La bestia que se tragó a Armero

Por: Olga Behar

Utópicos presenta hoy un capítulo del libro “Oficio de reportero”, ‎cedido por su autor, Jorge Manrique.
Mañana, artículo final sobre el uso y el abuso de la imagen de Omaira, la niña que murió en vivo y en directo.



JORGE MANRIQUE GRISALES

   TOMADO DEL LIBRO OFICIO DE REPORTERO (2015)

Con el geólogo manizaleño Víctor Hernán Cubillos, hoy residenciado en Canadá, reconstruimos la historia de un grupo de estudiantes de la Universidad de Caldas que iba en plan de recoger fósiles cerca de Ibagué y terminó en Armero la noche del 13 de noviembre de 1985.

Foto tomada El Espectador

Mientras esperaba ser rescatado, 48 horas después de la avalancha que borró a Armero, el entonces estudiante de Geología, Víctor Hernán Cubillos, recordó el papel pegado en la cartelera de la Facultad de Geología y Minas de la Universidad de Caldas donde aparecía escrito con marcador azul: “Salida Payandé-Piedras. Noviembre 13 de 1985. Hora: 8 a.m.”

El dato lo apuntó claramente en un cuaderno que llenó de recuerdos días después, cuando se recuperaba de las heridas en el Hospital Universitario de Caldas. Veinticinco años después repasamos con él ese cuaderno de notas. Allí está la historia de 29 estudiantes, un profesor y un conductor a quienes una mala pasada del destino los desvió de su ruta y los puso el 13 de noviembre de 1985 en las entrañas de la tragedia natural más grande que ha sacudido a Colombia.

Allí está la historia de 29 estudiantes, un profesor y un conductor a quienes una mala pasada del destino los desvió de su ruta y los puso el 13 de noviembre de 1985

La salida del grupo de Geología desde Manizales se retrasó dos horas. El profesor Jorge Dorado Galindo estaba terminando un informe de investigación que tenía que dejar listo en la Facultad. A las 10 de la mañana, la buseta de la Universidad de Caldas, conducida por don Evelio García, tomó la carretera al Magdalena (salida a Bogotá). Todos llevaban sus libretas, morrales, herramientas, y $1.150 de viáticos que la Universidad le dio a cada uno con el fin de explorar un yacimiento de fósiles marinos que se encuentra cerca de Ibagué, por la salida a San Luis. La materia: Paleontología I.

Víctor Hernán Cubillos se acomodó en uno de los asientos de la buseta junto a su compañero y amigo de barrio, José Fernando Vallejo Naranjo. Esta sería la última vez que viajarían juntos.

Todos llevaban sus libretas, morrales, herramientas, y $1.150 de viáticos que la Universidad le dio a cada uno con el fin de explorar un yacimiento de fósiles marinos

Fósiles y ceniza en Falan

Un poco apenado por el retraso, el profesor Dorado les propuso a sus estudiantes hacer una escala en el municipio de Falan, Tolima, y realizar allí una primera acometida a las rocas que guardan vestigios de plantas y animales que poblaron la tierra hace millones de años. Todos estuvieron de acuerdo. Después de preguntar por la vía a Falan, lograron meterse por una carretera destapada que los llevó al lugar de los fósiles.

Eran cerca de las cuatro de la tarde. Cubillos dibujaba una hoja fosilizada en su libreta nueva, cuando sobre el papel comenzó a caer ceniza. Varios ya lo habían notado. En el aire también se percibía un leve olor a azufre. “Los objetos que habíamos colocado en el suelo, estaban cubiertos por una capa gris oscura”, se lee en el cuaderno del hoy geólogo residenciado en Ontario, Canadá.

“Muchachos, este volcán va a ser para este lado”, exclamó el profesor Jorge Dorado, luego de bajar de la cima de una pequeña montaña donde recogió algunos fósiles.
De allí en adelante, una serie de eventos fueron llevando al grupo hacia su oscuro destino. Tras retomar el viaje, se desgajó un fuerte aguacero que hizo que don Evelio, el conductor, disminuyera la velocidad. Pasadas las siete de la noche llegaron a Armero. La jornada había sido extenuante y ante la propuesta de don Evelio de pernoctar allí, todos estuvieron de acuerdo. Tenían hambre y ganas de una ducha para quitarse de encima la ceniza.

“Los objetos que habíamos colocado en el suelo, estaban cubiertos por una capa gris oscura”, se lee en el cuaderno del hoy geólogo residenciado en Ontario, Canadá.

Los huéspedes de “La Popular”

El aviso puesto encima de la puerta de una casa de dos pisos en el que se leía “Residencias La Popular” estaba escrito con mayúsculas rojas. Antes de bajar, el profesor Dorado dijo para que todos lo tuvieran presente: “Mañana nos vemos aquí mismo, a las 7:30. ¿Sí?”

En el ambiente, no había nada particular. Esa noche se transmitía por televisión un partido de fútbol. Seguía lloviendo y algunos estudiantes comentaban aún sobre la caída de ceniza de la tarde. “Aunque la sopa de espagueti tenía buen sabor, la carne gorda de las bandejas no estimulaba mucho el apetito”, se lee en otro de los apartes del cuaderno del geólogo.

Eran más de las 10 y 30 de la noche cuando se escuchó una algarabía en el patio del pequeño hotel. Varios estudiantes advertían nuevamente la caída de ceniza, esta vez más gruesa. Algunos, inclusive, pusieron periódicos en el piso con el fin de recoger muestras.

De un momento a otro se fue la luz. Víctor Hernán Cubillos y su amigo José Fernando Vallejo se quedaron con los lápices suspendidos entre los dedos. Estaban organizando las notas de la actividad de la tarde.

“¡Alístense que nos vamos!”

Los gritos de Zulma Cristina Fúquenes Arango pusieron a todos en alerta: “¡Los de Geología, salgan ¡Alístense que nos vamos!… ¡Saquen sus cosas!… La joven golpeaba las puertas de los cuartos buscando desesperadamente al profesor. Cuando lo encontró, éste le preguntó sorprendido qué sucedía. “¡El río se creció!”, respondió Zulma en medio de la oscuridad.

El geólogo Cubillos relata que trató de ponerle lógica al asunto. En la tarde había preguntado en Falan por los ríos que surcan la región. Le habían hablado de El Gualí y El Lagunilla. Con sentido práctico, tomó la decisión de subir al segundo piso para protegerse de una posible inundación. Una vez allí, contempló la posibilidad de subir hasta la terraza misma del hotel, pero las escaleras estaban atestadas de gente. “A lo lejos empezaron a escucharse los gritos de terror de la multitud perseguida por el estruendo atronador de la naturaleza…”, se lee en sus notas.

Estando en la escalera sintió el paso de la bestia descomunal que se desprendió de los glaciares del volcán nevado del Ruíz. “Se sentía el crujir de las vigas y muros, el estallido de vidrios, el ruido de latas aplastadas y el chasquido de árboles cercenados”, escribió.

 “A lo lejos empezaron a escucharse los gritos de terror de la multitud perseguida por el estruendo atronador de la naturaleza…”, se lee en sus notas.

Una balsa de concreto

Una gigantesca ola de barro y escombros se vino encima de quienes estaban en la escalera. Cubillos alcanzó a observar un tubo pegado al techo de la edificación y se aferró de allí con fuerza para resistir la embestida. Todo pasó muy rápido. Sus piernas se quedaron atrapadas y en un esfuerzo desesperado por liberarlas sintió que se desgarraban. Las heridas comenzaron a hacerse sentir. Estaba descalzo y encima sólo llevaba un pantalón corto y una camiseta.

Aferrado del tubo, el estudiante de Geología descubrió un hueco encima de su cabeza. Trepó como pudo y quedó encima de un trozo de la plancha de concreto que una vez coronó las Residencias “La Popular”. Junto con él estaban sus compañeros Helman Duque, Zulma Cristina Fúquenes, Jairo Aristizábal y Jaime Guzmán, así como un hombre joven quien dijo trabajar en Electrotolima.

“Muchachos… Aquí vamos a morir juntos”. Todos comenzaron a rezar…“Rogábamos porque nuestras familias supieran aceptar con fortaleza y resignación la tempranera y definitiva partida…”

Como si fuera una balsa, la avalancha del río Lagunilla arrastró el fragmento de concreto por cerca de seis cuadras. Permanentemente los ocupantes de la extraña nave eran golpeados por las copas de árboles que cedían ante el implacable paso de la espesa y turbulenta corriente. En el dantesco recorrido, los sobrevivientes del pequeño hotel vieron un campero incendiándose y a otro vehículo con las luces aún encendidas tratar de echar reversa, antes de ser consumido por la sopa espesa.

Helman Duque, angustiado, abrazó a sus compañeros: “Muchachos… Aquí vamos a morir juntos”. Todos comenzaron a rezar…“Rogábamos porque nuestras familias supieran aceptar con fortaleza y resignación la tempranera y definitiva partida…”, escribió el geólogo en sus memorias.

Luces extrañas en el cielo

De un momento a otro la balsa se detuvo entre dos árboles. Jaime Guzmán se desmayó. Sus compañeros notaron que tenía una pierna fracturada. Cuando recobró el conocimiento preguntó a sus compañeros por unas extrañas luces en el firmamento. “El cielo estaba como inundado de luciérnagas, repleto de chispitas brillantes intermitentes, aparentemente sin explicación lógica”, aparece en una de las notas del cuaderno del Cubillos.

Más personas se subían a la losa de concreto. Salían como fantasmas del lodo. Al divisar unas luces al final de una calle cerca al cementerio de Armero, los sobrevivientes comenzaron a gritar desesperadamente pidiendo auxilio. Dos linternas los alumbraron. Después de vacilar un momento, Helman Duque se arriesgó y se metió al lodo comprobando que se podía caminar sobre los escombros. “Lo más tenebroso de todo era que cuando uno caminaba, y como yo estaba descalzo, sentía que me paraba en cuerpos humanos… Sentía cabezas… dientes… Pero uno tenía que seguir si quería vivir”, dijo Cubillos 25 años después en un diálogo por Skype, desde Ontario.

El barrio “Morro liso”, conocido como la zona de tolerancia de Armero, quedó en pie. Allí atracó la balsa errante de concreto. Por más que quiso reconstruir la trayectoria de aquella noche en sucesivas visitas a Armero, Cubillos no logró descifrar el mapa instalado en su memoria que unía a las Residencias “La Popular” con aquella empinada calle del cementerio, donde algunas personas caritativas les ofrecieron a los estudiantes aguapanela y pan alrededor de una fogata.

 “Lo más tenebroso de todo era que cuando uno caminaba, y como yo estaba descalzo, sentía que me paraba en cuerpos humanos… Sentía cabezas… dientes… Pero uno tenía que seguir si quería vivir”, dijo Cubillos 25 años después.

Los fantasmas del amanecer

“Víctor, ¿Por qué no canta?”, dijo de pronto Jaime Guzmán, reconociendo la afición de su compañero por las baladas. “Recuerdo que canté Un beso y una flor, de Nino Bravo. Era una forma de combatir el miedo y romper el hielo entre los que estábamos alrededor del fuego”, recordó Cubillos.

Fue un amanecer lleno de llanto, aullidos de perros, mugidos del ganado atrapado en el lodo. El asunto se puso más tenebroso con la luz del día. Los sobrevivientes se vieron cubiertos por una costra de lodo por la que se filtraba la sangre de las heridas. “Algunos parecían cadáveres vivientes a quienes ya no les quedaban alientos ni siquiera para quejarse… Cuerpos desvencijados con sus esqueletos rotos, tirados en los andenes. Monstruosos desprendimientos de piel, caras desfiguradas, laceraciones profundas, llagas en carne viva…”, relata Cubillos en su cuaderno.

Con sus piernas heridas y minado por la espera de ser rescatado en alguno de los helicópteros, Víctor Hernán Cubillos tuvo que esperar 48 horas antes de ser trasladado primero a Lérida, luego a Girardot, de allí a Bogotá y ochos días después a su añorada Manizales, donde tuvo que ser internado en el Hospital Universitario de Caldas, pues presentaba principios de gangrena. Tuvo 15 días para llenar ese cuaderno que 25 años repasó en una tierra lejana, donde en noviembre comienza a sentirse el invierno.

 “Algunos parecían cadáveres vivientes a quienes ya no les quedaban alientos ni siquiera para quejarse…”relata Cubillos

Memorias del periodista dichas desde Armero #2

El periodista Jorge Manrique Grisales relató sus más profundos pensamientos y recuerdos sobre la tragedia de Armero, que incluyó en su más reciente publicación ´Oficio del reportero´.


Por: Laura Vanessa Angulo y Viky Andrade.

El foco central de este escrito resalta una historia que fue un gran hito en Colombia, la avalancha producida por el Volcán del Ruiz, conocida como la Tragedia de Armero, un suceso cargado de miedo, sufrimiento y tenacidad, que ocurrió en noviembre de 1985.

La docente Olga Behar -codirectora de Utópicos 2.0- realizó la entrevista a Jorge Manrique, en la que nos relató la forma como cubrió este insuceso y cómo la erupción del Ruiz era una tragedia anunciada: “Veinticinco mil personas perdieron la vida en las entrañas de una avalancha de lodo y piedras que se descuajó desde las nieves perpetuas del volcán nevado del Ruiz y bajó rauda por los cañones de los ríos que nacen en esa parte de la Cordillera Central”.

La erupción del volcán tomó por sorpresa a los pobladores cercanos; mientras tanto, los medios nacionales e internacionales exponían tal suceso de manera sensacionalista, presentando situaciones como el sufrimiento de la pequeña Omaira antes de su muerte. Por el contrario el periodista Manrique, paso a paso nos cuenta cómo la muerte acechó en cada esquina del municipio, sus lágrimas se reflejaban con la ceniza que caía poco a poco del cielo, cubriendo a los habitantes de esa región.

En su libro cuenta también la historia de Armero basándose en los escritos de un ex alumno de una expedición universitaria que terminó en tragedia el 13 de noviembre del 1985; este personaje es el hoy geólogo Víctor Hernán Cubillos, quien expone que esa noche “se sentía el crujir de las vigas y muros, el estallido de vidrios, el ruido de las latas aplastadas y el chasquido de los arboles cercenados”.
Al otro día el dolor se hacía notar, pero en el hotel donde se habían hospedado los estudiantes de Geología de la Universidad de Caldas había pocas quejas; las pocas personas sobrevivientes estaban desfiguradas, les faltaban extremidades y unos pocos lograron curarse. Fue el caso de Cubillos, quien fue trasladado al Hospital Universitario de Caldas por principios de gangrena en un tobillo herido. Ahora cuenta la historia desde Ontario, Canadá, donde actualmente reside.

Leer el libro es aclarar el dolor e imaginar lo inigualable, esta crónica nos relata cada paso en la vida de un sobreviviente que cada 13 de noviembre recuerda tales hechos y llora por la muerte de sus conocidos.

Manrique se refiere estudios de cómo ha ido cambiando el volcán que consumió todo un pueblo, de la composición del nevado del Ruiz -situado a 4.885 metros sobre el nivel del mar-. Después de lo acontecido, las autoridades tomaron más precaución, dado que este fenómeno de la lluvia de ceniza causando actualmente problemas en el cauce de los ríos, así como acidez en sus aguas, lo cual afecta las plantaciones; Igualmente, se revisaron las medidas para prever acciones en caso de una erupción futura del volcán.

Colombia necesita un momento de dolor para actuar, con frecuencia analiza los hechos cuando hay muertos de por medio. Y así como pasó con Armero, pueden ocurrir otros acontecimientos sin que elabore un plan de contingencia.

Los medios nacionales e internacionales posaron sus miradas en Armero un día después de la tragedia; el dolor y las noticias del momento parecían pasabocas para los periodistas, y es aquí cuando este libro nos invita a recordar un momento que no debió pasar, pero que aunque le echen la culpa a la naturaleza, los entes gubernamentales permitieron que sucediera.

Fotografía tomada de: amqueretaro.com

Armero 30 años: Ecos de una tragedia. (1)

A partir de hoy, y durante toda la semana, Utópicos.com.co publicará varios artículos sobre la tragedia de Armero.


Por: Olga Behar

Directora de www.utopicos.com.co

Iniciamos esta serie con una crónica inédita, escrita por José Julián Mena Rivera, comunicador de la ONG Crecer en Familia.

“Mi fe se quedó enterrada en el lodo”

Por José Julián Mena Rivera

@josejulianmena


Con lágrimas en los ojos, María Teresa Tovar evoca el drama que vivió hace 30 años, cuando su “fe quedo enterrada en el lodo” en medio de los escombros al lado de los cadáveres, en una tierra de nadie que en otrora se llamaba Armero.

Sus tobillos guardan la cicatriz imborrable de la tragedia “faltó poco para que le amputaran el pie”, recuerda Antonio Rojas, esposo de María Teresa, a la vez que se agacha para masajearla, sin dejar de fruncir sus labios con un sentido de conmiseración.

De nuevo, remontan la postura en el sofá de metal, de seis cojines separados, y entrelazando sus manos, arrugadas por el paso inevitable de los años, se dispone a abrir el baúl que había estado cerrado con candado, aquel que alberga los recuerdos dolorosos.

Al romper el cerrojo, rememoraron las horas previas a la tragedia, el aviso de peligro del párroco por la megafonía de la iglesia, la lluvia de ceniza que desde las cuatro avizoraba del peligro; el apocalipsis anticipado de Armero.

Levantando la mirada hacia el techo, como si tuviera escrito sus pensamientos en él, María recuerda que “esa tarde nadie le puso cuidado al anuncio del párroco, creíamos que era una creciente de agua y nada más. Nunca imaginamos que acabaría con todo, aún no se si es lo que tenía que pasar”.

A las once y media de la noche del 13 de noviembre de 1985, se sintió un fuerte temblor, acompañado de un estallido que levanto la humanidad de María del asiento de la sala. Ante el pánico, se reunieron en el patio de la familia Rojas Tovar; con ellos Vivian tres de sus hijos: Luis, Doris y Olga, y los acompañaba la madre de María Teresa. Al lado de ellos, el carro que con mucho sacrificio había comprado meses antes: pero la naturaleza no entiende de esfuerzos.

Al instante, una sombra se acercaba con la amenaza de envolverlos. Cien millones de metros cúbicos de pantano, lava, hielo y piedra – según las estimaciones de organismos de socorro- y el ruido ensordecedor de personas, reces caballos y toda clase de seres vivientes, que luchaban por su vida en medio del lodazal, se aproximaba cada vez más.

Se cogieron fuerte de las manos, mientras escuchaban el crujir de metales, tablas, y porque no, hasta de huesos. “volteé a mirar y vi como las paredes se reventaron de un solo golpe”, recuerda Doris.
“A mi madre nunca la volví a ver, me queda el recuerdo del último roce que se dieron nuestras manos antes de que nos separara la avalancha”, relata con nostalgia María Teresa.

Ana Beatriz, otra hija del matrimonio Rojas Tovar, quien residía en el Líbano, fue presa del pánico, al no saber del paradero de sus familiares. Estaba en los últimos meses de embarazo y aún recuerda con dolor como veía llegar camiones repletos de cadáveres: “Miraba atentamente con lágrimas en los ojos, esperando encontrar a algún familiar”, y cree no equivocarse al afirmar que observaba como algunos cuerpos aún mostraban signos de vida.

“A Luis se le habían salido las tripas, yo las cogí, se las lave y se las volví a embutir”, recuerda Antonio. Después no supo más de su hijo. “Hubo mucha confusión las mujeres y las niñas era conducidas para un lado, los varones, para otro lado. Luis tenía diez años en ese tiempo”.

La familia Rojas Tovar fue repartida por todo el territorio nacional. María Teresa fue trasladada a Ibagué donde permaneció dos largos meses; Antonio, a Cali con su brazo partido en dos, de Luis se sabía que lo tenía una señora en Ibagué y de Doris y Olga, que se encontraban en Bogotá.

Con dolor Antonio trae a memoria el caso de Elías Acosta, quien tenía cinco joyerías y una finca. “Él estaba tendido en el suelo. De por sí, él ya tenía problemas en una piernita, pero al parecer se había lastimado las dos. Íbamos caminando y lo encontramos tendido en el lodo. Me dijo: ‘Antonio présteme un cuchillo o una navaja’, yo le pregunté: ¿para qué?, y me respondió: ‘es que me voy a quitar la vida, porque no me aguanto’, yo le dije ‘tenga paciencia, don Eli, que ya están sacando la gente, aguántese mientras vienen por usted’. Después oímos el comentario de que cuando un socorrista se detuvo para ayudarlo, le quito el cuchillo y se lo clavo en el pecho.

“Solo fue hasta enero de 1986 cuando nos encontramos de nuevo, fueron tres largos meses de sufrimiento, al no saber nada de la familia”, asegura María, mientras enjuaga sus lágrimas al recordar las angustias de su corazón.

El destino, la tragedia o la fatalidad le cambiaron a su pueblo natal de Armero por el municipio de Yumbo. La monja Silvia Correa supo de la historia de la familia Rojas Tovar por un diario local y diligencio, por medio de una comunidad religiosa irlandesa, la compra de un nuevo domicilio para ellos. De ahí en adelante, tendrían que construir una nueva historia en la capital Industrial del Valle y es así, como desde hace 30 años lo han hecho.