta vida no. Me he dicho no. Prefiero volver a África porque esta vida es muy complicada. No sé cómo están los chicos, qué están estudiando.
Martina con sus dos hijos en Argentina.
Martina sabe que la vida en África es aún más difícil, pero la extraña. Al pasear por el parque de la casa, cargando en el pecho y en la espalda a Benedicto y Benedicta de un año y medio por una tela cuadrillé ajustada a su cintura, se le viene a la mente los días en su tierra: su casamiento a los 21 años. Sus tardes de cintura fina en el colegio pupilo. Las horas que pasaba haciéndose peinados naturales con trencitas. Sus tíos, esas personas imprescindibles en su familia, como en todas las familias africanas. Sus días en la Asociación Solidaria Francesa, tratando de aliviar el dolor de muchas mujeres. Su deseo de estudiar enfermería. Los otra vez de Pascal, cada vez que le decía que estaba embarazada. El momento en que el médico se negó a ligarle las trompas porque era muy joven. Los hijos que llegaron después. Sus tardes de juventud, jugando al básquet con sus amigas, vistiendo ese uniforme fucsia y turquesa.
Martina con sus compañeras de Básquet en El Congo.
A cada circunstancia tenemos que decir gracias de no estar en la calle. Estamos felices, aunque no entendamos el español.
Un par de meses después, se animan a caminar la zona. Así descubren una Iglesia a pocos kilómetros de la casa y un domingo van a misa. Para ellos fue un alivio sentirse un poco como en África, aunque la gente los observara.
Ponían cara de mirá esta familia de negritos. Pero a nosotros no nos importaba.
Al final de la ceremonia, una señora se les acerca y les pregunta en español dónde viven. Ellos no saben cómo explicarle.
Pero la sociedad africana es muy de los gestos. Así que con gestos le pedimos que nos acompañe.
Una vez que vio dónde vivían, se dio cuenta que ellos hablaban francés, al igual que ella que es maestra de francés.
Entonces a partir de ese día, comienza a ir todos los martes y jueves a enseñarles español.
Al tiempo, un amigo de Marcos va a visitarlos.
—Pascal, ustedes no pueden vivir así. Hay una agencia que se llama Conare (Comisión Nacional para los Refugiados) que es la encargada de emitir las certificaciones para ayudar a los refugiados. Tenés que empezar el trámite con ellos y contarles tu historia.
***
Ya había pasado un año desde su llegada. Un año difícil: apenas sabían hablar español, casi nadie conocía de su existencia y aún seguían sin saber nada de sus hijos. Comenzaron el trámite en Conare, como está establecido, con una solicitud por escrito. Hicieron una larga exposición en francés donde explicaron las razones por las que en su país no había garantías de seguridad para vivir. Por año, las solicitudes que se reciben en Argentina, rondan las mil.
Según ACNUR, en el mundo hay 59,5 millones de personas desplazadas por la fuerza, obligadas a irse de sus casas porque su país es incapaz de protegerlo por sufrir persecuciones de raza, religión, nacionalidad, u opiniones políticas. De ellos, 19,5 millones tienen el status de refugiados, es decir, que reciben protección de un Estado que no es el suyo. En Argentina, hay 3523 refugiados. La mayoría proviene de Perú, Siria, Colombia y Cuba. Los congoleños son menos de 50. Martina y Pascal quieren estar dentro de esa cifra.
En medio de la espera por el certificado, Pascal consigue, a través de un amigo de Marcos, otro trabajo en una empresa de catering como ayudante de la cocina. Cada mañana, se levanta de madrugada para ir viajando a su nuevo trabajo y tratar de volver lo antes posible para cumplir con las tareas de la casa. Pero cuando la dueña de la casa se entera, no le gusta la idea.
—Pascal, no lo quiero más en mi casa. —Perdón, señora. Es que necesito más dinero para mi familia. —Pascal, no lo quiero más en mi casa. —Deme un mes para buscar dónde vivir, por favor. —Tiene dos semanas.
Con su amigo se pusieron a buscar casas de alquiler. Él le comenta el problema a otro y ese a otro, hasta que uno de ellos se comunica con una mujer, que tiene una casa de fachada amarilla y techos de teja en Martin Coronado, un barrio tranquilo de clase media, casas bajas, calles de asfalto y veredas con pasto, en Buenos Aires. La vivienda tiene tres cuartos, patio y dos baños, uno que no funciona bien. Ella, con un look a lo Jane Goodal, acepta tomarlos sin condicionamientos y más adelante se convertirá en una gran amiga.
Vivir acá es otra cosa…. Hay vecinos, conocemos a mucha gente. Empezamos a hablar con ellos y cada sábado vamos con ellos a jugar al fútbol y a la iglesia.
Sin embargo, hay algo que no está bien. Estar lejos del resto de sus hijos y no saber nada de ellos los está carcomiendo por dentro: ninguno puede dormir y tienen dolores intensos en el pecho, sobre todo Martina, que engordó más de seis kilos ya que lo único que le calma la ansiedad es comer.
En África no se habla mucho: cierra tu boca y mira, porque cuando uno mira va a encontrar el camino. Cuando escucha, te van a explicar lo que pasa. Pero si usted abre su boca, la boca tiene la lengua que es lo más peligroso de todo. En África se dice que la lengua es una carne rica, pero muy peligrosa. Hay que medir lo que usted quiere sacar de su boca. Yo le pedía a Dios que nos dé su mano, que se ocupe de ellos, de mis niños. Nosotros los africanos tenemos que tener la mirada más allá de la nariz. Para ir hacia delante, tenemos que luchar, progresar.
Después de un año y medio de espera y de no saber nada de ellos, finalmente pueden comunicarse con los niños, que están en casas de sus tíos. Al escuchar la voz de sus padres al otro lado del teléfono, lloran.
—Nosotros pensamos que todos estaban muertos –le dice Silvia y corta la comunicación.
Vuelven a llamarlos varias veces, hasta que entendieron que sus padres y hermanos estaban a salvo. Unos meses después, reciben la respuesta de la CONARE: son admitidos como refugiados en Argentina. Ahora sólo les resta luchar por los siete hijos del otro lado del Atlántico.
Una vez con todos los papeles, desde Conare y ACNUR, le informan que pueden empezar con la reunificación familiar. Lo primero que deben hacer es juntar a todos los hermanos. Como los padres no tienen los medios económicos para traer a sus hijos, pero ya cuentan con el status de refugiados, Conare, ACNUR y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) logran iniciar los trámites para sacar a los chicos bajo un cuidado operativo. Una vez que logran reunirlos, pueden viajar.
*** Al llegar al aeropuerto de Ezeiza, el 29 de abril de 2014, a Martina y Pascal les late el corazón más fuerte que nunca. Sus manos están húmedas. De tan sólo pensar que van a volver a ver a la siempre dispuesta y responsable Silvia, al pequeño adulto Kevin, a los alegres Carlos y Carla, a las cariñosas Ana y Anette, y a la coqueta Fortunata, la sonrisa y los nervios se vuelven permanentes.
Al final del tumulto de gente que espera – algunos se los ve emocionados, a otros aburridos con sus carteles escritos a mano o en computadora, esperando quién sabe a quién- están Pascal, Martina y sus tres hijos. No quitan la vista de la puerta de migraciones. Los funcionarios de ACNUR y Conare los acompañan, expectantes.
Como si fuera el telón de un teatro, las puertas automáticas se abren y se cierran. Se abren y se cierran. Se abren y cierran. Se abren y como acto final de la obra, allí aparecen ellos. Los padres tardan unos segundos en reconocer que no es un sueño. Al atravesar el portal, ríen y lloran. Están tan grandes y a la vez tan iguales. Martina siente que se le quiebran las rodillas, pero toma fuerzas y corre a abrazarlos. Pascal los aprieta bajo sus brazos, los separa de su cuerpo, los mira y vuelve a abrazarlos. Siente que fue ayer y a la vez una eternidad desde que se despidieron en África. La gente de alrededor los mira y llora también, muchos sin saber muy bien por qué.
*** Al llegar a la casa amarilla de Martin Coronado, ya poco importa:
Hoy todos estamos con vida, todos juntos. Tenemos la alegría.
Con una familia tan grande la organización en casa es primordial.
Las risas día a día se apoderan de la casa. Los chicos practican español al escucharlo en los noticieros, en los programas infantiles y en canciones de cumbia o reggaetón. Más tarde, logran estudiarlo en la escuela. Todas las mañanas, cuando Pascal se va a su trabajo -ahora es administrativo en las oficinas de Conare- Martina les prepara el desayuno a los más pequeños y los lleva al jardín. Los grandes se van al colegio solos en tren. Cuando Pascal vuelve, pasa a buscarlos. Martina por las noches duerme, aunque no puede hacerlo siempre en casa con sus hijos: consiguió un trabajo en el que cuida a una señora mayor y la única noche que pasa junto a su familia es la de los sábados. De la cena, se encarga cada día de la semana un hijo diferente, como lo indica el cartel azul que tienen pegado en la mesa de la cocina.
En el barrio, son populares. Su puerta siempre está abierta a las visitas. Los vecinos ya no les preguntan de dónde son, ni ellos les responden del otro lado del océano.
Los fines de semana, muchos amigos de los chicos pasan a buscarlos para ir al jugar al fútbol o salir a caminar. También les tocan el timbre conocidos de la Iglesia para saludarlos y dejarles regalos, sobre todo bolsas de ropa para los chicos. Como agradecimiento, Martina y Pascal los invitan a entrar y los más pequeños corren a abrazarlos.
***
Ahora es la hora del desayuno y están sentados a la mesa y en los sillones contiguos, en medio del angosto comedor de paredes verde agua, fingiendo que no pasa nada, que es un domingo más. Al terminar de desayunar y antes de ir a misa, Silvia se va a cambiar, Ana pone música en la computadora, Huberto corre por el patio desnudo, Benedicta cubre su cabeza con una caja de cartón, simulando un fantasma.
Pascal y Martina con sus diez hijos.
Hasta que Martina les grita a todos que se apuren y a Huberto que se vista que faltan pocos minutos para las once de la mañana, ese horario en el que asisten religiosamente cada domingo a misa. Todos le hacen caso. Empiezan a salir del hogar de fachada amarilla y techo de tejas, y caminan unas pocas cuadras hasta la Iglesia.
Al volver, todos entran a la casa. Martina es la encargada del almuerzo, hará uno de esos menús de olores dulces que los transportan a su tierra: porotos negros, mandioca, bananas asadas, pollo al horno, pasta africana, ensaladas y papas fritas.
Pero antes, se saca la peluca. Llegó a casa.
Por: AGUSTINA GRASSO
Nació en Buenos Aires. Es periodista y docente. Publicó en medios argentinos (Anfibia, Perfil, Don Julio) e internacionales (Radio Ambulante, Líbero de España, Cometa de Perú y Código Topo de México. En 2015, obtuvo una beca para realizar un posgrado en periodismo y literatura en la Universidad Autónoma de Barcelona.eriodista independiente nacido en 1987 en Ciudad Juárez. Es colaborador de Proceso, VICE News, Fusion, Letras Libres y LoPolitico.com entre otras revistas nacionales e internacionales. Actualmente reside en la Ciudad de México junto a una gran danés llamada Herta.
Sus crónicas han ganado el premio “La voluntad”, organizado por la Fundación Tomás Eloy Martínez, y el primer lugar en el certamen latinoamericano ESET a la calidad periodística 2013. En 2014, participó, junto a otros cronistas argentinos, de la antología “Otra Argentina” (Editorial Planeta). También brinda talleres de redacción periodística en dos universidades públicas de Buenos Aires.
Utópicos web 2.0 reproduce un especial periodístico de nuestro medio aliado mexicano www.lopolitico.com
SEGUNDA ENTREGA
Un aroma intenso calienta una fría casa en las afueras de Frosinone, al sur de Roma.
El café está listo.
En este gran salón espartano, con las persianas todavía cerradas, no hay ni una fotografía; ni cuadros en las paredes. Ningún objeto decora el ambiente.
Sólo una gran chimenea apagada en el centro de la habitación.
—En Afganistán, el huésped es sagrado —dice Wali tras una afectuosa bienvenida—nosotros tomamos el té, pero el café es una de las cosas que más me gusta de Italia.
Y pasa entonces una tacita…
—La casa la he alquilado y la he arreglado un poco —dice el joven afgano mientras muestra los muebles que ha juntado gracias a su trabajo en una empresa de mudanzas.
Llegó a Italia desde hace ocho años, cuando sólo tenía 16 y hoy vive con otros dos chicos afganos y un sirio, su familia en Italia.
Gracias a su personalidad extrovertida, Wali siempre es el punto de referencia en casa. En su trabajo. En su familia.
Quería ir a Inglaterra, pero su viaje se detuvo en Roma “su segunda prisión”. Se siente atrapado. No puede continuar con ese viaje imaginario que tenía como destino final Londres. Levanta la mano y señala entonces la pared de su habitación donde hay una imagen en blanco y negro delTower Bridge con la bandera británica; rojo y azul son el único toque de color en todo el departamento. El punto de partida fue Afganistán, el que se truncó fue Inglaterra, donde grupos de la extrema derecha marcan con pintura roja las puertas de los refugiados.
Wali fuma enciende un cigarrillo tras otro. Es momento de confesar por qué dejó Afganistán.
Abrimos el balcón, hace un día soleado, tomamos un poco de aire fresco, hay ropa colgada fuera: unas sudaderas, pantalones vaqueros. Hace frío; se arropa en su chamarra de piel y mira su proprio reflejo en el cristal de la ventana.
—Es peor que una mujer, es un vanidoso, se la pasa pensando en el pelo y en arreglarse el flequillo —se burla Talib, su amigo desde el otro rincón de la habitación.
Wali abre esos ojos negros en forma de almendras. Lo delata su mirada triste detrás de una blanca sonrisa. Es chaparrito, la piel morena. Habla un italiano perfecto que le permitió integrarse rápidamente, no obstante sus amigos coinciden:
— Él es un buen chico, me gusta mucho su personalidad. Lleva una vida limpia aquí. Trabaja duro, piensa solo en su familia. Su único defecto es que se ha quedado aquí… él tenía que haberse ido a otro lugar.
Las revueltas…
—Tengo nueve hermanas que iban a la escuela. Era mi deber hacer algo por ellas.
Décimo de 12 hijos y el menor de los varones, Wali tenía una tienda de ropa y cosméticos e iba a la escuela vespertina en Jalalabad; cuando vivía en el pueblo, estaba en contacto con un grupo de jóvenes que vivían en Inglaterra y le platicaban cómo es la vida allí: democracia, libertad.
Mujeres con los mismos derechos que los hombres.
En 2006, mientras estudiaba el bachillerato, se organizó una huelga a nivel nacional en nombre de los derechos de la mujer en Kabul, Kandahar, Jalalabad, Herat, Mazarlas, las cinco principales ciudades de Afganistán.
Marchar por la libertad y el valor de las mujeres. Fue la única culpa de Wali.
Durante lo que se suponía que iba a ser una manifestación pacífica, iniciaron las revueltas; se quemaron edificios públicos y museos. Los soldados estadounidenses y afganos intervinieron y hubo más de 30 muertos, muchos de ellos policías.
El rumor era que los talibanes se habían infiltrado y habían reventado la marcha; que el gobierno lo sabía pero era cómplice de ellos. Sin embargo los adolescentes cargaron con la culpa y pese a no portar armas, terminaron acusados por la masacre.
—Mi hermano mayor me dijo: ‘te han visto tu cara en la televisión mientras te manifestabas. Tienes que irte del país… te están buscando’.
Así organizó Wali su huida de Afganistán.
Pan y queso
16.000 dólares para llegar a Italia.
Los traficantes se encargan de todo: tú les dices a dónde quieres ir, pagas y ellos te llevan.
—Yo quería ir a Inglaterra —insiste Wali.
Su travesía inició a bordo de un auto que lo llevó al sur de Afganistán hasta llegar a Pakistán. Cruzar esa frontera no fue complejo, al contrario, en Irán, a la mínima te disparan. Irán es un país que no tiene piedad para estas cosas.
A partir de ahí comienza el riesgo real y el verdadero viaje.
Hasta 20 personas subidas en una camioneta. Hay que cruzar el desierto. Si se ve un coche de la policía, paran en la orilla de la carretera, hay que bajarse y continuar a pie por un tramo. Se han tardado más de una semana para cruzar Irán y otra en la frontera con Turquía.
Es difícil entrar a Turquía porque se necesita mucho tiempo para obtener información: si están los militares, cuál es su rutina; saber qué camino es el más libre.
—El contrabandista no quería dejarme ir, me decía: ‘eres demasiado simpático’ —Wali sonríe y enciende otro cigarrillo. Bromea— quédate a trabajar conmigo me insistía.
Huellas dactilares, nombre y apellido, edad, “¿por qué?” “¿a dónde?”.
La rutina del arresto se repetirá decenas de veces.
La primera vez que intentaron cruzar la frontera con Turquía, los arrestaron inmediatamente y los enviaron de vuelta a Irán. Los militares iraníes los hacían limpiar el cuartel, recoger las colillas de sus cigarrillos y hacían lo que les daba la gana con ellos; luego, los enviaban de vuelta a Turquía.
Siguieron durante días con ese juego de ir y venir.
Parecía como si estuvieran jugando un partido de fútbol con los refugiados como pelota, esperando a ver quién era el primero en meter gol; quien era el primero en enviarlos a la portería adversaria.
La escena era siempre la misma: los militares llevaban a los chicos —unos cincuenta, muchos de Afganistán, oriundos de Bangladesh y Pakistán— y disparaban al aire para avisar a los soldados en el otro lado que estaban enviando a los refugiados donde eran recibidos, para luego, ser enviados de vuelta. Cuando los chavales encontraron una manera de escaparse a la montaña empezó la verdadera supervivencia.
Muchos no pudieron, murieron en el camino.
Trepar en la montaña era agotador para los que venían de Bangladesh pero normal para los afganos. Afganistán es un país montañoso, lleno de piedras.
—No se les podía ayudar mucho. Una vez llevé a un chico en hombros. Pero no se puede por mucho rato. Sólo los que tienen la fuerza en las piernas sobreviven y siguen adelante.
En el camino había muchos cadáveres que estaban hinchados, muertos desde quién sabe cuánto tiempo; el hedor era tan terrible como el frío en la montaña; como el hambre. Como el cansancio a matar.
—En este trayecto nos quedamos tres días sin comida. Había pastores pero nos habían advertido no confiar en ellos. Encontramos refugio en una cueva, pero el hambre era demasiada, entonces vimos a un niño pequeño. Los kurdos también hablan un poco de persa y conseguimos hacernos entender. A cambio de unos pocos dólares el niño nos trajo pan y queso; por agua no teníamos que preocuparnos, había abundante en las montañas.
El tío del niño que nos había salvado era un contrabandista y dijo que les podía ayudar. A pesar de que sabían que podría tratarse de una trampa, aceptaron. En un persa perfecto, dijo que por 200 dólares los llevaría hasta Estambul. Aceptaron con la condición de que el dinero se entregaría al traficante llegando al destino. Se subieron a un camión pero alguien ya había alertado a la policía. Cerca de la ciudad de Van fueron detenidos y arrestados. 72 personas, un tráiler lleno. Divididos según la nacionalidad, desde Van los militares los trasladaron a una ciudad más pequeña.
—No sé cuánto tiempo llevaba viajando, pero empezaba a estar cansado. En la cárcel empecé una huelga de hambre, los militares me daban patadas para que comiera. Seguía sin comer, lo único que yo quería era hablar con el juez.
Después de tres días llegaron unos voluntarios que habían traído ropa limpia y, finalmente, llevaron Wali a la corte. Hablando en inglés suplicó al juez que le dejara continuar su viaje. Pero la ley dice que todos los inmigrantes irregulares detenidos en territorio turco deben ser repatriados a su país de origen, sobre todo si se trata de menores de edad. Saldría en avión desde la capital, Ankara hacia Kabul. Llamó a su hermano y le compró un billete que le costó más de 500 dólares para hacer más ágil el trámite de la deportación.
El salto
Salimos en dos autobuses llenos de chicos, 16 militares nos vigilaban y dos coches de la policía nos estaban escoltando. Todos estábamos esposados como criminales. Después de cuatro horas de viaje, hicimos una parada en una estación de servicio. Eran casi las nueve de la noche y nos detuvimos para la cena. Nos quitaron las esposas para que pudiéramos comer una rebanada de pan, queso y un pepino.
El restaurante tenía dos pisos, en la planta de abajo estaba la gente normal y en la planta de arriba estábamos nosotros, los deportados.
Volver a casa significaba la muerte.
Les dije a los chicos que me ayudaran a escapar de los militares.
—¿Quién está conmigo? —pregunté.
Desde la ventana se podía ver que abajo el suelo estaba mojado, que hace poco la tierra había sido trabajada por un tractor.
Entonces volví a preguntar:
—¿Quién está conmigo? —nadie respondió, nadie se movió.
Sólo Roomal, el chico afgano que había salido conmigo, tuvo una reacción: comenzó a llorar; él me miraba con una expresión entre el horror y la resignación, le costaba incluso tragar saliva. La huida no era ni siquiera imaginable, porque para escapar deberíamos de correr por un buen rato en el campo libre, por delante de los militares que te disparan; entonces sería suficiente un solo golpe de la ametralladora para matarnos a los dos.
Pero en cualquier caso, moriríamos.
Así que hicimos lo único que quedaba: el intento de la desesperación.
Saltamos.
Primero empujé a Roomal, porque no estaba convencido a dar el paso, y luego salté yo.
Y corrimos…. corrimos y corrimos.
El barro llegaba hasta las rodillas. Había luna llena. Con toda la energía de nuestros 16 años corrimos sin parar, sin mirar atrás, sin aliento.
Pasaron apenas cinco minutos antes de que los militares se dieran cuenta de que habíamos escapado. Con antorchas enormes iluminaron el campo hacia nosotros y empezaron a disparar al aire para marcarnos el alto y para asustarnos.
Pero yo nací en un país en guerra, vengo de un país todavía en guerra ¿tú crees que me puedan asustar simplemente al disparar al aire?
Seguimos corriendo y corriendo.
Cada vez que me caía Roomal me decía:
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —y me levantaba y seguía corriendo.
Durante toda la noche y hasta las seis de la mañana seguimos corriendo. Nos detuvimos en una casa en construcción, estábamos mojados, cansados, hacía frío, nos abrazamos. De repente escuchamos el ruido de los coches que pasaban, las voces de los niños que jugaban. Nos habíamos quedado dormidos.
Levanté la cabeza y vi a la carretera, donde justo estaban pasando los militares. Nos limpiamos un poco con agua de la lluvia y nos cambiamos de ropa. Tenía una mochila con un jersey y unos pantalones limpios. El dinero enrollado y escondido en una bolsita de plástico dentro de la botella de champú. Nos enjuagamos y lavamos el pelo, también me puse gel, la única vez en mi vida porque me da alergia. Sólo nos faltaba tener zapatos de repuesto, los que teníamos estaban sucios de barro y podrían delatarnos.
El hombre sabio
Yo tenía un teléfono. Al llegar a una parada de autobús, me puse a jugar con el móvil para disimular, confiado en que mi cara no destacaba —como me pasa aquí en Italia— yo podía pasar fácilmente por un muchacho turco. Nos montamos en el primer autobús que pasó. Todos se fijaron en nuestros zapatos.
En Turquía no se valida el ticket al subirse al autobús, sino que el chofer lleva un ayudante que recoge el dinero. Al cobrador le di un billete de 100 dólares, lo único que traía. Él me miró y me preguntó si yo era musulmán, le dije que sí. Que si era de Afganistán, dije que sí. No me cobró nada.
Cuando el autobús llegó a la terminal, me llevó a una especie de bar y nos ofreció un poco de té; dijo al camarero que él nos invitaba.
Nos miraban, nos acariciaban la cara y lloraban de felicidad.
Creo que los turcos tienen un gran corazón, una gran humanidad.
Luego el camarero me dijo que esperáramos allí mientras llamaba a una persona. Se me vino el mundo encima. Los kurdos secuestran a la gente y llaman a las familias para pedir rescate. Tenía miedo, existía el riesgo pero pensé que no había escapatoria.
Llegó un hombre viejo y nos ordenó que fuéramos con él.
Él iba delante de nosotros y mientras caminábamos por la ciudad todos le saludaban. Nos llevó a un restaurante y nos pidió comida hasta reventar, vimos la tele, jugaba su equipo de fútbol. Una vez fuera de allí nos llevó a un supermercado, nos compró ropa nueva, zapatos, nos llevó a su casa. Sólo entonces me calmé y me di cuenta que no nos habría vendido a los kurdos.
Él gastaba su dinero en nosotros sin pedir nada a cambio. Se trataba de un hombre sabio, un funcionario jubilado de esa ciudad. Su esposa era muy mayor y enferma de cáncer: tenían tres hijos que ya no vivían con ellos.
Nos alojamos en su casa durante tres días, nos dijeron que podíamos quedarnos todo el tiempo que hacía falta pero quisimos seguir nuestro camino y así el destino nos llevó a Estambul.
Una vez llegados a la estación de autobuses de esta ciudad, nos encontramos con otra realidad: aquellos que creíamos ser taxistas, eran traficantes de personas. Nos detuvieron en su casa y nos quitaron el dinero que nos quedaba. Nos quedamos a la espera de poder zarpar hacia Europa. Después de un mes llegamos a Izmir. Desde allí nos embarcamos en un bote inflable rumbo a Grecia.
Era la primera vez que veía el mar
Ese mar, el Mediterráneo no es un mar cualquiera. Es un poco como una caja que durante miles de años ha grabado sonidos, voces, olores, colores, gritos. Hay de todo en ella. La vida y la muerte. Una vez que se llega a la costa griega, se ve la luz de la esperanza: Europa.
En Grecia pasé mucho tiempo a la espera de poder encontrar la forma de seguir mi viaje. Las autoridades y la policía eran muy blandas, nunca detenían a nadie. Para buscarme la vida y poder comprar algo de comida, todas las mañanas iba a la plaza del pueblo en busca de cualquier tipo de trabajo. Hasta el día en el que, escondido en el fondo de un camión, llegué a Roma. Un carabiniere me vio y me llevó en tren a la casa de acogida en Frosinone donde terminó mi viaje y donde se apagó mi sueño.
El reglamento de Dublín
Italia es el primer país donde llegan muchos refugiados en busca de una oportunidad para reconstruir sus vidas lejos de la barbarie y la violencia. Wali fue una víctima más de la aplicación del Reglamento de Dublín, que prevé la necesidad de solicitar asilo en el primer país de llegada a Europa. Italia estaba de paso en su camino hacia Inglaterra y hasta que no obtenga la ciudadanía, no puede moverse. Se necesita residir en Italia durante 10 años para poder solicitar la ciudadanía y podrían pasar otros dos o tres años más antes de su concesión.
—Mientras tanto, me hago viejo —dice un Wali abatido— Italia es el país de la eterna espera. Han destrozado todos mis sueños y mis deseos. Yo era menor de edad y me detuvieron aquí encerrándome en una casa de acogida. Pero si me obligas a permanecer en este país, también tienes que ser capaz de ofrecerme algo. ¿Cuáles son los planes para mí? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Por qué no tengo un trabajo?
Wali tiene el candor de un niño mezclado con determinación de la madurez. No tiene la nacionalidad italiana, lleva unos meses desempleado y así también se arriesga a perder su permiso de residencia. Dice que siempre le gustó ir a la escuela y que quería continuar sus estudios pero tan pronto como cumplió los 18 años lo echaron de la casa de asistencia, le quitaron la protección subsidiaria y lo dejaron solo, sin ningún apoyo. Se vio entonces obligado a buscar un lugar para vivir y también un trabajo. No fue su elección. Dice tener el remordimiento de no haber podido hacer nada de lo que soñaba.
Su apodo en Facebook es lo straniero, el extranjero, y así es como se siente.
Vivir en una pequeña ciudad de provincia y no ser italiano se nota, pesa, es como una marca.
En el bar donde comemos juntos un pedazo de pizza y una ensalada caprese a Wali le conocen, saben que es un buen tipo, pero cuando se le pregunta al gerente qué piensas de estos chicos, dice:
—Estoy asustado, me pregunto qué le pasa por cabeza —se ríe, pero no es una broma divertida. La gente en Italia es sospechosa, no les gustan los extranjeros. Primero fueron los de Europa del Este, los hombres robaban en las casas y las mujeres roban maridos. Ahora es el turno de los migrantes del mar, son todos potenciales terroristas.
De vuelta a casa…
Después de siete años de ausencia Wali pudo visitar a Afganistán en enero de 2015.
El viaje del retorno de Ahmadwali, el hijo pródigo, duró tan sólo ocho horas; cuando se fue por primera vez, este viaje le tomó ocho largos meses. Hoy en la maleta lleva regalos y fragancias para las hermanas y su madre, además de algo de café; en cambio ayer, al huir de Afganistán, sólo cupieron en su mochila unas camisetas, un par de pantalones y algo de dinero.
— Aterricé en Kabul, pero pensé que estaba en Estambul —dice con la mirada orgullosa de alguien que ha sido capaz de tocar de nuevo el suelo de su tierra.
Y es que con su breve visita, Wali percibe cómo ha cambiado todo: carreteras pavimentadas, edificios nuevos. Hoy día la suya es una ciudad moderna. Dice haberse quedado impresionado por los avances de la tecnología. Los que aquí son los últimos modelos de teléfonos móviles, allí ya son viejos. Skype, por ejemplo, es la prehistoria, hay un nuevo programa llamado Imu para hacer la video-llamadas. En su joven mente, es un gran avance el que en su país la gente pueda comprar coches nuevos. Tras una larga ausencia, considera que si la situación se calmase un poco, gracias a las inversiones internacionales, en Afganistán “se podría hacer mucho más”.
Actualmente Afganistán no es un país estable, no hay seguridad. La vida en el país no vale nada. Si desde el frente político la situación es difícil pero se ha normalizado, no se puede decir lo mismo para el frente militar: los talibanes siguen teniendo el control de una parte de la nación.
Desde el 2002 hasta hoy ha habido muchas operaciones militares pero los talibanes nunca han dejado sus incursiones y ataques tanto contra el gobierno ‘amigo’ de los americanos como contra las fuerzas de ocupación. Las continuas escaramuzas entre las dos facciones siguen causando numerosas víctimas civiles.
Gracias a este estado de continuo enfrentamiento, en ningún momento Wali ha pensado de quedarse o de regresar a vivir allí.
— No hay aquella libertad a la que me he acostumbrado aquí. No hay libertad de expresión, de salir, de pensar y creer lo que quieres. No es que aquí se pueda hacer lo que te pasa por la cabeza sin regla alguna, pero hay tolerancia, mientras que en Afganistán sea por la cultura o por la religión, siempre hay límites, restricciones —el relato continúa, aparta el cuello de la sudadera verde que lleva puesta para mostrar algo.
Quizás mostrará una herida, una cicatriz, pero es sólo un tatuaje, un tribal. También tiene otro de escorpión, su signo del zodiaco.
— Si los vieran los talibanes, es probable que me matasen. Esto son cosas de occidentales.
Las niñas de las zonas más remotas son quemadas si violan la ley religiosa, las apedrean en las plazas. Las mujeres por lo general cuentan poco. Donde valen mucho es en la sociedad, pero sólo en su papel de esposa y madre. La mujer es la encargada de la casa mientras los hombres llevan el sustento de la familia. Las familias son numerosas y permanecen juntas, como la de Wali.
La matriarca con 66 años, 12 hijos y 65 sobrinos coordina los esfuerzos para preparar la Sciola que se servirá en el banquete de bienvenida: arroz, lentejas, carne de guisado y salsa de tomate serán sazonados y cocinados durante horas. Las nueve mujeres de la casa preparan además ensalada, garbanzos y yogurt natural.
—Han preparado una gran fiesta para mi regreso, una mesa inmensa y mi hermana cocinó mi plato favorito.
Los amigos que se han quedado allí han hecho un montón de dinero y todos están casados. También la chica que amaba profundamente. Ella era la cuñada de uno de sus hermanos e iba a su casa una vez al mes. Wali odiaba jugar con las muñecas con sus hermanas, pero al hacerlo con ella era liberado de todos los prejuicios.
Fue una larga historia de amor de seis años, hecha de miradas.
—Nunca nadie se enteró, excepto mi hermano mayor. Me esperó tanto tiempo, pero cuando volví ya estaba casada, eligió como marido a un chico con el mismo nombre que yo.
Por eso Wali dice que para él en Italia no hay una historia seria de amor… que no quiere que alguien le haga daño.
Por: Maddalena Liccione
Nacida en un pueblito del sur de Italia, Maddalena supo que quería descubrir qué había más allá de su pequeño entorno. Estudió Economía en Milán y tiene una especialidad en Dirección de Instituciones Internacionales. Ha trabajado para Naciones Unidas en Ginebra, para una ONG en Dublín y en 2006 llega a Madrid para dedicarse al mundo de las finanzas.
Su inquietud natural y su convicción de que los números siempre esconden una historia que contar, hacen que dé un giro radical en su formación para comenzar el Máster en Periodismo de Investigación, Datos y Visualización en el diario El Mundo. Uniendo los puntitos de su pasado, dibuja el contorno de su futuro. Después de un breve paréntesis colaborando para los periódicos El Mundo y Expansión, ahora es redactora jefe de la revista financiera Funds People. Madre y motociclista, recorre Madrid en su vespa.
Valle del Cauca destaca en cultivo de algodón con semillas genéticamente modificadas, aumentando productividad y tolerancia a plagas. La siembra de algodón en 2023 se realizó de febrero-abril, con cosecha esperada en octubre-noviembre. pic.twitter.com/Ie1joNyLZ9