Por Olga Behar
Directora de www.utopicos.com.co
A partir de hoy, y durante toda la semana, Utópicos.com.co publicará varios artículos sobre cómo diversos colombianos vivieron este terrible acontecimiento.
Iniciamos esta serie con una crónica inédita, escrita por Luz Helena Sánchez Gómez, médica de la Universidad Nacional, amiga del magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Horacio Urán, muerto al final de la retoma del Palacio.
Mi Palacio de Justicia.
Por: Luz Helena Sánchez Gómez*
Médica de la Universidad Nacional, amiga del magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Horacio Urán, muerto al final de la retoma del Palacio.
Anoche leí la noticia de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por la desaparición de 13 personas en la “retoma” del Palacio de Justicia y por la ejecución extrajudicial del magistrado Carlos Horacio Urán, mi amigo.
Primero vino Tacueyó a la memoria herida.
En el principio no fue la palabra. En el principio no fue la luz. En el principio fue una masacre, una tira de tacos de dinamita, un bombazo.
Era un soleado medio día en la sabana que se veía verde y diamantina desde el avión en que llegaba de Neiva, de dictar una conferencia sobre la familia y las relaciones de poder entre varones y mujeres. La noche anterior nos fuimos con los profesores de la Universidad a tomar unas cervezas y, tal vez, alguna tomó unos guaros de más. Recuerdo que nos sirvieron un asado y conversamos, reímos, discutimos y nos abrazamos en la despedida. Nunca nos volvimos a encontrar.
El día 6 había salido del Club La Montaña, de la Universidad Javeriana, de un evento sobre salud primaria. En alguna parte tengo guardada una foto mía haciendo una intervención.
En el mismo momento en que dicen que el EME se tomó el Palacio, yo salía de la ciudad. Me dijeron después que frente a mi casa, por la Quinta, los tanques Urutú pasaron quince minutos después. Debieron haber salido del Cantón Norte y tendrían que haberse tomado al menos una hora.
Nadie sabía nada. En Neiva nadie sabía nada. Mientras empezaba el drama, nosotros permanecíamos en la ignorancia.
Nadie habló de nada diferente a los gracejos, propios entre gente que se tiene afecto y, claro, continuamos el debate y la confrontación de ideas.
Era la noche del 6 de noviembre de 1985. Nunca puedo recordar el día de la semana.
Al día siguiente llegué afanosa, abrí la puerta de mi casa y sentí un vacío que no puedo explicar hoy todavía.
— ¿Qué está pasando, Ligia? ─le pregunté a la chica que me ayudaba en esos tiempos. Respondió que no había nadie, que todos me esperaban en casa de la señora Ana María. No pregunté nada. No me adelantó nada.
Solo se veía algo apurada. Con unos ojazos que me miraban como advirtiendo sin palabras.
Subí, me di un duchazo, me cambié la ropa calentana a sabanera, para estar a tono.
Caminé presurosa hacia el norte, hacia la casa de Ana María, Carlos Horacio y las niñas.
Abajo, a la entrada del edificio que había sido de los Lloreda, el Edificio Manizales, vi a Germán Castro Caycedo y a un señor que fumaba sin parar. Apenas nos hicimos un gesto con la mano.
Me anuncié por el citófono. Subí al quinto piso y vi una sala llena de gente. No sé quien, no sé cómo, tal vez mi esposo, Francisco José, me dijo que se habían tomado el Palacio de Justicia. SE TOMARON EL PALACIO DE JUSTICIA Y CARLOS HORACIO ESTÁ ADENTRO. Bum.
Así como sonaron las bombas de Pablo y sus amigos y enemigos en los años siguientes.
Bum.
Así mismo recibí la noticia del asesinato de Héctor Abad y de Leonardo Posada, de Guillermo Cano, de Silvia Duzán, de Elsa y Mario, de…
Entonces es verdad.
Iba a suceder. Sucedió.
Las fuerzas del orden, que decimos aquí, lo sabían.
El Palacio había tenido protección especial porque había indicios de un plan del M-19. Ese día, el día de la toma, Carlos le había dicho a Ana María, cuando lo dejó antes de irse a la Universidad:
—Retiraron la guardia, hoy se toman el Palacio. Nos dejaron sin protección.
En fin, a borbotones me contaron de qué se trataba. Yo no entendía nada. Solo que, a medida que pasaba el día, había más gente en esa casa y más caras largas y una tensión sin nombre, como cuando se espera lo peor pero nadie quiere darle nombres.
Para entendernos, era el segundo día de la toma.
Fernando Gómez Agudelo, el señor que fumaba sin parar, tenía un radio Citizen Band y con él podíamos escuchar las comunicaciones de generales que se llamaban entre sí “Peón”, “Paladín”, o algo así.
A media mañana -o algo así-, escuchamos por el Citizen Band de Fernando que el presidente Betancur le había pedido al Dr. Carlos Martínez director de la Cruz Roja Colombiana, que se desplazara al Palacio de Justicia con un mensaje. Estábamos abajo, en la calle, Fernando fumaba sin parar.
Escuchamos cómo los militares le pidieron que esperara un poco para asegurarle la entrada. Mentira. Algunos minutos después se escuchó un tremendo estruendo. Era la arremetida final contra el baño donde, se supone, estaban varios de los magistrados y algunos de los guerrilleros. Dicen que Carlos Horacio estaba ahí y de ahí salió vivo. Ahora me explico: tal vez allí, en alguna ventana, se hizo unas cortadas pequeñas en varios de sus dedos de la mano derecha.
Unas horas después, al día siguiente, cuando trataba de memorizar su cadáver en el pequeño “cuarto de los guerrilleros”, en Medicina Legal, vi esos dedos, tal vez tres, untados de una grasa negra. Cuando me incliné un poco, solo un poco, dizque para no llamar la atención, el rubio ese con bata blanca de médico se dirigió a mí y me dijo:
—Eso se lo hizo con una granada el hijo de puta guerrillero.
Ni lo miré. Solo miré, y muy bien, el cuerpo que estaba a su lado. Era uno de los jefes del comando guerrillero. Después de rendir testimonios en la Fiscalía olvidé su nombre.
Pero no nos adelantemos a los hechos.
Esa noche, la del día siete, justo antes de que comenzara el Noticiero de las 7, que dirigía Juan Guillermo Ríos, salí presurosa, sin contarle a nadie. Arrimé a mi casa, me puse la bata blanca de médica y me colgué un estetoscopio al cuello. Iba en Misión Médica, según mis cálculos. Iba para Medicina Legal a buscar el cadáver de Carlos Horacio.
Pasé la entrada sin que me preguntaran nada, quién era ni para dónde iba. Actuaba como Pedro por su casa. Siempre había sido así. Mi viejo y querido lugar de prácticas, donde pasé más tiempo del que mandaba el currículo para aprender un poco más.
A alguna de las señoras de servicios generales le pregunté por el maestro Egon Lichtenberger, el director y mi viejo profesor de Patología. Lo encontré en su oficina.
—En qué le puedo servir, doctorra ─con sus erres pronunciadas de alemán colombianizado.
—Es que vengo a buscar a un amigo que estaba en el Palacio. Es un abogado. Es magistrado. Es el Doctor Carlos Urán.
Hizo llamar a una médica forense que resultó ser una vieja colega de la Universidad Nacional, la Dra. Alarcón. Le ordenó que me ayudara en la búsqueda y que me permitiera buscarlo donde yo quisiera. Ángela me llevó a las salas donde siempre practicábamos las necropsias. Aún no comenzaban las tareas. Solo había cadáveres, más de los que yo podía o quería contar, en las bandejas, en las cubetas, en las neveras. Abrí una a una las puertas de las neveras: nada, aquí no hay nada. Nada era Carlos. Nada era lo que sentía en el estómago. Una ira y un dolor contenidos que me parecía iban a estallar. Calma Luz H. Tú aquí no vas a hacer un show.
Una segunda vuelta por las salas, las bandejas, las cubetas, las neveras. Nada. No encontré NADA.
Fui de nuevo a la oficina del director y le dije que no encontré NADA. Prometí volver al día siguiente. El Dr. Egon me respondió con serenidad y sin apuro:
—Como quierra, doctorra.
Regresé a casa de Ana María, Carlos Horacio y las niñas. Les conté que había estado en Medicina Legal y no había encontrado a Carlos. Supe después que Germán y Fernando se habían ido a los hospitales. Eso dijo German en un reportaje, no sé.
Ana María y no sé quién más habían visto el noticiero de la noche, el de las 7, de Ríos, donde también trabajaban María Luisa Mejía y Hernando Corral. Ella me dijo que vio salir vivo y cojeando a Carlos Horacio.
—Carlos está vivo, lo vi salir por la puerta del Palacio.
No respondí nada y me fui a descansar. El día 8 salté de la cama como a las seis. Mi esposo me pidió que descansara un rato más. Le dije:
—Me voy para Medicina Legal, a buscar a Carlos.
—Pero si Ana María lo vio saliendo vivo ─me respondió él.
—No importa. Voy para Medicina Legal.
—Yo te acompaño ─me dijo.
Me duché en un santiamén y salimos para allá.
Nuevamente busqué al Profe Egon. Estaba en el parqueadero, una especie de patio con una gran puerta como de garaje, por donde entraban los carros mortuorios a recoger los restos después de los procedimientos médico legales.
Hasta allí llegué y, mientras más andaba, más extraña era la escena. Cantidades de personas que no eran del lugar, todas en bata blanca. Todas expectantes. Todas a cargo del lugar.
—Busco a mi amigo el magistrado Carlos Urán ─le dije al Profe Egon, de nuevo, después de saludarlo.
Le pidió a un médico joven, cuyo nombre nunca supe, que me acompañara al “cuartico”. Esta vez no me digirió a la morgue propiamente. Al lugar donde había estado la noche anterior.
El joven galeno, solícito, me tomó del brazo y me dijo:
—Doctora, tenga cuidado, que dicen que ése es el “cuarto de los guerrilleros”. Doctora, tenga cuidado, que no son todos los que están.
Le expliqué a Francisco José que yo iba a entrar primero y que luego entraba él. Así fue.
Ingresé a este pequeño cuarto, al que nunca había visto en uso. Era un espacio pequeño. A mano izquierda entrando, colocadas perpendicular a la pared lateral y oriental, estaban alineadas CINCO camillas o cubetas donde se colocaban los cuerpos en preparación para las mesas de la morgue, con el fin de practicar las necropsias. Despacio, muy despacio, recorrí cada uno de los cuerpos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Carlos Horacio es el segundo, y también es el cuarto. Depende desde dónde se cuenten los cuerpos.
¿Y por qué está tan pálido, tan blanco, tan limpio? ¿Por qué se ve emaciado, por qué se ve tan álgido?
Dolor en su rostro y también serenidad. Qué blancura. Todos blancos. Limpios. Inmaculadamente lavados, limpiados y tal vez maquillados. Ni un rastro de sangre, ni de mugre. Ni un moretón, un golpe, una herida, nada de tierra, hollín, nada de ropa. Nada de nada. Todo tan limpio.
Voy hasta la pared del frente del pequeño cuarto y me repito el recorrido, tomando nota de los dos cuerpos contra la pared entrando a mano derecha. En forma paralela a la pared, dos cuerpos más. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete.
Reconocí a la Doctora Fanny González, con quien había tenido trato en Manizales en eventos académicos. Hacia los pies de ella, hacia la puerta, al Doctor Manuel Gaona. En la mitad, un pequeño sendero de menos de un metro y medio por donde fui, una vez más, hacia la pared contra la cual se recostaba el cabrón de bata blanca. El que me dijo lo de la granada. Repetí el recorrido en el sentido contrario. Quería grabarme todo. Quería que mi memoria fuera como una Polaroid de esas de auto revelado. Quería que ese momento eterno no terminara. Quería morir de desesperación y sabía que no haría ni una mueca. Ni haría una pregunta. Ni expresaría nada. NADA era lo que tenía adentro de mí.
La nada. El horror. El sin sentido.
Más temprano en la mañana, mientras el Dr. Egon daba algunas órdenes, llegó un furgón inmenso de color plateado que brillaba a la luz del sol mañanero. Dijeron que ahí venía el Doctor Reyes Echandía. Abrieron sus puertas de par en par y se podían ver bolsas de polietileno transparente apiladas. Muchas bolsas de polietileno apiladas, o unas al lado de las otras. Los auxiliares de Medicina Legal empezaron a sacar bolsas una a una en las mismas cubetas de aluminio de siempre, primero en cubetas individuales, después más de dos en una, es que no había cubetas para tantas bolsas.
—Ese es el Doctor Reyes Echandía ─dijo uno de los operarios.
—Y ¿cómo sabe? ─le pregunté yo.
—Por el reloj.
—¿Cuál reloj?
—Pues el reloj que tenía el presidente de la Corte y por el cual lo reconocieron desde el comienzo.
Cuento bolsas y miro a las ventanas del segundo piso, creo que estaban pintadas de rosa. O tal vez eran rosa los delantales que tenían, de esos que usan los médicos, pero rosa. Veo rostros descompuestos de las secretarias, de las mujeres de servicios generales. Mudos y pálidos. Miro varias veces, tratando de fijar la escena en mi mente y pienso: Quién fuera cineasta para filmar esta historia.
No le pierdo la cuenta a las bolsas. De pronto siento que me voy a caer al piso y sé que no puedo hacer este show aquí. Llego a cuarenta y cuatro y paro de contar y de mirar. Miro al cielo y les pido a los ancestros que me informen que esto no está pasando. Que yo no soy yo. Que esto no es posible.
Volvamos a lo del cuarto.
Salgo del cuarto este, “el de los guerrilleros”. A la salida me espera mi esposo. Lo tomo de la mano y le digo en voz muy baja:
—Entra con cuidado, que el cabrón que está ahí es uno de ellos.
— ¿De quiénes?, me pregunta Francisco.
—Pues de ellos, de los que lo mataron.
Me pregunta si reconocí a Carlos y le digo que no. Es verdad, no estaba segura. No quería estar segura. Entra, y a los minutos sale, desencajado, y me dice, al oído casi:
—… es el segundo entrando a mano izquierda.
—No sé -le respondo.
Como sea, le pregunto al Dr. Egon si ya se han practicado las dactiloscopias y le digo en voz muy alta, para que todo el mundo escuche:
—Dr. Egon, el Procurador Jiménez Gómez está buscando al magistrado Urán y está tratando de comunicarse con usted.
— ¿Y encontró a su amigo, doctora?
—No estoy segura -le respondo.
— ¿Cómo? ¿No es, pues, su amigo?
—Sí, pero no estoy segura.
— ¿Cuál es el nombre completo de su amigo? -me pregunta él. Le respondo:
—Carlos Urán.
—Sí, pero ¿el segundo apellido?
—NO SÉ.
— ¿Cómo, no es su amigo?
—Sí, pero no sé cuál es su segundo apellido.
—Hombre, llame a ver y pregunte por el Doctor Carlos Urán -le dice al cabrón ése de bata blanca, que ahora está junto al teléfono en la pequeña caseta donde se apostaban los celadores. El cabrón marca un número y pregunta por Carlos Urán. Algo le dicen al otro lado y él replica:
—Sí, Carlos Horacio Urán Rojas.
¡Mierda!, pienso yo.
El hombre se voltea y le dice al Dr. Egon que no, que las dactiloscopias no se han practicado aun.. Miente. Mintió. ¿Cómo hizo para saber el nombre completo, si la dactiloscopia no estaba lista? Pensé que el hombre trataba de ganar tiempo, no sé para qué.
Salí como alma que lleva el diablo a casa de Ana María. Eran las 11 de la mañana o algo así. Ella llegaba de una sesión con el General Nelson Mejía Henao, Procurador de las Fuerzas Armadas. Con él vio de nuevo el video donde aparece Carlos vivo y cojeando mientras está saliendo del Palacio. Cuando abrió la puerta me dijo:
—No era Carlos.
Solo atiné a preguntarle:
— ¿Carlos tiene alguna señal particular en el cuerpo?
—Sí ─me dijo ella─. U¬na cicatriz de operación de apéndice al lado derecho─, y se señaló. Es Carlos, me digo para mis adentros.
—Mi padre tiene un turupe entre ceja y ceja, así como el mío─ me señala Anahí, la hija mayor. Es Carlos, me repito.
—Bueno ¿quién puede volver conmigo a Medicina Legal? Alguien de la familia.
—Que te acompañe Víctor.
Salimos Víctor, Gloria Isabel Ocampo y yo rumbo a Medicina Legal. Nadie pronuncia una palabra. Afuera nos parqueamos y le pido a Víctor que entre él solo. Nosotras nos quedamos conversando, nerviosamente, todo el tiempo que el primo de Carlos tarda en los procedimientos de reconocimiento y firma de documentos. Sale impertérrito y nos dice:
—Es Carlos. Está muerto
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Fotografía tomada de semana.com. Villa de Leyva, diciembre 11 de 2014
Edición: Constanza Vieira@constanzavieira
*Sobre la autora:
Luz Helena Sánchez Gómez
Médica de la Universidad Nacional (1977), tiene un título de Harvard en salud pública (1980).
Hizo su rural en patología y ciencias forenses. Luego adelantó una pasantía de más de un año en Medicina Legal porque quería ver cómo se hacían los reconocimientos de las mujeres violadas.
Feminista, es cofundadora de la Casa de la Mujer en Bogotá.
Segunda entrega.
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