In memoriam
David Sánchez Juliao (1945-2011)
Eduardo Galeano (1940-2015)
Siempre les tuve pavor a las espinas de ciertos pescados. Tal vez, por ser del interior del país –aunque ya sabemos que Cali queda a solo 122 kilómetros de Buenaventura, en la costa del Océano Pacífico- no había un hábito familiar de su consumo en nuestro hogar. Eso sí, cuando mi papá nos invitaba a Corzo, uno de los pocos restaurantes de comida de mar que había en la ciudad, disfrutaba del róbalo, la corvina y, de vez en cuando del mero, preparados magistralmente por su chef de siempre, un español que llegaba hasta la mesa para hacer mil preguntas sobre los platos y regodearse con los comentarios, sinceros y muy adornados, provenientes por lo general de mi madre, una reconocida cocinera autodidacta que ostentaba el diploma Cordon Bleu, obtenido por correspondencia.
Disfrutábamos, pues, de la comida de mar, nunca de río, pues el salmón era inexistente en esta región cuando se conseguía lo que daba el país y no tantos productos importados como los que invaden nuestros supermercados actualmente.
El bagre y el dorado eran despreciados “por su sabor a barro” –decía mi mamá- y por su carencia de escamas, una limitante para el tipo de comida judía kosher que se respetaba en la mayoría de hogares de nuestra cultura. Tampoco le gustaba la mojarra de río y el bocachico, “ni de riesgos”, por las espinas filosas y tan delgaditas como agujas de coser, que podían atravesarse en la faringe.
Hoy, recordé una de las más terribles y hermosas anécdotas de mi vida, cuando pedí en el supermercado unos bocachicos, pues aunque yo ni lo pruebo, algunos integrantes de mi entorno familiar lo disfrutan y saben comerlo, expulsando las espinas con maestría.
-¿Bocachico del Magdalena?, eso ya ni hay, le ofrezco este, peruano.
¿Importado del Perú? No podía creerlo. Al ver su tamaño descomunal –pues recordaba la talla individual de ese pescado que se ofrecía en los comederos de los pueblos ribereños de nuestro gran río- sentí que debía hacer algo más que despreciarlo. Fue entonces cuando comencé el googleo que hoy nos enseña más que cualquier biblioteca.
Un artículo del periódico El Tiempo del año 2000, ya alertaba sobre el tema: “Según Rafael Otero, especialista en reproducción y cultivo de peces, entre las causas de esta disminución figura la apertura de vías de comunicación sin previos estudios de impacto ambiental, el taponamiento de caños por sedimentación y vegetación, la desecación de ciénagas, el uso de plaguicidas y fertilizantes, el mal uso de redes de pesca y la captura de peces que no presentan tallas mínimas, principalmente”. http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1263753
Quince años después, es claro que la mano del hombre casi ha acabado con este apreciado pez, que combina su navegar entre las ciénagas y las aguas corrientes, por lo que hoy se cultiva artificialmente. Pero como “el bocachico no se reproduce en forma natural o en aguas quietas, tales como ciénagas, estanques o cualquier otro estado de aguas lénticas, en estos medios solo logran madurar sus gónadas Por eso para lograr su reproducción en cautiverio es necesario estimularlos artificialmente con extractos hormonales” (ibid).
Ajá, entonces mis comensales terminarán ingiriendo componentes químicos. Allá ellos que insisten en comerse el pescado peruano que compré a regañadientes.
A punto de echarlo en la olla, decidí tomarle una foto. Y al verla, no pude evitar un recuerdo, entre terrorífico y dulce, sobre el único trozo de bocachico que he comido en mi vida.
El día que mi querido y respetado amigo y escritor David Sánchez Juliao me llamó para invitarme a un sancocho de pescado, me negué en el primer momento.
-¿Pero, por qué?
-Porque tú eres sabanero y seguro es pescado de río.
-Niña, precisamente de eso se trata. Me acaba de llegar la encomienda de Lorica y ya vamos a empezar a sudar el bocachico.
¡Bocachico! El pescado que causaba terror en mi familia. El que no nos dejaban ni probar, porque las espinas eran filudas y tan delgadas como una aguja de coser.
-Hermano, paso. Le tengo pavor a ese bicho.
-Mira, tienes dos motivos para venir. Primero te digo el segundo: el auténtico hijo dilecto de Lorica te va a enseñar a separar en la boca las espinas de la carne.
-¿Y el primero? Tiene que ser verdaderamente tentador, porque con el de tu clase magistral no me convences.
-Te voy a presentar a tu ídolo de ídolos.
-¿Miguel Bosé?
-¡Qué Bosé ni qué carajo! Nuestro compañero de mesa será Eduardo Galeano.
Colgué casi sin despedirme, busqué con frenesí en mi biblioteca, con la misión de que me fuera autobiografiada, ‘Las venas abiertas de América Latina’ –la nueva biblia de la izquierda latinoamericana, que había dejado en los anaqueles a Marx y a Trotsky-, agarré mi cartera, saqué las llaves del carro y corrí hasta la calle 19, para encontrar un parqueadero y subir al apartamento de David.
Galeano, ya un reconocido escritor y periodista uruguayo, era más que mi ídolo. Porque a los ídolos se lo quiere y se los disfruta, pero de los maestros se bebe el elíxir de la sabiduría y de la experiencia.
Estaba sentado en el sofá de la sala. Al verme entrar, se puso de pie y me saludó con un especial afecto.
-Ya sé algunas cosas sobre vos, que te persigue la tomba, que sos periodista de televisión, que querés ser escritora pero no sabés cómo ni por dónde empezar.
Yo no supe qué decir. Me pareció guapísimo, con sus ojos claros, su pelo aún rubio y su contextura delgada, pero firme. Rápidamente hice abstracción de su notable belleza física, para empezar a escudriñar su mente y su alma. Pero en solo un par de horas, difícilmente podría establecer la confianza necesaria para ganarme su amistad. En fin, decidí dejar para después el autógrafo e intentar aprovechar el tiempo, que corría, para mi fortuna, lento esa tarde de sábado.
Después de unas cuantas copas de vino, unos patacones alucinantes y los ires y venires de Sánchez Juliao entre la cocina, el comedor y la sala, sonó el grito de guerra que me devolvió al terror.
-Listo el sancocho.
Me pareció extraño ver, en tan espléndida mesa, un pan francés cortado en trozos grandes.
-Por si acaso- dijo David, al notar mi mirada sobre la canasta.
No quise preguntar nada y me resigné al futuro: pescado del río Sinú, arenoso y con esas espinas filosas y tan delgadas como una aguja de coser. Un ojo del animalejo parecía mirarme, como diciendo, aguanta, niña, ya verás de qué soy capaz.
Y como cuando el destino tiene marcada la desgracia, a las tres cucharadas sentí que el mundo se me venía encima. Súbitamente, la respiración quedó cortada y, sin remedio, el filo de la espina rasgó mi esófago. Bajé la mirada y pasé saliva. El ojo me miró con sorna, como vengando su muerte y su destino final en el caldero de los Sánchez Juliao, y me dijo niña Olga, eso te pasa por desoír las órdenes de tu mamá.
A la tos seca y ahogada le siguió la exclamación de David, el pan, el pan, pásalo en pedazos grandes, lo menos triturado y mojado que puedas, mientras un Galeano lívido, angustiado, solo atinaba a darme golpes en la espalda.
-No Galeano, no pierdas tu tiempo, si se atoró la espina, se atoró. ¡El pan, ayúdala con el pan!
Diez minutos después estábamos rumbo al Hospital San Ignacio, el único que se le ocurrió a David en ese momento. El médico de urgencias diagnosticó:
-Si no le bajó con el pan, habrá que anestesiar e intervenir, para extraer la espina.
Eduardo Galeano, el autor de tantas obras profundas y excelsas, el investigador que se disponía a viajar a la Sierra Nevada de Santa Marta para conocer de primera mano las historias sobre los primeros pobladores (para su segundo tomo de Memorias del Fuego, Las Caras y las Máscaras), el admirado intelectual de izquierda por toda Latinoamérica, caminaba de un lado para el otro como si estuviera en las afueras de una sala de parto.
Cuando David escuchó, ‘quirófano’ ‘anestesia’, intervenir’, gritó exaltado:
-El pan, el pan, no hay espina que se resista a un buen trozo de pan duro o a una papa salada.
Ordenó congelar la escena mientras buscaba una sancochería o una panadería. En la carrera séptima había de ambas y el pobre hombre, agitado por la carrera y por su peso descomunal, regresó con una bolsa de calados.
Después de verme engullir las tostadas bogotanas y de pasarlas con un jugo de durazno de frasco, Galeano me susurró al oído:
-Vámonos que ya viene el médico con el bisturí. La sabiduría Caribe tiene que ganarle a los años de estudio del joven de las urgencias.
Cuatro horas después de haber visto por primera vez sus ojos claros y de haber escuchado su voz aterciopelada, estábamos de vuelta en casa de nuestro anfitrión. La mesa estaba ya desocupada y, por fortuna, el ojo del pescado no me sonrió burlón. David fue por una botella de whiskey y anunció entre risas:
-Si los panes no te sirvieron, esto te hará olvidar. Mañana, el guayabo enmascarará la herida de la espina del pescado.
Tratando de recobrar la normalidad, pregunté:
-¿Y por quién brindamos?
Eduardo Galeano alzó su vaso y anunció:
– El almuerzo de hoy parecía un encuentro de cortesía. De verdad, no daba ni un peso por lo que podría salir de él. Brindemos, entonces, en homenaje al gran Río Sinú, que acogió al ser extraordinario que hoy sella una amistad. ¡Bocachico, gracias por la espina de la amistad!
OLGA BEHAR
DIRECTORA UTÓPICOS.