Bocachico, gracias por la espina.


In memoriam

David Sánchez Juliao (1945-2011)

Eduardo Galeano (1940-2015)


Siempre les tuve pavor a las espinas de ciertos pescados. Tal vez, por ser del interior del país –aunque ya sabemos que Cali queda a solo 122 kilómetros de Buenaventura, en la costa del Océano Pacífico- no había un hábito familiar de su consumo en nuestro hogar. Eso sí, cuando mi papá nos invitaba a Corzo, uno de los pocos restaurantes de comida de mar que había en la ciudad, disfrutaba del róbalo, la corvina y, de vez en cuando del mero, preparados magistralmente por su chef de siempre, un español que llegaba hasta la mesa para hacer mil preguntas sobre los platos y regodearse con los comentarios, sinceros y muy adornados, provenientes por lo general de mi madre, una reconocida cocinera autodidacta que ostentaba el diploma Cordon Bleu, obtenido por correspondencia.

Disfrutábamos, pues, de la comida de mar, nunca de río, pues el salmón era inexistente en esta región cuando se conseguía lo que daba el país y no tantos productos importados como los que invaden nuestros supermercados actualmente.

El bagre y el dorado eran despreciados “por su sabor a barro” –decía mi mamá- y por su carencia de escamas, una limitante para el tipo de comida judía kosher que se respetaba en la mayoría de hogares de nuestra cultura. Tampoco le gustaba la mojarra de río y el bocachico, “ni de riesgos”, por las espinas filosas y tan delgaditas como agujas de coser, que podían atravesarse en la faringe.

Hoy, recordé una de las más terribles y hermosas anécdotas de mi vida, cuando pedí en el supermercado unos bocachicos, pues aunque yo ni lo pruebo, algunos integrantes de mi entorno familiar lo disfrutan y saben comerlo, expulsando las espinas con maestría.

-¿Bocachico del Magdalena?, eso ya ni hay, le ofrezco este, peruano.

¿Importado del Perú? No podía creerlo. Al ver su tamaño descomunal –pues recordaba la talla individual de ese pescado que se ofrecía en los comederos de los pueblos ribereños de nuestro gran río- sentí que debía hacer algo más que despreciarlo. Fue entonces cuando comencé el googleo que hoy nos enseña más que cualquier biblioteca.

Un artículo del periódico El Tiempo del año 2000, ya alertaba sobre el tema: “Según Rafael Otero, especialista en reproducción y cultivo de peces, entre las causas de esta disminución figura la apertura de vías de comunicación sin previos estudios de impacto ambiental, el taponamiento de caños por sedimentación y vegetación, la desecación de ciénagas, el uso de plaguicidas y fertilizantes, el mal uso de redes de pesca y la captura de peces que no presentan tallas mínimas, principalmente”. http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1263753

Quince años después, es claro que la mano del hombre casi ha acabado con este apreciado pez, que combina su navegar entre las ciénagas y las aguas corrientes, por lo que hoy se cultiva artificialmente. Pero como “el bocachico no se reproduce en forma natural o en aguas quietas, tales como ciénagas, estanques o cualquier otro estado de aguas lénticas, en estos medios solo logran madurar sus gónadas Por eso para lograr su reproducción en cautiverio es necesario estimularlos artificialmente con extractos hormonales” (ibid).

Ajá, entonces mis comensales terminarán ingiriendo componentes químicos. Allá ellos que insisten en comerse el pescado peruano que compré a regañadientes.

A punto de echarlo en la olla, decidí tomarle una foto. Y al verla, no pude evitar un recuerdo, entre terrorífico y dulce, sobre el único trozo de bocachico que he comido en mi vida.

El día que mi querido y respetado amigo y escritor David Sánchez Juliao me llamó para invitarme a un sancocho de pescado, me negué en el primer momento.

-¿Pero, por qué?

-Porque tú eres sabanero y seguro es pescado de río.

-Niña, precisamente de eso se trata. Me acaba de llegar la encomienda de Lorica y ya vamos a empezar a sudar el bocachico.

¡Bocachico! El pescado que causaba terror en mi familia. El que no nos dejaban ni probar, porque las espinas eran filudas y tan delgadas como una aguja de coser.

-Hermano, paso. Le tengo pavor a ese bicho.

-Mira, tienes dos motivos para venir. Primero te digo el segundo: el auténtico hijo dilecto de Lorica te va a enseñar a separar en la boca las espinas de la carne.

-¿Y el primero? Tiene que ser verdaderamente tentador, porque con el de tu clase magistral no me convences.

-Te voy a presentar a tu ídolo de ídolos.

-¿Miguel Bosé?

-¡Qué Bosé ni qué carajo! Nuestro compañero de mesa será Eduardo Galeano.

Eduardo Galeano.

Colgué casi sin despedirme, busqué con frenesí en mi biblioteca, con la misión de que me fuera autobiografiada, ‘Las venas abiertas de América Latina’ –la nueva biblia de la izquierda latinoamericana, que había dejado en los anaqueles a Marx y a Trotsky-, agarré mi cartera, saqué las llaves del carro y corrí hasta la calle 19, para encontrar un parqueadero y subir al apartamento de David.

Galeano, ya un reconocido escritor y periodista uruguayo, era más que mi ídolo. Porque a los ídolos se lo quiere y se los disfruta, pero de los maestros se bebe el elíxir de la sabiduría y de la experiencia.

Estaba sentado en el sofá de la sala. Al verme entrar, se puso de pie y me saludó con un especial afecto.

-Ya sé algunas cosas sobre vos, que te persigue la tomba, que sos periodista de televisión, que querés ser escritora pero no sabés cómo ni por dónde empezar.

Yo no supe qué decir. Me pareció guapísimo, con sus ojos claros, su pelo aún rubio y su contextura delgada, pero firme. Rápidamente hice abstracción de su notable belleza física, para empezar a escudriñar su mente y su alma. Pero en solo un par de horas, difícilmente podría establecer la confianza necesaria para ganarme su amistad. En fin, decidí dejar para después el autógrafo e intentar aprovechar el tiempo, que corría, para mi fortuna, lento esa tarde de sábado.

Después de unas cuantas copas de vino, unos patacones alucinantes y los ires y venires de Sánchez Juliao entre la cocina, el comedor y la sala, sonó el grito de guerra que me devolvió al terror.

-Listo el sancocho.

Me pareció extraño ver, en tan espléndida mesa, un pan francés cortado en trozos grandes.

-Por si acaso- dijo David, al notar mi mirada sobre la canasta.

No quise preguntar nada y me resigné al futuro: pescado del río Sinú, arenoso y con esas espinas filosas y tan delgadas como una aguja de coserUn ojo del animalejo parecía mirarme, como diciendo, aguanta, niña, ya verás de qué soy capaz.

Sánchez Juliao

Y como cuando el destino tiene marcada la desgracia, a las tres cucharadas sentí que el mundo se me venía encima. Súbitamente, la respiración quedó cortada y, sin remedio, el filo de la espina rasgó mi esófago. Bajé la mirada y pasé saliva. El ojo me miró con sorna, como vengando su muerte y su destino final en el caldero de los Sánchez Juliao, y me dijo niña Olga, eso te pasa por desoír las órdenes de tu mamá.

A la tos seca y ahogada le siguió la exclamación de David, el pan, el pan, pásalo en pedazos grandes, lo menos triturado y mojado que puedas, mientras un Galeano lívido, angustiado, solo atinaba a darme golpes en la espalda.

-No Galeano, no pierdas tu tiempo, si se atoró la espina, se atoró. ¡El pan, ayúdala con el pan!

Diez minutos después estábamos rumbo al Hospital San Ignacio, el único que se le ocurrió a David en ese momento. El médico de urgencias diagnosticó:

-Si no le bajó con el pan, habrá que anestesiar e intervenir, para extraer la espina.

Eduardo Galeano, el autor de tantas obras profundas y excelsas, el investigador que se disponía a viajar a la Sierra Nevada de Santa Marta para conocer de primera mano las historias sobre los primeros pobladores (para su segundo tomo de Memorias del Fuego, Las Caras y las Máscaras), el admirado intelectual de izquierda por toda Latinoamérica, caminaba de un lado para el otro como si estuviera en las afueras de una sala de parto.

Cuando David escuchó, ‘quirófano’ ‘anestesia’, intervenir’, gritó exaltado:

-El pan, el pan, no hay espina que se resista a un buen trozo de pan duro o a una papa salada.

Ordenó congelar la escena mientras buscaba una sancochería o una panadería. En la carrera séptima había de ambas y el pobre hombre, agitado por la carrera y por su peso descomunal, regresó con una bolsa de calados.

Después de verme engullir las tostadas bogotanas y de pasarlas con un jugo de durazno de frasco, Galeano me susurró al oído:

-Vámonos que ya viene el médico con el bisturí. La sabiduría Caribe tiene que ganarle a los años de estudio del joven de las urgencias.

Cuatro horas después de haber visto por primera vez sus ojos claros y de haber escuchado su voz aterciopelada, estábamos de vuelta en casa de nuestro anfitrión. La mesa estaba ya desocupada y, por fortuna, el ojo del pescado no me sonrió burlón. David fue por una botella de whiskey y anunció entre risas:

-Si los panes no te sirvieron, esto te hará olvidar. Mañana, el guayabo enmascarará la herida de la espina del pescado.

Tratando de recobrar la normalidad, pregunté:

-¿Y por quién brindamos?

Eduardo Galeano alzó su vaso y anunció:

– El almuerzo de hoy parecía un encuentro de cortesía. De verdad, no daba ni un peso por lo que podría salir de él. Brindemos, entonces, en homenaje al gran Río Sinú, que acogió al ser extraordinario que hoy sella una amistad. ¡Bocachico, gracias por la espina de la amistad!

OLGA BEHAR

DIRECTORA UTÓPICOS.  

SIN MALESTAS: PARTE 2. El afgano que marchó por sus hermanas

Utópicos web 2.0 reproduce un especial periodístico de nuestro medio aliado mexicano www.lopolitico.com

SEGUNDA ENTREGA

Un aroma intenso calienta una fría casa en las afueras de Frosinone, al sur de Roma.

El café está listo. 

En este gran salón espartano, con las persianas todavía cerradas, no hay ni una fotografía; ni cuadros en las paredes. Ningún objeto decora el ambiente.

Sólo una gran chimenea apagada en el centro de la habitación.

—En Afganistán, el huésped es sagrado —dice Wali tras una afectuosa bienvenida—nosotros tomamos el té, pero el café es una de las cosas que más me gusta de Italia.

Y pasa entonces una tacita…

—La casa la he alquilado y la he arreglado un poco —dice el joven afgano mientras muestra los muebles que ha juntado gracias a su trabajo en una empresa de mudanzas.

Llegó a Italia desde hace ocho años, cuando sólo tenía 16 y hoy vive con otros dos chicos afganos y un sirio, su familia en Italia.

Gracias a su personalidad extrovertida, Wali siempre es el punto de referencia en casa. En su trabajo. En su familia.

Quería ir a Inglaterra, pero su viaje se detuvo en Roma “su  segunda prisión”. Se siente atrapado. No puede continuar con ese viaje imaginario que tenía como destino final Londres. Levanta la mano y señala entonces la pared de su habitación donde hay una imagen en blanco y negro delTower Bridge con la bandera británica; rojo y azul son el único toque de color en todo el departamento. El punto de partida fue Afganistán, el que se truncó fue Inglaterra, donde grupos de la extrema derecha marcan con pintura roja las puertas de los refugiados.

Wali fuma enciende un cigarrillo tras otro. Es momento de confesar por qué dejó Afganistán.

Abrimos el balcón, hace un día soleado, tomamos un poco de aire fresco, hay ropa colgada fuera: unas sudaderas, pantalones vaqueros. Hace frío; se arropa en su chamarra de piel y mira su proprio reflejo en el cristal de la ventana.

—Es peor que una mujer, es un vanidoso, se la pasa pensando en el pelo y en arreglarse el flequillo —se burla Talib, su amigo desde el otro rincón de la habitación.

Wali abre esos ojos negros en forma de almendras. Lo delata su mirada triste detrás de una blanca sonrisa. Es chaparrito, la piel morena. Habla un italiano perfecto que le permitió integrarse rápidamente, no obstante sus amigos coinciden:

— Él es un buen chico, me gusta mucho su personalidad. Lleva una vida limpia aquí. Trabaja duro, piensa solo en su familia. Su único defecto es que se ha quedado aquí… él tenía que haberse ido a otro lugar.

Las revueltas…

—Tengo nueve hermanas que iban a la escuela. Era mi deber hacer algo por ellas.

Décimo de 12 hijos y el menor de los varones, Wali tenía una tienda de ropa y cosméticos e iba a la escuela vespertina en Jalalabad; cuando vivía en el pueblo, estaba en contacto con un grupo de jóvenes que vivían en Inglaterra y le platicaban cómo es la vida allí: democracia, libertad.

Mujeres con los mismos derechos que los hombres.

En 2006, mientras estudiaba el bachillerato, se organizó una huelga a nivel nacional en nombre de los derechos de la mujer en Kabul, Kandahar, Jalalabad, Herat, Mazarlas, las cinco principales ciudades de Afganistán.

Marchar por la libertad y el valor de las mujeres. Fue la única culpa de Wali.

Durante lo que se suponía que iba a ser una manifestación pacífica, iniciaron las revueltas; se quemaron edificios públicos y museos. Los soldados estadounidenses y afganos intervinieron y hubo más de 30 muertos, muchos de ellos policías.

El rumor era que los talibanes se habían infiltrado y habían reventado la marcha; que el gobierno lo sabía pero era cómplice de ellos.  Sin embargo los adolescentes cargaron con la culpa y pese a no portar armas, terminaron acusados por  la masacre.

—Mi hermano mayor me dijo: ‘te han visto tu cara en la televisión mientras te manifestabas. Tienes que irte del país… te están buscando’.

Así organizó Wali su huida de Afganistán.

Pan y queso

16.000 dólares para llegar a Italia.

Los traficantes se encargan de todo: tú les dices a dónde quieres ir, pagas y ellos te llevan.

—Yo quería ir a Inglaterra —insiste Wali.

Su travesía inició a bordo de un auto que lo llevó al sur de Afganistán hasta llegar a Pakistán. Cruzar esa frontera no fue complejo,  al contrario, en Irán, a la mínima te disparan. Irán es un país que no tiene piedad para estas cosas.

A partir de ahí comienza el riesgo real y el verdadero viaje.

Hasta 20 personas subidas en una camioneta. Hay que cruzar el desierto. Si se ve un coche de la policía, paran en la orilla de la carretera, hay que bajarse y continuar a pie por un tramo. Se han tardado más de una semana para cruzar Irán y otra en la frontera con Turquía.

Es difícil entrar a Turquía porque se necesita mucho tiempo para obtener información: si están los militares, cuál es su rutina; saber qué camino es el más libre.

—El contrabandista no quería dejarme ir, me decía: ‘eres demasiado simpático’ —Wali sonríe y enciende otro cigarrillo. Bromea— quédate a trabajar conmigo me insistía.

Huellas dactilares, nombre y apellido, edad, “¿por qué?” “¿a dónde?”.

La rutina del arresto se repetirá decenas de veces.

La primera vez que intentaron cruzar la frontera con Turquía,  los arrestaron inmediatamente y los enviaron de vuelta a Irán. Los militares iraníes los hacían limpiar el cuartel, recoger las colillas de sus cigarrillos y hacían lo que les daba la gana con ellos; luego, los enviaban de vuelta a Turquía.

Siguieron durante días con ese juego de ir y venir.

Parecía como si estuvieran jugando un partido de fútbol con los refugiados como pelota, esperando a ver quién era el primero en meter gol; quien era el primero en enviarlos a la portería adversaria.

La escena era siempre la misma: los militares llevaban a los chicos —unos cincuenta, muchos de Afganistán, oriundos de Bangladesh y Pakistán— y disparaban al aire para avisar a los soldados en el otro lado que estaban enviando a los refugiados donde eran recibidos, para luego, ser enviados de vuelta. Cuando los chavales encontraron una manera de escaparse a la montaña empezó la verdadera supervivencia.

Muchos no pudieron, murieron en el camino.

Trepar en la montaña era agotador para los que venían de Bangladesh pero normal para los afganos. Afganistán es un país montañoso, lleno de piedras.

—No se les podía ayudar mucho. Una vez llevé a un chico en hombros. Pero no se puede por mucho rato. Sólo los que tienen la fuerza en las piernas sobreviven y siguen adelante.

En el camino había muchos cadáveres que estaban hinchados, muertos desde quién sabe cuánto tiempo; el hedor era tan terrible como el frío en la montaña; como el hambre. Como el cansancio a matar.

—En este trayecto nos quedamos tres días sin comida. Había pastores pero nos habían advertido no confiar en ellos. Encontramos refugio en una cueva, pero el hambre era demasiada, entonces vimos a un niño pequeño. Los kurdos también hablan un poco de persa y conseguimos hacernos entender. A cambio de unos pocos dólares el niño nos trajo pan y queso; por agua no teníamos que preocuparnos, había abundante en las montañas.

El tío del niño que nos había salvado era un contrabandista y dijo que les podía ayudar. A pesar de que sabían que podría tratarse de una trampa, aceptaron. En un persa perfecto, dijo que por 200 dólares los llevaría hasta Estambul. Aceptaron con la condición de que el dinero se entregaría al traficante llegando al destino. Se subieron a un camión pero alguien ya había alertado a la policía. Cerca de la ciudad de Van fueron detenidos y arrestados. 72 personas, un tráiler lleno. Divididos según la nacionalidad, desde Van los militares los trasladaron a una ciudad más pequeña.

—No sé cuánto tiempo llevaba viajando, pero empezaba a estar cansado. En la cárcel empecé una huelga de hambre, los militares me daban patadas para que comiera. Seguía sin comer, lo único que yo quería era hablar con el juez.

Después de tres días llegaron unos voluntarios que habían traído ropa limpia y, finalmente,  llevaron Wali a la corte. Hablando en inglés suplicó al juez que le dejara continuar su viaje. Pero la ley dice que todos los inmigrantes irregulares detenidos en territorio turco deben ser repatriados a su país de origen, sobre todo si se trata de menores de edad. Saldría en avión desde la capital, Ankara hacia Kabul. Llamó a su hermano y le compró un billete que le costó más de 500 dólares para hacer más ágil el trámite de la deportación.

El salto

Salimos en dos autobuses llenos de chicos, 16 militares nos vigilaban y dos coches de la policía nos estaban escoltando. Todos estábamos esposados como criminales. Después de cuatro horas de viaje, hicimos una parada en una estación de servicio. Eran casi las nueve de la noche y nos detuvimos para la cena. Nos quitaron las esposas para que pudiéramos comer una rebanada de pan, queso y un pepino.

El restaurante tenía dos pisos, en la planta de abajo estaba la gente normal y en la planta de arriba estábamos nosotros, los deportados.

Volver a casa significaba la muerte.

Les dije a los chicos que me ayudaran a escapar de los militares.

—¿Quién está conmigo? —pregunté.

Desde la ventana se podía ver que abajo el suelo estaba mojado, que hace poco la tierra había sido trabajada por un tractor.

Entonces volví a preguntar:

—¿Quién está conmigo? —nadie respondió, nadie se movió.

Sólo Roomal, el chico afgano que había salido conmigo, tuvo una reacción: comenzó a llorar; él me miraba con una expresión entre el horror y la resignación, le costaba incluso tragar saliva. La huida no era ni siquiera imaginable, porque para escapar deberíamos de correr por un buen rato en el campo libre, por delante de los militares que te disparan; entonces sería suficiente un solo golpe de la ametralladora para matarnos a los dos.

Pero en cualquier caso, moriríamos.

Así que hicimos lo único que quedaba: el intento de la desesperación.

Saltamos.

Primero empujé a Roomal, porque no estaba convencido a dar el paso, y luego salté yo.

Y corrimos…. corrimos y corrimos.

El barro llegaba hasta las rodillas. Había luna llena. Con toda la energía de nuestros 16 años corrimos sin parar, sin mirar atrás, sin aliento.

Pasaron apenas cinco minutos antes de que los militares se dieran cuenta de que habíamos escapado. Con antorchas enormes iluminaron el campo hacia nosotros y empezaron a disparar al aire para marcarnos el alto y para asustarnos.

Pero yo nací en un país en guerra, vengo de un país todavía en guerra ¿tú crees que me puedan asustar simplemente al disparar al aire?

Seguimos corriendo y corriendo.

Cada vez que me caía Roomal me decía:

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien  —y me levantaba y seguía corriendo.

Durante toda la noche y hasta las seis de la mañana seguimos corriendo. Nos detuvimos en una casa en construcción, estábamos mojados, cansados, hacía frío, nos abrazamos. De repente escuchamos el ruido de los coches que pasaban, las voces de los niños que jugaban. Nos habíamos quedado dormidos.

Levanté la cabeza y vi a la carretera, donde justo estaban pasando los militares. Nos limpiamos un poco con agua de la lluvia y nos cambiamos de ropa. Tenía una mochila con un jersey y unos pantalones limpios. El dinero enrollado y escondido en una bolsita de plástico dentro de la botella de champú. Nos enjuagamos y lavamos el pelo, también me puse gel, la única vez en mi vida porque me da alergia. Sólo nos faltaba tener zapatos de repuesto, los que teníamos estaban sucios de barro y podrían delatarnos.

El hombre sabio

Yo tenía un teléfono. Al llegar a una parada de autobús, me puse a jugar con el móvil para disimular, confiado en que mi cara no destacaba —como me pasa aquí en Italia— yo podía pasar fácilmente por un muchacho turco. Nos montamos en el primer autobús que pasó. Todos se fijaron en nuestros zapatos.

En Turquía no se valida el ticket al subirse al autobús, sino que el chofer lleva un ayudante que recoge el dinero. Al cobrador le di un billete de 100 dólares, lo único que traía. Él me miró y me preguntó si yo era musulmán, le dije que sí. Que si era de Afganistán, dije que sí. No me cobró nada.

Cuando el autobús llegó a la terminal, me llevó a una especie de bar y nos ofreció un poco de té; dijo al camarero que él nos invitaba.

Nos miraban, nos acariciaban la cara y lloraban de felicidad.

Creo que los turcos tienen un gran corazón, una gran humanidad.

Luego el camarero me dijo que esperáramos allí mientras llamaba a una persona. Se me vino el mundo encima. Los kurdos secuestran a la gente y llaman a las familias para pedir rescate. Tenía miedo, existía el riesgo pero pensé que no había escapatoria.

Llegó un hombre viejo y nos ordenó que fuéramos con él.

Él iba delante de nosotros y mientras caminábamos por la ciudad todos le saludaban. Nos llevó a un restaurante y nos pidió comida hasta reventar, vimos la tele, jugaba su equipo de fútbol. Una vez fuera de allí nos llevó a un supermercado, nos compró ropa nueva, zapatos, nos llevó a su casa. Sólo entonces me calmé y me di cuenta que no nos habría vendido a los kurdos.

Él gastaba su dinero en nosotros sin pedir nada a cambio. Se trataba de un hombre sabio, un funcionario jubilado de esa ciudad. Su esposa era muy mayor y enferma de cáncer: tenían tres hijos que ya no vivían con ellos.

Nos alojamos en su casa durante tres días, nos dijeron que podíamos quedarnos todo el tiempo que hacía falta pero quisimos seguir nuestro camino y así el destino nos llevó a Estambul.

Una vez llegados a la estación de autobuses de esta ciudad, nos encontramos con otra realidad: aquellos que creíamos ser taxistas, eran traficantes de personas. Nos detuvieron en su casa y nos quitaron el dinero que nos quedaba. Nos quedamos a la espera de poder zarpar hacia Europa. Después de un mes llegamos a Izmir. Desde allí nos embarcamos en un bote inflable rumbo a Grecia.

Era la primera vez que veía el mar

Ese mar, el Mediterráneo no es un mar cualquiera. Es un poco como una caja que durante miles de años ha grabado sonidos, voces, olores, colores, gritos. Hay de todo en ella. La vida y la muerte. Una vez que se llega a la costa griega, se ve la luz de la esperanza: Europa.

En Grecia pasé mucho tiempo a la espera de poder encontrar la forma de seguir mi viaje. Las autoridades y la policía eran muy blandas, nunca detenían a nadie. Para buscarme la vida y poder comprar algo de comida, todas las mañanas iba a la plaza del pueblo en busca de cualquier tipo de trabajo. Hasta el día en el que, escondido en el fondo de un camión, llegué a Roma. Un carabiniere me vio y me llevó en tren a la casa de acogida en Frosinone donde terminó mi viaje y donde se apagó mi sueño.

El reglamento de Dublín

Italia es el primer país donde llegan muchos refugiados en busca de una oportunidad para reconstruir sus vidas lejos de la barbarie y la violencia. Wali fue una víctima más de la aplicación del Reglamento de Dublín, que prevé la necesidad de solicitar asilo en el primer país de llegada a Europa. Italia estaba de paso en su camino hacia Inglaterra y hasta que no obtenga la ciudadanía, no puede moverse. Se necesita residir en Italia durante 10 años para poder solicitar la ciudadanía y podrían pasar otros dos o tres años más antes de su concesión.

—Mientras tanto, me hago viejo  —dice un Wali abatido— Italia es el país de la eterna espera. Han destrozado todos mis sueños y mis deseos. Yo era menor de edad y me detuvieron aquí encerrándome en una casa de acogida. Pero si me obligas a permanecer en este país, también tienes que ser capaz de ofrecerme algo. ¿Cuáles son los planes para mí? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Por qué no tengo un trabajo?

Wali  tiene el candor de un niño mezclado con determinación de la madurez. No tiene la nacionalidad italiana, lleva unos meses desempleado y así también se arriesga a perder su permiso de residencia. Dice que siempre le gustó ir a la escuela y que quería continuar sus estudios pero tan pronto como cumplió los 18 años lo echaron de la casa de asistencia, le quitaron la protección subsidiaria y lo dejaron solo, sin ningún apoyo. Se vio entonces obligado a buscar un lugar para vivir y también un trabajo. No fue su elección. Dice tener el remordimiento de no haber podido hacer nada de lo que soñaba.

Su apodo en Facebook es lo straniero, el extranjero, y así es como se siente.

Vivir en una pequeña ciudad de provincia y no ser italiano se nota, pesa, es como una marca.

En el bar donde comemos juntos un pedazo de pizza y una ensalada caprese a Wali le conocen, saben que es un buen tipo, pero cuando se le pregunta al gerente qué piensas de estos chicos, dice:

—Estoy asustado, me pregunto qué le pasa por cabeza —se ríe, pero no es una broma divertida. La gente en Italia es sospechosa, no les gustan los extranjeros. Primero fueron los de Europa del Este, los hombres robaban en las casas y las mujeres roban maridos. Ahora es el turno de los migrantes del mar, son todos potenciales terroristas.

De vuelta a casa…

Después de siete años de ausencia Wali pudo visitar a Afganistán en enero de 2015.

El viaje del retorno de Ahmadwali, el hijo pródigo, duró tan sólo ocho horas; cuando se fue por primera vez, este viaje le tomó ocho largos meses. Hoy en la maleta lleva regalos y fragancias para las hermanas y su madre, además de algo de café; en cambio ayer, al huir de Afganistán, sólo cupieron en su mochila unas camisetas, un par de pantalones y algo de dinero.

— Aterricé en Kabul, pero pensé que estaba en Estambul —dice con la mirada orgullosa de alguien que ha sido capaz de tocar de nuevo el suelo de su tierra.

Y es que con su breve visita, Wali percibe cómo ha cambiado todo: carreteras pavimentadas, edificios nuevos. Hoy día la suya es una ciudad moderna. Dice haberse quedado impresionado por los avances de la tecnología. Los que aquí son los últimos modelos de teléfonos móviles, allí ya son viejos. Skype, por ejemplo, es la prehistoria, hay un nuevo programa llamado Imu para hacer la video-llamadas. En su joven mente, es un gran avance el que en su país la gente pueda comprar coches nuevos. Tras una larga ausencia, considera que si la situación se calmase un poco, gracias a las inversiones internacionales, en Afganistán  “se podría hacer mucho más”.

Actualmente Afganistán no es un país estable, no hay seguridad. La vida en el  país no vale nada. Si desde el frente político la situación es difícil pero se ha normalizado, no se puede decir lo mismo para el frente militar: los talibanes siguen teniendo el control de una parte de la nación.

Desde el 2002 hasta hoy ha habido muchas operaciones militares pero los talibanes nunca han dejado sus incursiones y ataques tanto contra el gobierno ‘amigo’ de los americanos como contra las fuerzas de ocupación. Las continuas escaramuzas entre las dos facciones siguen causando numerosas víctimas civiles.

Gracias a este estado de continuo enfrentamiento, en ningún momento Wali ha pensado de quedarse o de regresar a vivir allí.

— No hay aquella libertad a la que me he acostumbrado aquí. No hay libertad de expresión, de salir, de pensar y creer lo que quieres. No es que aquí se pueda hacer lo que te pasa por la cabeza sin regla alguna, pero hay tolerancia, mientras que en Afganistán sea por la cultura o por la religión, siempre hay límites, restricciones —el relato continúa, aparta el cuello de la sudadera verde que lleva puesta para mostrar algo.

Quizás mostrará una herida, una cicatriz, pero es sólo un tatuaje, un tribal. También tiene otro de escorpión, su signo del zodiaco.

— Si los vieran los talibanes, es probable que me matasen. Esto son cosas de occidentales.

Las niñas de las zonas más remotas son quemadas si violan la ley religiosa, las apedrean en las plazas. Las mujeres por lo general cuentan poco. Donde valen mucho es en la sociedad, pero sólo en su papel de esposa y madre. La mujer es la encargada de la casa mientras los hombres llevan el sustento de la familia. Las familias son numerosas y permanecen juntas, como la de Wali.

La matriarca con 66 años, 12 hijos y 65 sobrinos coordina los esfuerzos para preparar la Sciola que se servirá en el banquete de bienvenida: arroz, lentejas, carne de guisado y salsa de tomate serán sazonados y cocinados durante horas. Las nueve mujeres de la casa preparan además ensalada, garbanzos y yogurt natural.

—Han preparado una gran fiesta para mi regreso, una mesa inmensa y mi hermana cocinó mi plato favorito.

Los amigos que se han quedado allí han hecho un montón de dinero y todos están casados. También la chica que amaba profundamente. Ella era la cuñada de uno de sus hermanos e iba a su casa una vez al mes. Wali odiaba jugar con las muñecas con sus hermanas, pero al hacerlo con ella era liberado de todos los prejuicios.

Fue una larga historia de amor de seis años, hecha de miradas.

—Nunca nadie se enteró, excepto mi hermano mayor. Me esperó tanto tiempo, pero cuando volví ya estaba casada, eligió como marido a un chico con el mismo nombre que yo.

Por eso Wali  dice que para él en Italia no hay una historia seria de amor… que no quiere que alguien le haga daño.

Por: Maddalena Liccione

Nacida en un pueblito del sur de Italia, Maddalena supo que quería descubrir qué había más allá de su pequeño entorno. Estudió Economía en Milán y tiene una especialidad en Dirección de Instituciones Internacionales. Ha trabajado para Naciones Unidas en Ginebra, para una ONG en Dublín y en 2006 llega a Madrid para dedicarse al mundo de las finanzas.


Su inquietud natural y su convicción de que los números siempre esconden una historia que contar, hacen que dé un giro radical en su formación para comenzar el Máster en Periodismo de Investigación, Datos y Visualización en el diario El Mundo. Uniendo los puntitos de su pasado, dibuja el contorno de su futuro. Después de un breve paréntesis colaborando para los periódicos El Mundo y Expansión, ahora es redactora jefe de la revista financiera Funds People. Madre y motociclista, recorre Madrid en su vespa.

 Ver serie.

Parte 1 El bibliotecario que se rehusó a matar.