Por Andrés*

He llegado al punto de sentir culpa por mis actos. Hoy pienso en la cantidad de personas a las cuales les quité la oportunidad de vivir un futuro, de ver crecer a sus hijos. 


Un día cualquiera llegaron a mi casa y me dijeron que me alistara, que tenía que salir a trabajar. No lo pensé dos veces, al fin y al cabo a eso me dedicaba; a matar gente.

Hice las preguntas de rutina: ¿Quién es? ¿Dónde está? ¿Cómo está vestido? ¿Qué rasgos físicos tiene? La única pregunta que nunca hice, y que nadie que trabaja en este medio se hace es ¿Por qué? Pero yo me la haría dos semanas más tarde.

Quería hacer mi trabajo sin errores, pero el verdadero error era hacer mi trabajo. Nunca pensé que matar a esa persona dejaría una marca imborrable en mi vida.

Mi arma siempre estaba lista. Me vestí con un buzo negro y unas zapatillas cómodas para salir corriendo del sitio después de matar al ‘fulano’. Sin demora, llegué al lugar que me indicaron. El tipo entraría en su carro con la esposa y el hijo pequeño.

Mis latidos se aceleraron. El personaje llegó. Esperaba acabar rápido mi trabajo, como si fuese una fiesta deseada. Todo pasó muy rápido.

La víctima se bajó del carro, ahora mi corazón se congeló, se convirtió en una fría piedra. Saqué mi revólver y me le abalancé. Le solté unos cuantos disparos, unos en la cabeza, otros en el cuerpo.

Corrí tan rápido como pude. Ya en casa me lavé muy bien para quitarme cualquier rastro de pólvora.

Después de dos semanas salí a buscar un poco de diversión y convidé a una amiga a comer. Sentados a la mesa, hablamos de muchos temas, hasta que por coincidencia me mencionó el asesinato de un señor, sin saber que estaba sentado con la persona que había matado al susodicho.

Empezó a contarme lo buena persona que era, el amor que le tenía a su familia y lo devastados que habían quedado después de su muerte.

Yo trataba de cambiar el tema, pero no podía interrumpir sus lágrimas de indignación por ese homicidio.

Debía escucharla, al fin y al cabo era mi amiga. Estaba dolida y enfatizaba en la calidad de persona que era y en su desprecio por el autor del hecho.

Supe que era trabajador, que había alcanzado a conseguir muchas cosas en la vida como fruto de su trabajo, que amaba a su hijo inmensamente. También, que ayudaba a los más cercanos a salir adelante. Me dijo tantas maravillas del difunto que desde ese momento empecé a preguntarme, por primera vez, ¿Por qué lo mandaron a matar? Nadie mata preguntándose el por qué.

La culpa cubrió aún más mis sentimientos. La orden de muerte se debía a razones de poder: querían quedarse el dinero del difunto, que había recogido tras largos años.

La orden que recibí derrumbó unos sueños. Destruyó una familia. Maté a alguien que lo único que había hecho era trabajar honestamente. Nunca podré mirarlos a la cara y decirles que yo derramé la sangre de aquel inocente.

*El nombre ha sido cambiado para proteger su identidad