Utopicos.com.co presenta hoy extractos del capítulo del libro A bordo de mí misma, publicado por nuestra directora Olga Behar @OlgaBehar1 (Ícono Editorial, noviembre de 2013), que permite entender la atmósfera que se respiró en momentos previos y durante los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985.


Noviembre de 1985 llegó en alta tensión. La guerrilla se había replegado después del fracaso del proceso de paz y los militares estaban engatillados, con las armas listas para actuar. Dos días antes de comienzos de mes hubo un evento que puso mi vida, verdaderamente, en un gran peligro. Como presagio de lo que sucedería cinco semanas después y que me obligaría a salir del país, exiliada.

Me encontraba en Cali, visitando a mi familia. A mi papá se le ocurrió que fuéramos a un desfile de modas que se realizaría en uno de los grandes salones del Hotel Intercontinental. Ese tipo de actividades no eran muy de mi agrado, pero como mi papá se movía en el medio de la confección y la moda, decidí darle gusto y acompañarlo.

-Además, podrás ver a tu amiga Amparo Peláez; ella es la presentadora.
No solo estaba Amparo. Había una buena cantidad de periodistas, varios de los cuales transmitían el evento por radio. En algún momento mencionaron que yo me encontraba entre los asistentes y, por esas cosas ridículas de la vida, alguien en una de las montañas del Cauca estaba escuchando esa transmisión.
-Comandante: creo que ya encontramos la solución al problemita de los soldados.
-Explíqueme, compañero- le pidió Álvaro Fayad.
-Dijeron por radio que la periodista Olga Behar está en Cali. No es sino buscarla y que se venga con otros periodistas a bajar a los prisioneros.
A la mañana siguiente, un miembro del M-19 solicitó verme en la portería de la edificación donde estaba ubicado el apartamento de mis padres. Decidí pedirle que camináramos por la vera del Río Cali, justo enfrente del edificio. Así no despertaríamos sospechas en ese inmueble habitado por gente de la más rancia sociedad caleña.
-Olga, el comandante Fayad necesita que usted y una comisión de periodistas suban a hacer una gestión humanitaria.
-Uy, de malas, salgo esta tarde para Bogotá. Mañana tengo trabajo.
-De verdad, es importante. Usted sabe que se viene una arremetida fuerte por la ruptura del proceso de paz, se nos están acercando mucho y necesitamos resolver un problemita.
-¿Pero, de qué se trata?
-No le puedo dar más información. Solo le pido que dentro de dos horas esté en ‘Tardes Caleñas’. El resto de la comisión lo estamos integrando. De verdad, es una misión humanitaria de urgencia.
-Y si es un asunto humanitario, ¿por qué no llaman a la Cruz Roja?
-Ya se hizo la gestión y no quisieron. La cosa está peligrosa.
¿Y si está peligrosa, por qué cree que yo voy a ir?
-Pues porque usted es berraca.
-¿Y el camarógrafo? No tengo a nadie en Cali.
-Cómo se le ocurre que vamos a dar semejante visaje. Toca sin cámara.

A ‘Tardes Caleñas’, el estadero del sur de la ciudad en donde se comía el mejor pandebono y se tomaba la mejor lulada, llegaron también otros periodistas de la ciudad y de Bogotá. En total, la tal “comisión humanitaria” quedó compuesta por cinco personas, mas los guerrilleros vestidos de civil, entre los que se encontraba “Anita”, una mujer mayor, muy dinámica y habladora. Cinco horas después estábamos frente a frente con Álvaro Fayad.-Hermana, siquiera vinieron. Todos ustedes son muy valientes. Sé que son capaces de dar sus vidas por las personas a quienes les voy a presentar.
Mandó a traer a tres jóvenes de buen semblante, pero con cierta actitud nerviosa. No logré detectar su origen, por las prendas civiles que llevaban y el hecho de que ya les había crecido el pelo.

-Compañeros soldados. Tengo el gusto de informarles que hoy mismo ustedes quedan en libertad. Aquí está la comisión humanitaria que los va a bajar.
Sorprendidos y muy conmovidos, los soldados nos abrazaron y nos agradecieron efusivamente. Seguidamente, uno de ellos preguntó:
-Comandante, el problema es ¿qué tal que nos descubran en el camino y nos maten para echarles la culpa a Ustedes?
-Tiene usted toda la razón. Pero no se preocupe, que eso lo cuadramos nosotros. Alístense, no lleven pendejadas, solo lo que quieran conservar.
Mientras los muchachos organizaban su precario equipaje y se despedían de sus captores, Fayad dio respuesta a muchos de los interrogantes que comenzaron a cruzar por nuestras mentes:
-Compañeros periodistas. Hace dos meses, en un operativo dirigido por el comandante ‘Oscar’, fue derribado un helicóptero. Hubo varios militares que murieron y estos tres fueron tomados como ‘prisioneros de guerra’. Pero como Ustedes lo entenderán, el momento es difícil para nosotros y no podemos estar moviéndonos con ellos. Además, ya se cumplió el objetivo político, no nos vamos a volver secuestradores de estos pelados, ¿de qué nos sirve tenerlos acá en el monte? Bueno; ahora quiero explicarles cómo va a ser la operación de liberación de ellos. Tiene razón el soldado cuando dice que tienen que entregarlos en un sitio seguro. El jeep ya está listo. Pero va a ir una avanzada de dos compañeros en moto para ir mirando el camino; así evitamos que caigan en un retén, porque esto está muy complicado.

Nos despedimos rápidamente porque ya iba cayendo la noche y sabíamos que la jornada sería larga y difícil. Nunca me imaginé que ese abrazo presuroso sería el último que me daría el Turco Fayad, quien moriría cinco meses más tarde en un operativo de la Policía, nunca aclarado jurídica ni políticamente.
Comenzó una jornada de ocho horas esquivando retenes del ejército y de la policía, de algunos trayectos de jeep y otros a pie en la oscuridad absoluta en medio de cañaduzales del norte del Cauca y del sur del Valle. A las tres de la mañana entramos a territorio caleño, sin saber muy bien qué hacer con estos pobres muchachos, que todo el tiempo hablaban de su agradecimiento eterno, pero también de un extraordinario temor a sus propios superiores.
-¿A dónde los llevamos, muchachos?
-A la Cruz Roja- dijo uno de ellos.
-A un noticiero- dijo otro.
Ninguna de las dos ideas nos sonó. ¿A la Cruz Roja, después de que se había negado a ir a recogerlos? O ¿a un noticiero vacío a esa hora de la madrugada?
De repente, a uno de los periodistas de la radio local que iba en el grupo se le ocurrió que nos encamináramos hacia la parroquia de uno de los sacerdotes más populares de la ciudad.
-Él sabrá qué hacer.
En efecto, cuando el padrecito de El Templete -medio dormido todavía- nos abrió la puerta de la casa cural, supe que habíamos tomado la decisión acertada.
-Muchachos, bienvenidos. Ya les preparo algo de comer. Y ustedes, periodistas, váyanse a dormir, que yo me encargo de todo.
-¿Qué va a hacer, padre?
-Mire, mi niña, si yo llamo ya a la Brigada, se los llevan y quién sabe qué hagan con ellos. Y yo me gano amenazas e intimidaciones para que me quede callado. Lo mejor será que descansemos todos y a las seis y media de la mañana yo llamo a los noticieros.
Los soldados nos pidieron estar allí a esa hora. Sobre las siete de la mañana, tuvimos nuestros minutos de fama y luego nuestras horas de zozobra, cuando nos interrogaron con cierta agresividad para tratar de descubrir si había algo irregular en todo lo sucedido. Recibida la información en Bogotá por el ministro Vega Uribe, su aversión hacia mí se intensificó aún más. El ministro de la Defensa Nacional estaba a punto de perder la paciencia.

***
El lunes cuatro de noviembre amaneció lluvioso. “Qué jartera, mi primer día de licencia y me recibió con agua”. Había pedido permiso no remunerado por una semana al Noticiero 24 Horas, para preparar el lanzamiento de mi primer libro, “Las Guerras de la Paz”, que publicaría Editorial Planeta ese viernes. Las tareas diarias en mi actividad como reportera no me permitirían adelantar toda la gestión en medios de comunicación por lo que mi jefe, Mauricio Gómez, estuvo de acuerdo en que me ausentara durante esa semana laboral.

El director del Noticiero 24 Horas era otra de las cinco personas que sabía de mi aventura literaria. Es más, le parecía interesante que yo hubiera decidido reunir reflexiones y testimonios que por asuntos de tiempo o de política editorial, no salían en los medios de comunicación. Siempre consideró Mauricio que yo escribía bien y me alentó a que produjera algo más que algunas páginas de los libretos que a diario elaborábamos para la emisión de las siete de la noche.
Con Mauricio Gómez y un equipo muy profesional y balanceado políticamente, teníamos casi a diario batallas campales por las posiciones que asumíamos los unos y los otros frente a las temáticas de la política y la violencia. Casi siempre ganaba la información y con frecuencia yo salía triunfante de la reunión. Aunque después, hacia las once de la mañana, se hacía el silencio en la redacción y todos esperábamos, nerviosos y con el sable desenfundado, la finalización de la charla entre nuestro director y su padre, Álvaro Gómez Hurtado.

Aunque Gómez Hurtado era el embajador de Colombia en Washington, siempre sacaba unos momentos para hablar por teléfono con su hijo. En las charlas no faltaban el análisis y la discusión sobre el contenido del noticiero. A veces, Mauricio colgaba y cuando abría la puerta de su oficina, sabíamos que ardería Troya. O nos tumbaba nuestro tema del día, o había algún tipo de modificación en el concepto editorial. Por supuesto, alegábamos y vociferábamos, pero si papá lo había dicho, era el fin de la conversación. He de reconocer que en muchas ocasiones, Mauricio utilizaba nuestros argumentos y le ganaba la batalla a su propio padre.

Para mí, ese ambiente era un alimento intelectual que degustaba con fascinación. Nunca me incliné por el camino fácil. Y cuando los argumentos tenían un espacio, era definitivamente tentador dar las peleas. Casi siempre contaba con el apoyo de Javier Darío Restrepo, ese gran periodista y mejor ser humano que hizo sólidos mis mandamientos éticos durante los dos años que tuve el privilegio de trabajar a su lado. Y en Amparo Peláez encontré a una hermana que siempre me acompañó en los éxitos y en los sinsabores profesionales y personales. Ambos disimulaban mis ausencias, cuando estaba haciendo alguna entrevista para el libro o buscando el documento esquivo. Y bromeaban cuando simplemente le anunciaba a Mauricio que me ausentaría por uno o dos días –o quién sabe cuántos-, asegurando que por ahí tenía un “tinieblo” en provincia y que me dejara disfrutar de las mieles del amor. Ellos también sabían y compartían mi secreto: el libro era el que me quitaba el sueño.

Con Mireya Fonseca, Editora de Planeta, se convino que el lanzamiento sería el viernes ocho de noviembre de 1985, a las siete de la noche. Uno de los mejores amigos de mi padre, el empresario paisa Jaime Posada, ofreció el salón principal del Hotel Belvedere, de su propiedad, para el evento. Hasta grupo vallenato contratamos para esa noche. Era mi entrada al mundo de las letras y yo sentía que por fin, mi verdadera vocación era un sueño cumplido.

Durante ese lunes lluvioso y todo el día martes visité medios de comunicación. Los periodistas con quienes hablé aceptaron a regañadientes el embargo de la información hasta el viernes. El miércoles seis de noviembre tenía tal vez la cita más importante. Antes de mediodía me recibirían en la revista literaria dominical de El Tiempo. En aquella época, salir en ese diario era como lograr la joya de la corona; y más aún, si las páginas literarias acogían mi escrito.

Como era mi costumbre, tenía la radio encendida. Pasadas las once de la mañana, escuché el extra de Caracol, anunciando que algo pasaba en el área de la Plaza de Bolívar y que se creía que el M-19 se había tomado el Palacio de Justicia. Fue un momento de mucho desconcierto para mí. Me preguntaba por las motivaciones de esta acción y temía consecuencias funestas. Aunque el M-19 había sorteado con éxito otras batallas, como la toma de la Embajada Dominicana, en esta ocasión sentí que habían ido demasiado lejos. Los altos mandos militares estaban con deseos de guerra reprimidos y esto estallaría como un volcán.
Claro, nadie medianamente lúcido hubiera imaginado que el contra ataque sería tan feroz, despiadado e irracional. Pero lo fue y durante las siguientes 28 horas viví, con angustia y desespero -al igual que la mayoría de los colombianos- el episodio más triste de nuestro país,. Allí murieron tantos buenos amigos, tantos conocidos y, sobre todo, tantos colombianos inteligentes y capaces, que nuestra patria aniquiló de tajo a una generación que pudo haber contribuido a forjar un país mucho mejor que el que tenemos.

Cuando comenzaron a entregarse las listas de muertos y desaparecidos, sentí que yo también moría un poco. Siempre se nos ha dicho que debemos ser objetivos, que nuestra misión es ver los toros desde la barrera. Pero en esa desgraciada jornada entendí que el periodista suele tener una máscara de ausencia de emociones, de neutralidad, hasta cierto punto de indiferencia. Y que yo, ese papel no lo jugaría nunca más. Desde esos hechos infaustos, abracé el periodismo comprometido, el periodismo de autor.

Saber que el magistrado Manuel Gaona Cruz –que semanas atrás me había hablado con tanto cariño de sus bebés- estaba muerto, produjo en mí un gran dolor. Contertulio (con menos frecuencia de lo que yo hubiera querido) sobre temas de libertad, de paz y de democracia, era para mí un adalid de la justicia. También estaban otros magistrados de la Corte Suprema de Justicia y consejeros de Estado con quienes había tenido contacto con cierta regularidad. Los admiraba y respetaba. Sabía de sus altos valores morales y de su lucha contra la corriente, contra las violaciones de los derechos humanos y los golpes a la democracia que se estaban dando durante esos años.

Pero también estaban los miembros del comando del M-19, varios de los cuales habían contado sus historias para mi primer libro, Las Guerras de la Paz. Allí estaban Lucho Otero, Andrés Almarales, Alfonso Jacquin y se decía que algunos otros como Vera Grabe y Rafael Arteaga –quienes luego se supo, no habían entrado al Palacio-. También estaban muertos o desaparecidos seguramente muchos otros a quienes nunca identificaría, pero que era probable que hubiera conocido durante mis visitas a los campamentos guerrilleros.

Tanta gente joven, brillante, entregada a sus ideales. Muchos inocentes, otros equivocados que no tuvieron la opción de la rendición y de un juicio justo. Creo que, aparte de los procesos políticos y jurídicos, aparte del juicio de la historia, algún día se deberá hacer un análisis de cuánto perdió Colombia con una generación mutilada y los principios democráticos cercenados. Fue el comienzo del “todo vale”, de la sentencia maquiavélica “el fin justifica los medios”, del “salvando la democracia, maestro”. Después de los hechos del Palacio de Justicia, Colombia se acostumbró a las soluciones de fuerza, irracionales y desmedidas. Las organizaciones guerrilleras traspasaron las fronteras de la ética, llegando incluso a mezclarse con la producción de drogas alucinógenas, asesinando fuera de combate, secuestrando a diestra y siniestra.

Por su parte, el Estado se creyó el cuento de que era necesario combatir a la guerrilla creando ejércitos paralelos. Y si para derrotar a los “terroristas” era necesario hacer masacres, asesinar selectivamente a los líderes de la oposición y tomarse las mejores tierras del país sacando de ellas a los supuestos auxiliadores de la subversión, esos eran los caminos que había que transitar. La cruenta solución al Palacio de Justicia trastocó todos los valores y generó la espiral de violencia de la cual todavía hoy no hemos logrado librarnos.

Pero esa noche del siete de noviembre de 1985 todavía no se vislumbraban tan fatídicas consecuencias. El país, desconcertado y agobiado, lloraba a los muertos del Palacio de Justicia. Durante los siguientes días, solo tuve cabeza para ayudar a las familias a encontrar a sus seres queridos. Fui con mi camarógrafo al Instituto de Medicina Legal, a pedirle al director –un alemán insensible y antipático- llamado Egon Lichtenberger, que me dejara filmar a los muertos, con el compromiso de que no los exhibiría en el noticiero (sobraba la aclaración, pues nunca lo hubiera hecho, pero con la clase de colegas que a veces tenemos…). Al principio se negó rotundamente.
-No tengo autorización.
-Pues consígala.
-Usted a mi no me da órdenes.
-Tiene razón, pero cuando le caiga la Procuraduría por haber enterrado en fosa común a quienes podrían haber sido identificados, no se queje.
Al final accedió. Es la experiencia más macabra que he vivido. Acompañé a mi camarógrafo y presencié cómo sacaban, una a una, las bandejas de las neveras. Con dolor observé cada cuerpo inerte; allí había una historia de vida y muchos familiares buscando a ese ser perdido. Finalmente nos llevaron a una mesa metálica larga, sobre la que habían depositado unas bolsas negras.
-Estos son los calcinados.
Apenas abrimos una, tuvimos que cerrarla de inmediato. Los cuerpos quemados, destrozados, las partes amontonadas sin orden alguno en la bolsa de basura, irreconocibles a la vista, fueron el fin para nosotros. Nos miramos, camarógrafo y yo, con los ojos llorosos y decidimos salir de allí. A partir de ese momento, infinidad de personas pasaron por nuestro noticiero, para ver las imágenes y tratar de encontrar a su familiar perdido. Creo que en algunos casos, lo lograron. Pero una buena parte terminó en la fosa común del Cementerio del Sur, con la desafortunada circunstancia de que, una semana después, terminaron encima de ellos decenas de muertos por la tragedia de Armero1. ¿Por qué transportaron estos cuerpos desde el Tolima hasta Bogotá? Nunca he escuchado una respuesta coherente; siempre he pensado que fue una decisión deliberada, para sepultar doblemente a los muertos del Palacio de Justicia. Para sepultar la verdad.
Por supuesto, el lanzamiento Las Guerras de las Paz, realizado el viernes 8 de noviembre, a las 7 de la noche, parecía más un velorio que un evento cultural. Por razones obvias, la música fue cancelada y lo que se respiró esa noche en el Hotel Belvedere fue más el aliento de quienes queríamos estar acompañados, para llorar juntos las tristezas de ese amargo noviembre.

1.El 13 de noviembre de 1985 hizo erupción el Volcán-nevado del Ruiz y la mezcla de lava, deshielo, piedras y lodo produjo una avalancha que destruyó a la población de Armero, dejando casi treinta mil muertos.